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[Crítica] El sobreviviente (the running man) Edgar Wright convierte la distopía en un espejo del presente dentro de la era del espectáculo, y la observa como un ritual

En 1987, el director estadounidense Paul Michael Glaser dirigió un relato original de Stephen King publicado en 1982 bajo el seudónimo de Richard Bachman, llamado The Running Man, La carrera mortal, como se llamó en Latinoamérica, una cinta referencia en la década de los 80’s, protagonizada por las superestrellas del momento Arnold Schwarzenegger y María Conchita Alonso, una de las distopías más recordadas del cine, catalogada como una propuesta absurda, llena de frases lapidarias y personajes coloridos, problemática que en ese tiempo se reflejaba en la sociedad, hoy en día más vigente que nunca.

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Frente a una dinámica visual que se le presenta intensamente al público actual, el cineasta británico Edgar Wright, responsable de títulos de culto como Shaun of the Dead (2004), o la maravillosa Scott Pilgrim vs. the World (2010), entre otros, presenta una película en constante movimiento, con un concepto claro frente al Remake, donde al parecer, quedarse quieto es una derrota, siemprecon la firme intención de hacer una versión propia. Al parecer, no solo el director fue responsable de cómo la película se siente finalmente, pues carece de ritmo, un aspecto clave en su narrativa, presente de buena manera dentro de su filmografía, aunque se especula que en este caso tal vez no tuvo mucho que ver con el montaje final.

Ben Richards (Glen Powell), un padre desesperado que se lanza al concurso televisivo más brutal del planeta para salvar a su hija enferma inicia una carrera por dinero que se convierte en una danza de resistencia, en una coreografía de rebelión. Wright filma la persecución como si fuera una ópera distópica: cada plano, cada corte, cada explosión de color y cada sonido están al servicio de una pregunta que nos acecha desde el fondo de la pantalla como un reality show, con una pregunta constante durante las dos horas y 13 minutos de duración: ¿cuánto estamos dispuestos a sacrificar por el espectáculo?

El filósofo, escritor y cineasta francés Guy Debord (1931-1994) dijo: “En la sociedad del espectáculo, todo lo que era directamente vivido se aleja en una representación”, idea constantemente expuesta en El sobreviviente, según la cual en pro del entretenimiento muchos estamentos de la sociedad ya no son válidos, todo bajo las herramientas del control de la sociedad, adaptando a los sistemas de entretenimiento actuales la frase pan y circo. La película se mueve entre géneros con la fluidez de un sueño que se convierte en pesadilla, entre sátira política, acción trepidante, ciencia ficción sombría y momentos de desesperación, enmarcados en la fotografía de Chung Chung-Hoon, que convierte paisajes urbanos en laberintos de neón y sombras, mientras la música de Steven Price nunca se rinde a que la pantalla vibre entre guiños de Ciberpunk e histeria colectiva por la sangre, que con el impulso adecuado se convierte en propaganda política: ¿Suena familiar?

Lo que hace que El sobreviviente se sienta algo diferente es su capacidad para convertir el espectáculo en ritual, que, sin duda, pudo ser mejor, si las historias alrededor del protagonista no hubieran sido tan cortadas, tan blandas. Si la película no se hubiera convertido en una mirada para todo público, estoy convencido que la narrativa funcionaría mejor, y el riesgo por un mensaje más potente sería visceral y con un tono más serio, una crítica menos general y terminaría por convertir la cinta, con un potencial importante, en referente de cómo el adoctrinamiento mediático posiciona presidentes, hace olvidar genocidios entre la opinión general y convierte héroes a quienes tienen manchadas sus manos con sangre inocente.

Es interesante que cada persecución es una metáfora del trauma que persigue a quien mira las pantallas brillantes, logrando que cada mirada de Ben Richards a la cámara sea un llamado a la empatía. Wright no quiere que celebremos la violencia: quiere que la recordemos. Que la sintamos como una herida compartida. Que entendamos que el verdadero acto de resistencia no es correr, sino mirar de frente.

En ese sentido, la película no solo adapta a King: lo redime. Lo devuelve al territorio de la angustia existencial y muestra dónde se oscurece la sociedad, dónde es vulnerable el cuerpo, aunque el alma puede todavía cantar, canto en el que puede encontrar la melodía de una crítica que no juzga, sino que acompaña, que no señala, sino que abraza. Porque en el fondo, The Running Man no es sobre correr, es sobre detenerse. Es una lástima que de la forma como está cortada, no permita mostrar a dónde estaba encaminada. Además, en la narración original del libro, el avión se estrellaba hacia las torres de la corporación.  Juzguen ustedes.

| Nota del editor *

Si usted tiene algo para decir sobre esta publicación, escriba un correo a: jorge.perez@uniminuto.edu

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