Dan Trachtenberg vuelve a esta franquicia con una propuesta inesperadamente familiar, llena de conflictos internos de parte del que se tenía por el mejor cazador de varias galaxias, que luego de muchos años Prey (2022), le devuelve al personaje su fisicidad primitiva, salvaje y autenticidad, que aquí parece cortada por completo al convertirla en una odisea emocional y casi telenovelesca que le entrega humanidad a un personaje, cuyo mayor carisma irónicamente es estar lejos de ello.
Depredador: Tierras Salvajes no es tanto una película de acción como podría creerse, gracias a los lineamientos del personaje desde la franquicia, que sin necesidad se convirtió en un relato de formación, con guiños de una historia de origen que le imprime a este personaje despiadado una sensibilidad que altera su trayectoria, pero que convalida su compromiso desde el honor de su clan y la búsqueda de pertenencia en un mundo que devora a los débiles.

El joven Dek, interpretado con una vulnerabilidad feroz por el actor neozelandés Dimitrius Schuster-Koloamatangi, es un Yautja marginado, exiliado por su clan por no encarnar la brutalidad esperada que lucha por salir de su ser sin éxito. Su viaje al planeta Genna, un territorio de historial hostil, de belleza letal y de atmósfera mortal, se convierte en una prueba de iniciación. Quien gusta de esta franquicia está enterado de los ritos de paso de estos seres cazadores de guerreros y sus códigos, que en esta ocasión debe cazar al monstruo Kalisk para recuperar su lugar, justo cuando se comienza a deformar la mitología del Depredador.
En esta expedición Dek encuentra otra forma de vida en el planeta, por supuesto una sintética llamada Thia, una sintética averiada (Elle Fanning), que le ofrece compañía y una mirada distinta sobre el mundo y sobre sí mismo, que le ofrece al personaje un desarrollo emocional del joven Yautja.

Para mi gusto La película se aleja del slasher alienígena que definió la saga original. Aquí, el Depredador no es un asesino implacable, sino un joven quebrado que aprende a mirar. Trachtenberg construye una estética que por momentos recuerda a los westerns crepusculares y a la ciencia ficción de los años 70, donde el joven se convertía en “hombre” con ecos de Blade Runner (1982) donde un ser artificial es capaz de tener emociones y captar sentimientos, donde los personajes muestran un paisaje emocional, un espacio donde la violencia se mezcla con la contemplación, y donde cada criatura parece tener su propia tristeza: ¿Era esto necesario para la franquicia y para este mítico personaje?
La relación entre Dek y Thia es el corazón de la película que se desvía por completo de su relación con su mitología. Datos puntuales como La Corporación Weyland-Yutani, las armas características y batallas, se convierten en Fanservice para mostrar una ternura que desarma, que nada tiene que ver con Depredador (1987), o Depredador 2 (1990), donde los espejos rotos no eran metáforas emocionales, sino ingredientes en el botiquín de la batalla.

Thia, con su cuerpo roto y su memoria fragmentada, es una figura casi maternal y hermana. Juntos enfrentan a Kalisk, sino a sus propios fantasmas, haciendo de esta entrega una película familiar que daña por completo las formas de un personaje brutal que marcó un hito en las batallas interplanetarias en el cine, como sí lo hizo con honores la espectacular, visceral y fiel a sus orígenes Depredador: cazador de asesinos (2025).
En esta película la cacería se convierte en rito emocional y afectivo, en metáfora de lo que significa ser visto, ser aceptado, pero en vez de eso Depredador: Tierras Salvajes traiciona a ese monstruo y daña su esencia por vender más asientos, convirtiéndola en una película de domingo, y truncando de manera grosera sus dos anteriores entregas, que le estaban dando nueva vitalidad a una franquicia sin sacrificar su esencia por captar más público, visibilizando aún más el gran trabajo de Dan Trachtenberg y Micho Rutare con la anterior película de animación. Juzguen ustedes.








