Por: Danniela Rodríguez
La ronda de negociaciones terminó este martes 29 de julio con un saldo mixto. No se firmó ningún documento importante ni se anunció una gran cumbre. Sin embargo, ambas delegaciones salieron del salón con la idea de mantener viva la tregua arancelaria que ha evitado desde mayo, una escalada comercial de mayores proporciones. Aunque falta una pieza clave para que ese pacto temporal se extienda oficialmente y esa decisión la tiene en sus manos el presidente Donald Trump.
En lo que lleva del año, la relación entre EE.UU. y China ha estado marcada por una serie de idas y vueltas, tensiones por la sobreproducción industrial china, disputas sobre tecnología sensible, petróleo iraní, Rusia y claro, los aranceles. Actualmente, EE.UU. aplica tarifas del 30 % a muchos productos chinos. China, por su parte, responde con un 10 % sobre bienes estadounidenses.
La tregua vigente detuvo temporalmente el incremento de esos impuestos, pero caduca el 12 de agosto, por eso este encuentro en Suecia era tan relevante: se trataba de evitar que la guerra comercial volviera a tomar fuerza justo en un momento en que las cadenas globales de suministro siguen bajo presión y los mercados, sensibles ante cualquier situación.

La delegación estadounidense estuvo liderada por el secretario del Tesoro, Scott Bessent, y el representante comercial, Jamieson Greer. Del otro lado, el vice ministro de Comercio chino, Li Chenggang, quien ha ganado protagonismo en la nueva estrategia comercial de Pekín.
EE.UU. llegó con una lista de inquietudes que no han variado mucho con el tiempo: que China controle su capacidad industrial, que frene las importaciones de crudo iraní y que no siga transfiriendo tecnología dual que podría tener fines militares a países como Rusia. Pekín, por su parte, mantiene su postura: no acepta condiciones que afecten su modelo de desarrollo y pide respeto por su soberanía económica.
Aunque no se firmó nada, ambos gobiernos coincidieron en que extender la tregua es lo mejor en este momento. El problema está en los matices. Para China, ya hay consenso para alargar la pausa de aranceles. Para EE.UU., en cambio, ese consenso es condicional: debe ser validado por Trump.
Bessent y Greer deben entregar ahora un informe técnico al presidente con las conclusiones del encuentro. Sólo entonces se sabrá si la tregua se renueva, posiblemente por otros 90 días o si se reactiva el modo confrontación.
El Fondo Monetario Internacional (FMI), que esta semana elevó su proyección de crecimiento global al 3 %, ya advirtió: cualquier choque comercial entre las dos mayores economías del planeta podría generar un fracaso en la recuperación de estos consensos.

Más allá del corto plazo, lo que está en juego aquí no es sólo el comercio. La disputa entre EE.UU. y China refleja una competencia de fondo: dos modelos económicos, dos visiones del mundo y dos formas de entender el poder global.
Para EE.UU., China sigue siendo un rival sistémico que no ayuda su industria, manipula mercados y coopera con actores que Washington considera amenazas. Para China, EE.UU. representa una fuerza que intenta contener su ascenso y que impone condiciones que rayan en lo ideológico.
En ese contexto, la negociación de aranceles es apenas una expresión de un enfrentamiento más amplio. Las mesas de diálogo como la de Estocolmo son necesarias, pero insuficientes si no vienen acompañadas de compromisos políticos reales.
Los próximos días serán clave. Si Trump decide extender la tregua, se abrirá una nueva ventana de tiempo para negociar reformas estructurales. Si no lo hace, el mundo podría volver a un escenario de tensión comercial con efectos difíciles de prevenir.