Por: Shaira Martínez Salgado
A veces, el amor puro llega sin avisar, como si el destino jugara a regalarnos eso que necesitábamos. Para Shaira, aquel amor inesperado venía envuelto en una bola de pelos blanca de cuatro paticas, que cabía perfectamente en el hueco de sus brazos.
Ella tenía apenas 16 años cuando la encontró, o tal vez fue Alaska que la encontró a ella durante unas vacaciones en casa de su prima, que por 14 años había vivido junto a Shaira, que recientemente se había mudado al barrio Parques de Bogotá en Bosa, decisión que las separó y que tenía a Shaira conmovida, pues ella era como su hermana y ahora estaba lejos.
Una tarde cualquiera, que estaba por convertirse en una que marcaría su vida para siempre, mientras las niñas iban a la tienda, vieron a un hombre con unos cachorros en una caja: eran realmente pequeños y estaban en la calle. Shaira, con su amor por los animales, al escuchar los tiernos ruidos que emitían, no pudo evitar acercarse y acariciarlos. Fue entonces cuando el señor le dijo: ¿Quieres llevarte uno?
La inocente risa fue automática. Aunque Shaira era pequeña, pensó: ¿Quién regala un perro así, en la calle? El hombre que no bromeaba, le repitió la pregunta con absoluta seriedad. Ella, aunque poco convencida, sin pensarlo llamó a su papá. La respuesta fue un claro no. No le importó, incluso Insistió, pero vino otro no. A veces el amor es impulsivo, y en su corazón algo le decía que no podía irse sin esa cachorrita que desde el comienzo la miró con ojos de amor e inocencia.
Así fue como llegó Alaska a su vida. En casa de su tía, la cachorra ya tenía una cobija morada con rosado y un nombre en proceso. La noticia llegó rápidamente a su papá, que molesto la llamó y le ordenó: “¡Devuélvala ya!”. Pero era tarde. Shaira ya le había comprado comida con el dinero que ganaba vendiendo dulces en el colegio. Esa perrita no iría a ninguna parte. Hubo regaños, claro, pero bastó una noche para que todo cambiara.
Cuando su padre llegó esa noche a casa, se encontró con una bolita blanca que emocionada corría a recibirlo. Su colita se movía de lado a lado, a pesar de lo corta. Fue amor a primera vista. Y el nombre quedó sellado: Alaska.
Desde entonces se convirtió en la reina indiscutible del hogar. Dormía como quería, comía con cuidado y creció rodeada de cariño. A menudo se estiraba en el sofá ocupándolo como si fuera humana. En las noches de películas en familia, Alaska aseguraba su lugar en medio de todos y, si alguien intentaba moverse, emitía un suave gruñido, como diciendo: Este es mi sitio. Incluso miraba a David, el papá de Shaira, como reclamándole para que dijera algo al respecto.
Las salidas al parque eran su momento favorito del día. Corría tanto, como si nunca hubiera sentido el pasto en sus huellas que pronto se volvieron más grandes. Siempre miraba atrás para asegurarse de que su familia la seguía. Les ladraba a las palomas, y se revolcaba en el pasto a propósito porque le encantaba que la bañaran. Su alegría era contagiosa, como si llevara dentro lo que le faltaba a esa familia.

Tenía sus rutinas: lloraba cuando David salía. Y cada vez que Shaira regresaba del colegio, el sonido de la puerta bastaba para el desorden: brincos, ladridos y, a veces, se hacía pipí, un accidente de la emoción, su forma de decir te extrañé.
Pero la felicidad, a veces trae obstáculos inesperados. Un día, la dueña de la casa donde vivían impuso una condición difícil: si querían quedarse, Alaska debía irse. La familia quedó en silencio. ¿Cómo se le puede pedir a alguien que renuncie a un miembro de su familia? ¿Cómo se deja atrás un amor así?
La opción fue dejarla temporalmente con un conocido en San Reymundo, que prometió cuidarla hasta que encontraran un nuevo lugar: era eso, o perderla para siempre. La despedida fue triste: todos lloraron. Incluso David, que era fuerte, se quebró en llanto. Alaska, como si intuyera la separación, los miraba con ojos húmedos y carita triste.
Ocho días después la trajeron a su primera casa: corrió desesperadamente, se orinó de emoción como de costumbre, y se metía entre ellos como diciéndoles que nunca debieron dejarla. Un fuerte abrazo de los cinco miembros de la casa rectificó ese amor tan real.
Pasaron varios días, y por fin llegó la siguiente visita. Bajo el sol su pelaje blanco brillaba más que nunca. Era Alaska, parecía un ángel, alegre y afectuosa, pero al despedirse algo cambió. No saltó, no ladró, por el contrario, bajó su cabeza y movió la cola con tristeza. Parecía entender que la dejaban otra vez. Y esta vez podía ser definitivo.
Ese día Shaira escuchó algo que le rondaba día y noche en su cabeza. Sin querer, escuchó a la esposa del cuidador decir que le habían ofrecido dinero por Alaska, y en su tono de voz era evidente el interés que le despertara la propuesta. Ella constantemente se quejaba de que la perrita era inquieta y lloraba mucho.
Pasaron varios días y Shaira pedía ir a verla, pero su padre, inexplicablemente le decía que después. Hasta que una tarde, un mensaje en el celular de su padre rompió el corazón de aquella niña: el cuidador con caras tristes le decía que “aún no la encontraba”. Shaira corrió donde su padre y pidió una explicación: la respuesta fue un mar de lágrimas.
La esposa del cuidador juró que se había perdido, aunque nadie pudo explicar cómo una perrita tan apegada, tan reconocible, tan querida, podía simplemente desaparecer sin dejar rastro. Desde el primer instante Shaira supo lo que no quería aceptar: que la habían vendido, al menos eso esperaba.
Las lágrimas fueron inevitables por varios meses. A diario le escribía a la familia preguntando con la esperanza de que Alaska volviera, pero no fue así. A partir de ese día no hubo noches de películas, faltaba un integrante de la familia sentada en medio del sofá. No hubo más ladridos de bienvenida al llegar del colegio, menos alguien que llorara por la partida de David.
Alaska no era solo una mascota, era la infancia de Shaira y Jack, el consuelo de Fanny y David, la risa inesperada de la familia. Hoy, nadie sabe dónde pueda estar. Tal vez viva con otra familia, quizá no. Pero en la memoria de quienes la amaron, permanecerá intacta. Con su pelaje blanco, sus ojos entre café con verde, y esa manera de amar sin condiciones.
Algunas despedidas no se dan, algunas pérdidas no se pueden explicar. Pero el corazón guarda el día en que la vieron bajo el sol como un ángel. Shaira conserva la esperanza frágil pero persistente de que Alaska esté bien, en algún rincón del mundo, corriendo tras alguna paloma y mirando hacia atrás para asegurarse de que alguien la sigue y está con ella.