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Las tres tazas

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/ Por Juan Fernando Latorre Velásquez

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Era una tarde fría; me encontraba jugando en línea en el computador, mientras escuchaba música que YouTube ponía aleatoriamente. Luego de pasar varios minutos, en realidad no sé cuántos, creo que también pasaron horas. La tarde cada vez era más fría y ya me estaba estresando de perder todas las partidas que jugaba, así que esperaba con ansiedad que se fuese la luz para poder descansar, leer o dormir hasta el día siguiente. Entonces ocurrió; se fue la energía en todo mi edificio. Parecía que el señor de los cielos me escuchara y me concediera mi plegaria. Estaba totalmente emocionado; pensaba que ahora sí podría leer o dormir.

Sin embargo, llegó mi vecino del 403; don Antonio. Un señor de estatura baja, como de 1,50 aproximadamente, con una barriga que marcaban los años de vida, pues ya tiene 88. Él decidió bajar a nuestro apartamento para no sentirse solo, pues nos había dicho que le teme a las tardes oscuras y solitarias; toda su familia había fallecido y sus hijos y nietos lo habían abandonado. Para nosotros, don Antonio tiene un gran aprecio en nuestros corazones. Don Antonio, al sentarse en el sofá blanco a espaldas de la ventana de la sala, me llamó y me dijo: “Joven Juan, venga le cuento cuando estuve en el Bogotazo”. Yo, sin duda, pensaba que era otra historia aburrida de un anciano que solo quería hablar. ¡Pero vaya sorpresa! Yo estaba equivocado.

Me senté diagonal a él; luego comenzó a contarme su historia, la cual fue así…

“Me encontraba en la séptima con doce, en el barrio Las Cruces. Me dirigía directamente para mi casa. Entonces suceden los acontecimientos del Bogotazo, la muerte de Gaitán; grandes cantidades de soldados y civiles empezaron a correr desenfrenados, con caras de angustia y algunos con caras de odio y muchas ganas de matar. Llegando a una esquina donde venden, o vendían, una deliciosa avena, me topé con un soldado que llevaba una herida en su ceja, como una cortadura. Entonces me ofreció un fusil para que atacara y colaborara con la guerra que estaba por comenzar. Lleno de nervios, agarré el fusil y corrí a mi casa lo más rápido que pude.

“Mientras corría por las calles de Bogotá, miraba detalladamente cómo las balas, machetes y sangre cubría la gran parte de los rolos. Mientras miraba y corría, disparé el fusil sin querer; me detuve, me miré y tenía la bala dentro del zapato. Afortunadamente, el zapato era de mi padre, por lo que me quedaba grande de talla. Y fue en ese momento cuando vi a mi madre correr hacia mí, llorando y muerta del susto, pues se imaginaba que su único hijo estaba en peligro y, por poco, casi fue así.

“Entonces con mi mamita linda, que en paz descanse, corrimos todo lo que era la Séptima hasta llegar a mi casa (un rancho humilde, donde cabíamos casi 15 personas). Cuando llegué a casa, miré a mi madre, la abracé, le di un beso y le dije: ‘Gracias, madre’. Luego guardé el fusil en mi cuarto en un cofre de madera importada, que mi padre me había obsequiado y que hoy lo conservo y recuerda mi Bogotazo como si fuese ayer, como si yo fuera un policía de la Segunda Guerra Mundial.”

Al pasar la tarde y al llegar la noche, decidí acompañar a Don Antonio hasta su hogar; allí él me ofreció un café. Cuando entré en su apartamento, lo primero que vi fue el fusil que le había entregado el soldado; un fusil muy grande, viejo y oxidado. De solo verlo, sentí que ese fusil debería ser mío. Pero cuando le pregunté a Antonio por él, me contó que tuvo que usarlo una vez cuando fue al Líbano; no entró en muchos detalles de cuando fue al Líbano y si lo hizo no me di cuenta, pues solo me quedé admirando su casa.

Una casa totalmente interesante, con muchos libros; parecía estar en una biblioteca personalizada. A eso le sumo las grandes fotografías que colgaban su pared y que las cubría el polvo. Mientras, don Antonio preparaba tres tazas de café; me pregunto por qué tres, si solo éramos los dos. Yo miraba más detalladamente el gran fusil, al tiempo que le preguntaba por todos sus libros. Mientras, el señor Antonio me decía qué tipo de literatura era la que comía; al final no presté atención por aquel fusil que yo soñaba, e imaginaba cómo debió de ser el día de Antonio en su Bogotazo. También me preguntaba: ¿Por qué no quiso disparar? ¿Por qué no lo rechazó? ¿No le habrá dado miedo? ¿Qué le dijo su madre sobre ese fusil?

Eran tantas preguntas que quería entrar en más detalles sobre su Bogotazo, pero hubo un momento en el que el señor Antonio pasó las tres tazas de café y me dijo: “Sé que somos dos; tal vez para usted sea raro, pero guardé una promesa con mi esposa la cual me abandonó. Ella me prometió dejarme el fusil como recuerdo, si yo le prometiera que siempre tomaría mi café con ella. Aunque ella me abandonara en este mundo cruel, siempre guardaré mi promesa, y así mi esposa esté muerta, siempre le prepararé su café con el mío”.

Eso hizo tragarme todas mis preguntas, y por un momento me quedé en silencio, mirando cómo don Antonio se tomaba su café, con sus ojos aguados y con suspiros que deseaban estar de la mano con su mujer. Entonces me tomé el atrevimiento de preguntarle otra vez por su historia del bogotazo, para así evitar una tristeza en aquel hombre que siempre tendrá un gran espacio en mi corazón.

| Nota del editor *

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