Por: Danniela Rodríguez
El gobierno de Donald Trump anunció esta semana que, a partir del 31 de diciembre de 2026, EE.UU. dejará de ser parte de la UNESCO. Lo curioso o tal vez lo inquietante no es solo el retiro en sí, sino lo que representa, un reflejo nítido de la política exterior que Trump ha vuelto a implementar en su segundo mandato presidencial, bajo la ya conocida consigna de America First.
Este nuevo capítulo en la relación entre EE.UU. y la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, que tiene su sede en París, revive heridas abiertas desde hace décadas. En los años ochenta, Ronald Reagan también decidió salir, alegando corrupción y parcialidad ideológica; luego en 2017, fue el propio Trump que se distanció de la agencia por primera vez, alegando un sesgo antiisraelí. En ambos casos, el regreso se dio bajo administraciones demócratas, esta vez el giro vuelve como una especie de ciclo que parece no tener fin.
El anuncio se dio a través de Tammy Bruce, portavoz del Departamento de Estado, que explicó que permanecer en la UNESCO “ya no es coherente con los intereses nacionales de Estados Unidos”. Más allá de la fórmula diplomática, la razón tiene un trasfondo político evidente, el rechazo a lo que la administración republicana considera una “agenda globalista” y un exceso de compromiso con causas progresistas, como la igualdad de género, la lucha contra el racismo o la defensa del medio ambiente.

Uno de los puntos de fricción que vuelve a aparecer en este episodio es el reconocimiento del Estado de Palestina como miembro pleno de la UNESCO, decisión que data de 2011. A partir de ese momento, EE.UU. dejó de pagar su cuota obligatoria como forma de protesta, lo que generó un enorme hueco en el presupuesto de la organización. Aunque en 2023, bajo el gobierno de Joe Biden, el país volvió a ingresar, el clima de tensión no desapareció del todo.
Para la actual administración, ese reconocimiento es una muestra más de que la UNESCO toma partido en un conflicto geopolítico complejo, en este caso, del lado de los palestinos. De hecho, en el comunicado oficial se hizo una mención explícita a la “retórica antiisraelí” que, según Washington, persiste dentro del organismo.
EE.UU. sigue siendo, pese a todo, uno de los principales financiadores de la UNESCO, aportaba cerca del 8 % del presupuesto total, una cifra considerable aunque inferior al 22 % que representaba su contribución en décadas pasadas. Desde que dejó de pagar en 2011, la organización ha aprendido a funcionar con menos recursos estadounidenses, pero eso no significa que su salida no afecte.
La directora general, Audrey Azoulay, intentó transmitir tranquilidad, y aseguró que la UNESCO está “preparada institucional y financieramente” para esta nueva partida. Sin embargo, también reconoció que perder a un actor como EE.UU., por más que sea una historia repetida, siempre tiene consecuencias.

Más allá del dinero, lo que se pierde es influencia, pues EE.UU. tiene peso simbólico, diplomático y científico y su ausencia debilita iniciativas globales en educación, cultura, tecnología y preservación del patrimonio y les deja el camino libre a otras potencias como China o Rusia para ocupar ese espacio vacío.
Trump sabe que sus bases aplauden cada vez que confronta a instituciones internacionales, su narrativa de soberanía, orgullo nacional y rechazo al “intervencionismo multilateral” se fortalece con este tipo de decisiones. Además, se alinea perfectamente con otros movimientos recientes de su gobierno, el retiro de programas de cooperación climática, el distanciamiento con la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el debilitamiento del Consejo de Derechos Humanos de la ONU.
Desde una mirada electoral, le resulta rentable, cada salida es vendida como un acto de dignidad nacional. Sin embargo, desde una perspectiva diplomática más amplia, este aislamiento puede terminar siendo contraproducente para la influencia global estadounidense.

La historia entre EE.UU. y la UNESCO parece un reflejo de su política interna, entra y sale según quién esté en la Casa Blanca, los demócratas que apuestan por la cooperación global y republicanos que priorizan el repliegue estratégico, lo que está en juego no es solo una membresía, sino una visión del mundo, abierta, interdependiente y plural o cerrada, unidireccional y defensiva.
Quienes defienden la permanencia en organismos como la UNESCO insisten en que, en tiempos de crisis climática, desinformación digital y conflictos culturales globales, la colaboración entre países es más necesaria que nunca. Pero la administración Trump piensa diferente, su foco está en volver a trazar límites, definir fronteras claras y cortar vínculos que considera innecesarios o ideológicamente adversos.
Hasta que se concrete la salida en diciembre de 2026, EE.UU. seguirá teniendo voz y voto dentro del organismo, pero la decisión ya está tomada, el mundo tendrá que adaptarse una vez más, a una UNESCO sin Estados Unidos, mientras el propio país sigue definiendo qué lugar quiere ocupar en el tablero global.