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Un pueblo que se salvó del agua

Por: Gustavo Montes Arias, 4to. Semestre 

A las nueve de la mañana la neblina apenas se dispersa por las calles de Pácora. El sol se asoma tímidamente entre los cerros que enmarcan el pueblo, mientras una llovizna diminuta trata de romper el esfuerzo de su luz por enquistarse en el pavimento frío, en las maderas de los balcones y en las paredes de tapia. Pero, además del murmullo del agua que se desprende de las nubes con lentitud, se escuchan rumores ocultos que chocan contra las piedras, aguas que no se ven, pero que existen en lugares como la carrera de Malpaso. 

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Las casas de esta calle son como la mayoría del pueblo: altas, con paredes de tapia y bahareque, balcones pronunciados, balcones corridos y pequeñas ventanas donde las tallas y calados en madera evidencian la maestría de los ebanistas del pueblo. De varios balcones también cuelgan plantas florecidas, novios, geranios y orquídeas, por donde se pavonean pequeños pajarillos y mariposas. Las tejas de barro aguardan el regreso de la lluvia para seguir contando historias a través de la escorrentía de las aguas. 

Las zonas urbana y suburbana del pueblo, ubicado al norte del departamento de Caldas, están construidas con rigor y cuidado: cuadras de ochenta metros por todos sus lados, con casas de media manzana y esquineras, muy al estilo español de la conquista del siglo XVI y de la colonización antioqueña de 1800, en toda la región. 

Fotografía de Gustavo Montes Arias

Pácora fue construido sobre un pequeño valle inclinado, al pie de una serie de montañas con amplia riqueza hídrica. Entre los años 1540 y 1550 pasó por sus linderos el conquistador español Jorge Robledo, fundador de importantes poblaciones como Santafé de Antioquia, Santa Ana de los Caballeros o Anserma (Caldas) y Cartago (Valle). Halló en este lugar dos tribus indígenas con las que tuvo una serie de disputas que terminaron por desaparecer por completo la población autóctona de la región.

En la Loma de Pozo, donde limitan los municipios de Pácora y La Merced, se encontró con los indios Pozos, valerosos guerreros descendientes de los Caribes, ante los que Robledo se admiró desde la distancia por verlos ataviados de oro, de pies a cabeza. En el valle húmedo sobre el que está construido Pácora, Robledo conoció a los indios Paucuras, descendientes de los Quimbayas. También aguerridos, aunque más amables que los Pozos, según los relatos históricos. Las búsquedas del conquistador fueron infructuosas: no logró apoderarse de los terrenos ni explorar minerales porque los indígenas hicieron oposición, aunque les costó sangre, sudor y lágrimas. 

El pueblo primero fue llamado Arma Nuevo, cuando inició el segundo traslado de la población de Arma, en el municipio de Aguadas, en busca de mejores condiciones para la vida y la producción agrícola. Luego de una pausa histórica de casi tres siglos, entre 1815 y 1832 las migraciones de la población de la entonces Villa Serrana de Santiago de Arma y de antioqueños colonizadores en busca de fortuna, se asentaron en un terreno atractivo por su riqueza hídrica representada en múltiples pequeñas quebradas. 

El doce de octubre de 1832 se fundó oficialmente la población de Arma Nuevo. Más tarde pasaría a llamarse San José de Pácora, a medida que evolucionaba la planeación de la pequeña población enquistada como un lunar de casas de madera, barro y techos pajizos, entre el verde agreste de la montaña. Finalmente, fue llamada Pácora, homenaje de los pobladores originales. 

Justo al mediodía, cuando la luz cenital baña todo lo que existe en este pueblo, el rumor de aguas de la mañana parece haberse olvidado. Los carros pasan raudos por las calles asfaltadas, un bus escalera hace sonar con ímpetu su bocina para anunciar que pronto hará su ruta hacia algún corregimiento o vereda. Una mujer mira desde el balcón al señor que vende aguacates en la calle, un perro ladra, las personas conversan y Juana y María, las campanas orgullo del pueblo por haber sido fundidas en Nueva York, cien años atrás, doblan con tristeza, como tocando a muerto. De nuevo en la carrera de Malpaso, se presiente un vacío inusual bajo los pies y un murmullo que con el paso del día se aleja más y más. Un secreto que corre silencioso por el subsuelo de la población. 

Viaje a las entrañas de un pueblo 

“Desde niño yo recorría la quebrada. Pescaba con la mano, caminaba en medio de su cauce y saludaba fácilmente por los interiores de las casas a todos los vecinos”, recuerda enternecido Rafael Betancur Gómez, un hombre de sonrisa amable y estatura de palmera. En su boca florecen las historias más extrañas y asombrosas acerca de la construcción de un pueblo sobre las aguas, pero no a modo de palafitos y mucho menos en canales navegables como en Venecia (Italia). La arquitectura subterránea de este pueblo, dice Rafael, citando al arquitecto Juan Manuel Sarmiento Nova, “es única en el urbanismo colombiano”. 

Fotografía de Gustavo Montes Arias

Recibe con amabilidad a los visitantes en su Sala de Exposiciones Los Sonidos de la Matraca y la Quebrada, la puerta para viajar a las entrañas del pueblo. El rumor tímido y extraño que se escuchaba en la esquina de Malpaso durante la mañana se hace grueso e impetuoso al ingresar al pequeño museo, ubicado justo en la esquina de la carrera cuarta con calle cuarta. De las paredes penden fotos innumerables de personajes ilustres como los barbados Ángel y el Beato Esteban Maya Gutiérrez, primer caldense reconocido en los altares. En mesas y estantes se mantienen silenciosas innumerables matracas de distintos lugares del mundo. Este es, para orgullo de Rafael, el único museo de matracas en Colombia y en América, instrumento de percusión que es el símbolo por excelencia de la población. 

Una discreta puerta de hierro forjado se abre para ver y sentir el paso del agua de la Quebrada Manantiales, una de las cinco que bañan el casco urbano de Pácora. El rumor tímido de la calle, que toma fuerza al ingresar a la sala de exposiciones, se hace mayor y parece envolverlo todo. Es la fortaleza interna de un pueblo en el que las calles y las casas fueron construidas hace cerca de doscientos años sobre túneles subterráneos, sin hierro ni cemento.  

Los colonizadores antioqueños fundaban sus pueblos en los filos de las montañas, pero en Pácora sucedió algo distinto: “Fue fundado en la parte baja de una montaña rica en agua”, comenta Rafael. Cuando los primeros pobladores iniciaron con el trazado del centro histórico del municipio –todavía no declarado de forma oficial¬–, se encontraron con el problema que las quebradas que nacían pocos kilómetros más arriba, en el marco montañoso de la fundación, dificultarían la movilidad entre distintos lugares. 

Su construcción inició con la plaza principal, donde se levantaron los rústicos edificios institucionales: la iglesia, la administración de entonces, la cárcel y las casas de los primeros fundadores. A partir de allí se desprendieron las demás manzanas del pueblo, comunicadas por las calles y las carreras. 

Mientras se daba el trazado vial de la población y se pensaba en cómo pasar las quebradas para darle continuidad a la construcción de las casas, se enfrentaron al reto previsto: “Los maestros constructores tuvieron que inventarse unos túneles fabricados en piedra, ladrillo cocido y pegados con una argamasa conocida como calicanto, hecha de una mezcla de cal, arena rojiza y sangre de bovino”, comenta Rafael. Este fue el punto de partida para la construcción de la estructura subterránea que sostiene a “la noble ciudad maternal”. 

El casco urbano de Pácora está bañado por las quebradas Manantiales, Peñitas, Cantarrana, La Chucha y Las Olletas. Todas bajan besando las rocas y chocando contra las bases y columnas de muchas construcciones. Surten el acueducto municipal y como el agua, para fortuna de los habitantes, es abundante en sus cauces, el sobrante cruza el centro histórico del pueblo a través de la canalización de los túneles, construidos a modo de arco de medio punto. Finalmente desembocan en las aguas del Río Pácora, el cauce más grande de los aproximadamente veintiuno que Rafael cuenta en su inventario personal de fuentes hídricas del municipio. 

Al cruzar la puerta de hierro forjado que llama la atención de los visitantes al fondo de la sala, pareciera que se entrara a otro pueblo que habita en las entrañas de la modernidad actual. Ante la vista se abre un arco de ladrillos macizos de aproximadamente tres metros de altura, cuyas costuras de remate se confunden con las tapias de barro, que son la pared de una de las casas vecinas. En su base, piedras pulidas y brillantes por el baño hídrico, musgos silenciosos y pequeños helechos de hojas pulidas como lágrimas, mueven sus ramas como dando la bienvenida. 

Avanzar por entre el túnel de la Quebrada Manantiales, uno de los muchos que conforman el complejo arquitectónico subterráneo del pueblo, es estar, de forma literal, debajo de la tierra. Los túneles fueron construidos en lugares estratégicos, como al cruzar las calles o al pasar las carreras. Rafael comenta que los maestros constructores ponían una armazón de madera sobre la que iban acomodando de forma ordenada los ladrillos que, además, fueron fabricados en el mismo paraje en el que se hicieron los bloques para la construcción de la iglesia del pueblo. 

En la base de los túneles, al pie de la quebrada, los constructores apilaban pequeños zócalos de piedras de distintos tamaños acomodadas de forma milimétrica para que sus muescas se fijaran con precisión a las demás. Sobre este zócalo de base se ponían los ladrillos acostados y se iban pegando con el calicanto. Cuando la estructura estaba seca y era firme, los armazones de madera eran corridos unos metros más adelante para dar continuidad a un nuevo tramo del túnel. 

De los túneles que canalizan las aguas a la calle hay un espacio de por lo menos un metro de tierra. En tiempos de la fundación, las calles fueron empedradas y así, sobre los túneles escondidos, personas, caballos y otros animales cruzaban las vías del pueblo y las casas se construían en las orillas de las quebradas, con sus bases de tierra pisada y piedra, casi entre las aguas, pero siempre guardando la perfección geométrica de las cuadras. 

Con la llegada de la modernidad el empedrado de las calles fue reemplazado por el asfalto y los túneles quedaron aún más sepultados. Rafael calcula, con base en su experiencia, el nivel de desconocimiento de la arquitectura en las entrañas del pueblo: “Yo diría que un noventa por ciento de la población no la conoce”. 

Al llegar al otro extremo del túnel de la Quebrada Manantiales, el visitante puede sentirse como entrando en una novela de Julio Verne. Se cruza el arco final, que tiene alrededor de dos metros y medio de altura, y se divisan los retablos de las casas vecinas, los corredores internos, el jardín florecido en sus macetas, los árboles frutales en los patios y las tejas de barro, igual que en las calles: silenciosas y atentas al regreso de la lluvia. 

Los túneles son oscuros y las rocas, por acción del invierno, se hacen resbaladizas. Pequeños grumos de calicanto que se toman entre las manos, se deshacen casi que de un soplo. No tienen la resistencia del concreto moderno e inducen a una pregunta enigmática: si la argamasa se vuelve arena con facilidad entre las manos, ¿cómo ha resistido durante casi doscientos años la unión de los ladrillos, el peso de las casas y del tráfico exagerado de las calles? Tal vez la respuesta a esta pregunta solo la tengan los artistas a los que se les ocurrió la idea de construir un pueblo así, para salvarlo del agua.

De nuevo a la salida del túnel, con las botas machita mojadas y el sol de la media tarde abrazando los pliegues de las cortinas de una casa vecina, los helechos nuevamente mueven sus ramas. El agua pasa bajita, silbando por el filo de las rocas y la humedad de la tierra, besando las hojas que de nuevo se inclinan para dar sus adioses a los visitantes. 

Al borde del miedo

Cuando el sol cruza el trecho del parque principal, en Pácora todo parece volver a la calma. Las paredes coloridas empiezan a tapizarse con la sombra del atardecer. Desde la esquina de Malpaso, cruzando el parque y luego al pasar por la Calle Real, se empieza a sentir el choque entre el frío de la noche y el vapor tipio que durante el día calentó las losas del pavimento.  

En la calle de La Galería se escuchan las bocinas de los jeeps, Carlos Gardel suena en el parlante de una cantina cercana y las señoras de la calle comercial hablan y ríen en las puertas de sus negocios. En esta cuadra, que parece externamente tan ruidosa, pero que es silenciosa al interior de sus construcciones, está ubicada la Biblioteca Pública Cervantes. Ligia Marín, su bibliotecaria, está sumida en un cuidadoso silencio, mientras lee y teclea datos de libros devueltos por los usuarios luego de sus lecturas y que deben ser registrados para regresar a los anaqueles.  

Fotografía de Gustavo Montes Arias

“Recuerdo que salíamos a unas lagunitas que hay por El Poli –denominación popular del complejo polideportivo municipal–, y allá jugábamos y cogíamos renacuajos”, dice Ligia evocando su infancia en este pueblo de aguas, a veces turbias, a veces mansas. Compara el choque del agua contra las piedras en las noches de lluvia, con pequeñas explosiones de dinamita. Para ella, que lleva gran parte de su vida viviendo cerca a las quebradas que cruzan y bordean el pueblo, igual que para Rafael, vivir sobre el agua es una “fortuna” que le da al pueblo tanto de bueno como de malo. Una riqueza que, incluso, ha cobrado la vida de algunas personas. 

Miércoles nueve de marzo de 2011. La tarde se encapotó de nubes cuajadas. El cielo se puso oscuro y parecía que las nubes rumbaran sobre el pueblo y sobre la pequeña estrella fluvial donde nacen las quebradas, no muy lejos del casco urbano. El viento cada vez más frío esparcía un rumor premonitorio, extraño e indeseado. Hacia las cinco de la tarde el cielo se hizo agua y una lluvia abundante y generosa se desató. 

Tras la lluvia inclemente las calles se llenaron de pantano, rocas, palos y ramas de árboles. La tensión de la gente empezó a crecer, mientras miraban silenciosos detrás de las ventanas. Cuando la sirena de la máquina de bomberos lanzó su quejido lastimero a toda la población, la gente de inmediato supo que algo ya no andaba bien. En el sector de La Bomba, salida de Pácora hacia el municipio de Salamina, se cuajó una tragedia tan triste y oscura como esa tarde de lluvia. 

En lo alto de la montaña, por el agua abundante que hacía parecer que se desplomaba el cielo, cayeron a una de las quebradas derrumbes de tierra, troncos de árboles y una res que se atascó a la entrada de uno de los túneles subterráneos, de menor altura que el que canaliza a la Quebrada Manantiales, al otro lado del pueblo. 

El agua represada formó una avalancha antes no vista en Pácora. Un amasijo enorme de barro, agua, árboles y hasta colchones, llantas y otros desechos que eran tirados sin responsabilidad a la quebrada, se vino sobre el pueblo y le dio uno de los golpes más duros de su historia. Con su fuerza descomunal tumbó el local de un taller de carros, siguió por un trecho corto, arrastrando motores y piezas pesadas que estaban allí. Golpeó la pileta de La Bomba, en la que una gran matraca de acero, símbolo del pueblo, se iluminaba en las noches con chorros de agua de colores a modo de monumento. Su fuerza siguió por una calle larga y una cuadra más adelante, con la potencia de Sansón, golpeó de frente la casa de la familia González, una construcción de dos pisos en bahareque, de la que solo quedó el recuerdo. 

– Yo estaba trabajando cuando me llamó mi esposo: “¡Ay, mija! Como le parece que hubo una avalancha y se llevó la casa de la esquina. Hay varios desaparecidos.” Recuerda Ligia, tratando de imitar el tono alarmado con el que se enteró de la tragedia por boca de su esposo. 

Las calles estaban vacías. La gente se resguardaba en sus casas, porque la lluvia se prolongó durante casi toda la noche y no dejó de amenazar en los días siguientes a la tragedia. Ligia no quiso ir a dormir a su casa, a solo una cuadra del lugar afectado por la avalancha. Decidió quedarse donde su mamá, cerca al parque principal, porque el miedo le robaba todas las fuerzas. Allí durmió durante tres días.

Al día siguiente de la avalancha fue a su casa para recoger algo de ropa. Aún era de mañana y las personas corrían de un lado a otro tratando de salvar pertenencias y de sacar el barro y el agua que inundaba todo: “Los portones estaban atrancados por la cantidad de pantano en las calles, había personas en los bajos de las casas que no podían salir. La gente corría buscando a los desaparecidos y decían que se escuchaban gritar debajo del lodo, en algún lugar, antes de morir”.

Por lo menos diez días tardó el pueblo en regresar a la tranquilidad, en reubicar a los damnificados y en lavar el pantano de las calles, como si se quisiera también, inútilmente, enjuagar los hechos de la memoria y pensar que solo era una pesadilla. El mal sueño de otra lluvia en este pueblo encantador y, en invierno, atemorizante. Al lugar, totalmente incomunicado por el mal estado de las vías a causa del invierno, las ayudas humanitarias llegaron en helicóptero. 

Cinco personas perdieron la vida en la avalancha. Tres de ellas quedaron desaparecidas. Los cuerpos sin vida de Gustavo González y otra persona fueron encontrados entre el lodo dos días después de la tragedia. De Amanda González solo se halló una parte de su cráneo una semana más tarde, lejos del pueblo, cerca de la vereda Carboneral: “La reconocieron por el cabello y porque en la oreja tenía varias cositas, aritos y topitos”, comenta la bibliotecaria. Agrega que corrió el rumor de una pareja de motociclistas que en medio de la lluvia se encontró de frente con la avalancha, pero jamás se confirmó la veracidad de la información ni el reporte de algún desaparecido propio o forastero, además de los otros cinco. 

Ligia piensa en las ventajas y desventajas de vivir en este pueblo tan particular. Para ella es difícil decir si es buena o mala esta característica del lugar en el que habita: una pequeña ciudad de agua, con sus túneles, rocas y animales sobre la que habita otra ciudad de casas antiguas y algunas construcciones modernas que se alzan en busca de las azoteas del cielo. Piensa que ahora las cosas son distintas: “La gente ya es más precavida, cuida las quebradas y evita tirar basuras como pasaba antes”. Esa precaución es un aporte para mantener la tregua con las quebradas y los pequeños riachuelos. 

Se cuestiona sobre qué hacer si llegara a suceder algo igual y vuelve de nuevo sobre sus recuerdos. Piensa en la noche de su niñez en la que cayó un aguacero de esos comunes, que hacen temblar el firmamento como una cáscara de huevo que se rompe entre las manos. En su memoria, parece divisar una vaca que bajó esa noche por la quebrada “con las patas pa’ arriba” (sic), y que entre el ir y volver de la energía eléctrica, se zambullía y volvía a aparecer, como la vaca varada en La mala hora de García Márquez. 

Da un brinco desde ese recuerdo poco agradable y muy temeroso, hasta la relación actual de las personas con el agua en Pácora. Comenta que aquí, sin ser pueblo de ríos grandes y caudalosos, aún se ven “pescadores que pasan con sus varitas por el borde de la quebrada”. Trata de evadir la preocupación que le causa tener tan cerca el agua, estar al borde del miedo. Pero no puede hacerlo: 

–¿Y si volviera a suceder? ¡Jum! Nadie está exento. Hay que rezar y confiar en Dios para que no pase nada. 

| Nota del editor *

Si usted tiene algo para decir sobre esta publicación, escriba un correo a: jorge.perez@uniminuto.edu

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