Por Carlos Gutiérrez
La escena resultó dantesca. Un grupo de reclusas de la pandilla Barrio 18 tomó por asalto a varias integrantes de la Mara Salvatrucha, les dispararon con armas de grueso calibre y les prendieron fuego. Según la versión oficial, ese 20 de junio perdieron la vida 46 presas en un Centro Femenino de Támara, en Honduras. “Me ha entristecido”, expresó días después el papa Francisco en su oración de San Pedro. También pidió a la virgen hondureña de Suyapa por que se logre alcanzar una “convivencia fraterna, incluso dentro de las cárceles”.
Un hecho tan atroz como ese no es, sin embargo, una rareza en América Latina. Simplemente se suma a la serie de incidentes violentos que han marcado los sistemas carcelarios de la región al menos en las últimas tres décadas, que se ha intensificado en años recientes. Por ejemplo, en 2021, 30 personas privadas de la libertad perecieron en un motín en el penal de Guayaquil, Ecuador. Ese mismo año, en la cárcel La Modelo de Bogotá murieron 23 personas en una situación semejante. A principios de 2023, un motín en una prisión en el norte de México dejó 17 personas fallecidas y 30 reos fugados.
A nivel global, decenas de miles de personas fallecen en las prisiones cada año en ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias, denunció Morris Tidball-Binz, relator especial de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en un reciente informe al Consejo de Derechos Humanos. Aclaró que “se desconoce el número exacto debido a las deficiencias imperantes en el sistema de registro, investigación y notificación fidedigna de estos fallecimientos”.
Escenarios como estos constantemente ponen en entredicho la efectividad de los penales para hacer frente a los niveles de violencia que viven algunas regiones. “Las cárceles son el reflejo de lo que ocurre en la sociedad, aunque en estas se exacerba”, advierte Laura Daniela López, especialista en sistema penitenciario y ejecución penal en Colombia.
La percepción de que los niveles de violencia han aumentado en las prisiones parece confirmada por el International Crisis Group, el cual señala en un estudio que América Latina enfrenta una “nueva ola de criminalidad”. Según sus cifras, en esta región ocurre cerca de un tercio de los asesinatos a nivel mundial, “y las autoridades nacionales atribuyen muchos o la mayoría de ellos al crimen organizado”.
Una de las razones para estos altos niveles de violencia en las prisiones es el hacinamiento en que viven los reclusos. De acuerdo con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), en la región hay casi 1,8 millones de personas en las cárceles. De estas, alrededor de la tercera parte permanecen allí sin sentencia. Además, informa el organismo, en la mitad de los países de la zona los centros penitenciarios están sobrepoblados.
“No hay ningún país latinoamericano exento de hacinamiento penitenciario”, añade Eddy Morales Mazariegos, doctor en Sociología y Criminología, así como exdirector de Presidios en Guatemala. Asegura que este problema “es un asunto de seguridad nacional. Y eso involucra a todas las prisiones de la región”.
De hecho, a nivel mundial, la población carcelaria latinoamericana presentó el mayor incremento durante las dos primeras décadas de este siglo, de acuerdo con reportes de World Prision Brief, una base de datos del Institute for Crime & Justice Policy Research, afincado en Londres. Para ese centro de investigaciones, en esta zona del planeta la población carcelaria se triplicó en este periodo, mientras que en el sureste asiático –que le sigue en números– apenas alcanzó el 116%. También encontró que, en esos 20 años, los tres primeros países con mayores índices de sobrepoblación carcelaria fueron Filipinas (con una tasa de ocupación del 460%), Haití (450%) y Guatemala (370%).
En un informe de este año sobre mujeres privadas de la libertad en las Américas, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) reportó que, en los últimos meses, esa población aumentó un 56,1%, lo que representa “la tasa (…) más alta del mundo”. Este fenómeno se debe, según explica la CIDH, principalmente al “endurecimiento de políticas criminales de drogas” y a la “falta de perspectiva de género para abordar la problemática”. Asimismo, encontró que los delitos relacionados con drogas “constituyen uno de los cinco principales que motivan la detención de mujeres en la región”.
En respuesta a los graves acontecimientos del Centro Femenino de Támara, la presidenta hondureña Xiomara Castro escribió en Twitter que este acto había sido “planificado por maras a vista y paciencia de autoridades de seguridad” y que se tomarían “medidas drásticas”. Siete días después del anuncio, la policía hondureña tomó el control de las prisiones para desmantelar las bandas criminales que operan desde allí y publicó imágenes de los reos que resultaron muy conocidas.
En efecto, algunos observadores criticaron fuertemente al gobierno de Castro por emular las acciones del gobierno salvadoreño. En febrero, el presidente Nayib Bukele difundió fotos de 2.000 presos rapados y en ropa interior blanca mientras eran trasladados al Centro de Confinamiento del Terrorismo. En este enorme búnker de reclusión, anunciado como “la cárcel más grande de toda América”, se espera que alrededor de 40.000 reclusos pasen décadas aislados del mundo exterior, “mezclados, sin hacerle más daño a la población”, como escribió el mandatario en sus redes sociales.
El modelo carcelario de Bukele es “muestra de la creciente presencia del neofascismo en América Latina”, con una idea punitivista y violatoria de los derechos humanos, asegura José Antonio Figueroa, en un texto publicado en la revista Tlateloco de la UNAM. Este investigador de la Universidad Central del Ecuador asegura que, en este modelo, la cárcel es como un negocio, donde los presos deben “trabajar en las condiciones que les sean impuestas, para los grupos empresariales que les sean determinados y desde ya tienen que pagar, ellos o sus familiares, su estadía en la prisión, su alimentación y sus avituallamientos”.
Por su parte, Corinne Dedik, experta del Centro de Investigaciones Económicas Nacionales, en Guatemala, dice que este modelo de prisiones es “una bomba de tiempo” que, en el corto plazo, puede tener “algún tipo de resultado positivo”. Sin embargo, puede derivar en actos de violencia o motines “con consecuencias muy graves”, como ya se ha visto ya en varias regiones latinoamericanas.
Frecuentemente, “los centros penitenciarios en los países de Centroamérica han sido catalizadores en el crecimiento de grupos criminales, lo que ha permitido potenciar los procesos de gobernanza criminal en la región. Para contenerlos, diferentes gobiernos han recurrido a acciones de populismo y gobernanza punitiva que inevitablemente recaen en un sistema penitenciario débil y sobrepoblado”, apunta la organización independiente de origen suizo Global Initiative, en su sitio web.
A pesar de que el presidente salvadoreño presuma una tasa cero en niveles de homicidios en El Salvador, los expertos coinciden en que el modelo Bukele no resulta ideal para cumplir los dos grandes objetivos de las prisiones, es decir, bajar los índices de criminalidad y reinsertar a los presos en el tejido social. República Dominicana sí podría dar un ejemplo, señala Eddy Morales, ya que ha realizado un cambio total en cuanto a custodia, rehabilitación y reinserción social. “Le ha dado la vuelta totalmente a su sistema penitenciario con una alianza público-privada y creo que esa tal vez es una solución a mediano plazo”.
¿Pero, realmente las cárceles financiadas con recursos privados pueden ser por sí solas la opción para hacer frente a la violencia? “El aumento de las cárceles en manos de empresas privadas no ha cumplido su promesa de eficiencia, calidad e inmunología”, afirman investigadores de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa y del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, en México, en un artículo publicado en la revista Íconos encabezado por Pablo Hoyos-González.
Además, tomando como base el contexto mexicano, dichos académicos creen que este modelo de prisión es “un terreno fértil” para la corrupción, “pues los contratos no exigen la rendición de cuentas a las empresas y las legislaciones presentan una amplia zona gris en cuanto a su licitación”. En México, profundizan, la Comisión Nacional de Derechos Humanos ha dicho que este tipo de prisiones resultan muy caras, ya que el “costo diario por persona interna rebasa diez veces el costo de los centros públicos”.
Para Morales Mazariegos, el fin último de todo sistema penitenciario debería de ser la reinserción social, pero en nuestra región “se convierten en bodegas de personas”. Para él, ni siquiera existe la infraestructura suficiente para que los presos puedan recibir tratamientos rehabilitadores. Y reconoce que los jueces suelen abusar de la prisión preventiva. “En Guatemala les llamamos jueces carceleros”, porque inmediatamente mandan a prisión a las personas, incluso en casos en que no es necesario.
¿Por qué los gobiernos siguen considerando la cárcel como solución a los problemas? “Porque no hemos superado la ley del talión, ni hemos logrado separar el concepto de justicia del de venganza”, responde Laura Daniela López. Se tiene la creencia de que las personas que cometen algún tipo de delito deben ser castigadas no para que cambien su comportamiento, sino para que sufran más que sus víctimas. “Esto lastimosamente es aprovechado por los gobiernos y los políticos, quienes ofrecen una falsa seguridad. Y pues la gente se imagina que la cárcel es una caja mágica donde vamos a poner a todas las personas que cometen delitos y van a desaparecer”, considera la experta.
Los gobiernos deberían, reflexiona Dedik, hacer intervenciones profesionales enfocadas en la rehabilitación de las personas privadas de su libertad, para buscar un cambio verdadero en los reos. Y propone que sean cortas e intensas. “Es lo que ha traído los mejores resultados y es mucho más efectivo que pasar una larga temporada en prisión”, como propone el modelo carcelario de Bukele.
“Casi siempre se cree que reprimir y aislar es la única medida efectiva”, dice Nelsa Curbelo, presidenta de la Comisión de Diálogo Penitenciario, creada por el presidente ecuatoriano Guillermo Lasso para iniciar un proceso de pacificación en las cárceles en su país. “Prevenir e intervenir son procesos más largos. Están relacionados con educación y empleo”, apunta.
En ese sentido, un proyecto que ha sido visto con buenos ojos es la penitenciaría de media seguridad en Acacías, Colombia, donde cada preso se integra a una colonia agrícola. Ahí puede aprender oficios como la panadería, la ebanistería, la avicultura y la pesca, entre otros, como parte de un verdadero proceso de rehabilitación. Se trata de un ejemplo interesante, pero en ausencia de un programa integral al respecto, una golondrina no hace verano.
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*Periodista mexicano. Miembro de la Mesa Editorial de CONNECTAS. Doctor en Lenguajes y Manifestaciones Artísticas y Literarias, y Máster en Pensamiento Español e Iberoamericano por la Universidad Autónoma de Madrid. Maestro en Artes Escénicas por la Universidad Veracruzana y licenciado en Ciencias de la Comunicación por la UNAM.