La música tiene tantas sensaciones como las lecturas y Springsteen: Deliver Me From Nowhere, dirigida por Scott Cooper, no es ajena a esta realidad. No se trata de un biopic en sentido convencional, no se adhiere a las formas repetitivas de cómo el artista se dirige a su obra o se muestra como una luz de inspiración en un momento de eterna lucidez. Es un viaje al corazón de un hombre que, en el momento más alto de su fama, eligió el silencio, la crudeza y la introspección.
La película no es una muestra de emoción llena de fama y derroche, que disecciona una narrativa: es un susurro que viene de su interior, del pasado que no lo deja en paz, cargado de ecos familiares y heridas que quedan para siempre y se reflejan en la composición de su música y de sus emociones.

La película se centra en el proceso creativo de Nebraska (1982), ese álbum grabado en un cassette de cuatro pistas en la habitación de Bruce Springsteen en Nueva Jersey. Un disco que, como retrata la cinta, no fue una decisión comercial sino una necesidad casi espiritual. Springsteen: Deliver Me From Nowhere se convierte en una meditación sobre el peso de la memoria, la culpa heredada y la búsqueda de redención en medio del ruido del éxito.
Jeremy Allen White encarna a Springsteen con una contención pausada, hasta que se invade a sí mismo con sombras, que me parece no intenta imitar al ícono, sino encarnar al hombre que se esconde tras la voz: una mirada perdida, su andar cansado, sus silencios prolongados y que solo habla con la música, lo único que lo hace sonreír, presenta a un artista que se enfrenta a sus propios fantasmas: el padre ausente y una masculinidad herida.

Hay algo de Una vida oculta (2019) o de Destinos (2015) del director estadounidense Terrence Malick, en la forma como Cooper filma los paisajes, los vacíos entre las carreteras desoladas, moteles solitarios y cielos resquebrajados que parecen suspendidos en una melancolía que no busca respuestas, solo algo que la acompañe.
La estructura narrativa, en mi opinión, es fragmentaria, aunque conceptualmente acertada, pero para un público de poca atención y constantes distracciones, la película pierde sentido desde el concepto de la introspección, hasta que, en el segundo acto, es guiada por cada letra del álbum, un deleite para los seguidores de Springstee.

Esto es precisamente lo que lleva a la película a un ritmo quebrado, sin grandes revelaciones ni giros dramáticos. Lo que hay es una acumulación de gestos mínimos, de confesiones apenas susurradas, que construyen un retrato íntimo, desafortunadamente siempre doloroso.
Deliver Me From Nowhere no es solo sobre Springsteen. Es sobre quienes alguna vez sintieron que el éxito no basta, que la fama no cura, que el arte sólo tiene sentido si nace de la herida. Es una película que se escucha más que se ve, que se siente más que se entiende. Y en ese sentido, es profundamente poética hacia el arte y hacia los procesos de crearla.

Personalmente, soy creyente de que el cine puede ser un acto de empatía, y aplaudo lo valiente de la propuesta, porque en tiempos de biopics ruidosos y endulzados con fama, Cooper elige el susurro. Y en ese susurro, escuchamos algo que nos pertenece: el deseo de ser salvados de la nada. Juzguen ustedes.
