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El precio del vínculo familiar

Por Jeniffer Díaz Córdoba

Era una noche estrellada. La luna brillaba más que un sol al mediodía no el sol picante y fastidioso, sino aquel que impulsa a correr y refugiarse bajo la sombra cálida de un gran árbol, así resplandecía. Esa noche, del viernes 5 de septiembre del 2025, un viernes social, familiar, de parche y amigos, pero en cuestión de minutos, esa luz se apagaría por completo; se experimentaría en un cuerpo que, aunque respirara, se sintiera muerto por dentro, vacío y como si lo hubieran enterrado en una tumba.

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Eran las 7:00 p.m. y todo transcurría con normalidad para una “familia” de tres integrantes, superficialmente amorosos, atentos, serviciales, cada miembro miraba a través de los ojos de la otra persona, donde se sentía que, si se separaban en algún momento, no podrían subsistir el uno sin el otro.

Sin embargo, aquella ilusión duró apenas diez minutos. En ese hogar, donde reinaba una armonía de fachada, había crecido un niño, ahora un joven que solo sentía una mezcla de rabia, decepción y culpa por vivir una existencia que le resultaba ajena y vacía. Lo impensable estaba a punto de estallar.

Durante veinte años fingió afectos que no sentía; esa apariencia no nació de la nada, en casa los patrones afectivos se heredaban como de costumbre. Se convirtió en el “hijo perfecto”; creció creyendo que obedecer y callar era sinónimo de amor; con el tiempo descubrió que ese silencio lo asfixiaba.   

Su padre, un hombre educado en la necesidad de proveer, había renunciado temprano a deseos que alguna vez lo hicieron vibrar, ser militar, servir a su País, enorgullecer a su madre y trasladó ese sacrificio a la manera de educar. Para él, el amor se medía en obligaciones cumplidas: pagar cuentas, madrugar, mantener la casa en orden.

Por otro lado, la madre desde muy joven había soñado con ser profesora, enseñar, hablar en voz alta sobre ideas y libros. Pero, la vida la fue moldeando en silencios y arreglos cotidianos. Coser, cocinar y atender la casa era su día a día. Aunque en las noches, en un rincón de su habitación, a oscuras y con una vela encendida para que nadie se diera cuenta, desempolvaba aquellos libros que algún día añoró usar en un aula de clases.

El hijo observó desde la venta de su cuarto todas estas acciones durante muchos años: la disciplina del padre, las renuncias de la madre, los silencios que se convertían muros. Cada omisión, una queja no atendida, una promesa aplazada, una noche en que la madre se fue a dormir sin preguntar, se fue quedando dentro de él como un peso invisible que cada día se hacía más difícil de cargar.

Su rutina era la misma: trabajo, cansancio, silencio. Aunque, algo en la mirada de su padre esa noche encendió la chispa. No era la primera vez que discutían, pero esta vez no se contuvo. El joven sintió que todo lo reprimido durante años, la decepción, la necesidad de ser visto, la impotencia, se mezclaba en una sola desesperación. Se acercó, elevando la voz primero, intentando que lo escucharan de verdad. Cuando sus palabras rebotaron contra el muro del orgullo de su padre, la discusión se transformó en gritos y la queja en furia.

Eran las 7:10 p.m. cuando el reloj de la pared se detuvo; el ambiente se volvió helado. El joven arrojó su maletín, aún con la gaseosa del almuerzo y el sonido metálico de la cuchara al caer, pareció marcar el inicio de algo irreversible. Su padre, sorprendido, apenas alcanzó a reaccionar. No lo movía la violencia, sino el intento desesperado de hacerse escuchar después de años de silencio. Con la voz quebrada, soltó palabras que llevaba guardadas desde la infancia: “Toda mi vida esperé que me vieras, no como el hijo que debía cumplir, sino como alguien que también necesitaba ser querido.”

Su madre, con los labios temblorosos, quiso intervenir, pero la culpa la paralizó; sabía que había ignorado las señales, prefirió mantener la fachada antes que enfrentar la realidad. En ese instante, los tres entendieron que no era una pelea más, sino el reflejo de todo lo que habían callado durante años.

Siendo las 7:15 p.m., las manecillas del reloj retomaron el tic-tac y en la puerta de la casa, estaban dos policías parados gritando: “las manos arriba”, nadie se había dado cuenta de su presencia ya que, en el mundo temeroso de una madre, de cólera para un padre y de desilusión para un hijo, todo se había paralizado y el tiempo transcurrido fue una eternidad para aquella familia.

El joven, tras liberar su furia, salió de la casa con una mirada extrañamente tranquila, como si al fin se hubiera quitado un peso de veinte años. Sus padres lo observaron desde la ventana, inmóviles, dominados por la decepción, el miedo y la nostalgia. Vieron a su único hijo alejarse sin mirar atrás, sin decir adiós.

El silencio se apoderó del lugar. Solo el ritmo del reloj recordaba que el tiempo seguía su curso; nadie supo qué ocurrió después. Algunos dicen que, esa misma noche la luna volvió a brillar con la misma intensidad… pero sobre una casa donde ya nadie dormía.

| Nota del editor *

Si usted tiene algo para decir sobre esta publicación, escriba un correo a: jorge.perez@uniminuto.edu

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