Hace casi un cuarto de siglo, en las salas del Museo del Prado, un jovencísimo Javier Sierra tuvo un extraño encuentro con Luis Fovel, un completo desconocido que parecía conocer la vida oculta de algunas de las obras maestras de la pintura.
Impresionado por su erudición y el aura de misterio que irradiaba, Javier noveló su tropiezo en El maestro del Prado, haciendo una llamada a sus lectores para encontrar a aquel doctor Fovel, del que nunca más volvió a saber. Ahora, por fin, El plan maestro desvela la verdadera naturaleza de ese visitante, convirtiendo El maestro del Prado en parte de su nueva trama y resolviendo una búsqueda vital cargada de asombrosos descubrimientos.
El plan maestro presenta un enfrentamiento entre dos grupos de estos forasteros. Frente a los maestros, están los observadores o vigilantes, que los combaten. Su lucha se remonta a los orígenes mismos de la humanidad, al amanecer del hombre. Las cuevas prehistóricas, en Lascaux o Cantabria, muestran siluetas de seres extraños cuya presencia se rastrea también en las civilizaciones humanas más antiguas, como Súmer.

Son los maestros ancestrales o maestros instructores, una especie de deidades que surgen de la nada en momentos difíciles y entregan a la humanidad información valiosa.
Más allá de la reflexión sobre el arte, y de la adictiva peripecia que presenta, El plan maestro deja en el aire algunas conclusiones interesantes. Como que el ser humano es, ante todo, una criatura emocional, sujeta a lo que percibe por los sentidos, y que los mundos suprasensoriales son tan reales como los de nuestra vida cotidiana.
Además, como la buena novela que es, presenta una cuestión arriesgada e inquietante, la de imaginar un futuro en el que los hombres hayan desterrado el arte de sus vidas. Una cosa es cierta: el lector no volverá a ver la pintura, ni visitará el Prado, los Uffizi o el Louvre, del mismo modo después de leer esta obra.
