Dar el paso o, -para algunos el brinco- del colegio a la universidad, conlleva casi que por mandato social, bromas, burlas, caritas sonrojadas, sensación de hacer el oso, de sentirse abandonados, de ganas de mamá, papá, hermanos mayores o el profe amigo.
Sí. Por ahí pasa la mayoría. Y es que el tránsito es fuerte. En el colegio los profes y los papás son amigos y tienen en común la protección del estudiante.
Casi nunca hay una consciencia precisa sobre esta situación, pero hace parte de los lugares cómodos en los cuales chicos y chicas se desenvuelven, seguros, aún como niños hasta el final del ciclo.
En la universidad, la cosa es a otro precio. Teniendo en cuenta que ahora los estudiantes se gradúan muy jóvenes, llegan a los 15, 16 o 17 a estudiar en esa mole grande en donde los profes, por lo menos al comienzo no los llaman por sus nombres, no conocen a los padres, y cumplen con normas y exigencias novedosas y hasta asustadoras para los nuevos alumnos.
A ellos, que se les reconoce por la pinta casi nueva, las maletas enormes, la cara de sorpresa, también les hacen bromas los estudiantes más “grandes”: es decir, un semestre o un año más. Pero como tienen la experiencia, a una pregunta de ubicación, por ejemplo, los envían al piso que no existe, les dan información falsa con toda seriedad, para luego destornillarse de la risa.
Y ellos, los principiantes, les gusta andar en combo como una forma de protección. Pero al mismo tiempo dicen en la casa que cuál lonchera, que qué le pasa mami deme plata.
E insisten en poner en marcha comportamientos de “grandes”. Hay quienes aprenden a fumar, otros quieren ir de rumba pero muchos no pueden porque no tienen edad y por supuesto, tampoco cédula. Y así… como lo cuentan los participantes en su espacio sabatino, Sentido contrario: