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Memorias del destierro

Por: Giuliana Arciniegas Cediel

¿No les ha pasado que se sientan en el piso a llorar? Gabo dijo que para escribir una crónica había que contar las cosas que suceden a diario, lo cotidiano, eso que nos recuerda que estamos vivos, yo decidí escribir de todo aquello que me recordaba que estaba muerta, o que al menos, la vida que alguna vez concebí, al cruzar la frontera mexicana, se tornó amorfa, vil, sola y triste. La sociedad norteamericana me parecía la descomposición diligente del humano: empatía pura, sonrisas tristes pero sinceras, ceños fruncidos decisivos, abrazos de corazón a corazón, risotadas hacia el cielo, palabras que dicen algo, miradas con sabor a alma; comprobé quizá para tristeza mía que todo aquel que entra allí es deconstruido salvajemente, y su mente entonces se torna en: dinero, carros, joyas, ropa, bolsos, balones, muebles, colchones, casas, carros, dinero, joyas, celulares, comida, zapatos, chaquetas, joyas, ropa, carros, dinero; en fin, el sueño americano.

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Quizá si esto se enseñara en la universidad de la vida, la llegada a tierras ajenas no sería tan cruel, y ya que no es así, aquí va la historia de una inmigrante.

Se dice que cuando se va, se encamina a una búsqueda de una vida más digna, mi sentido de dignidad tuvo que ser repensado al ver a mamá lavar una pila de loza, que aun así sonreía, o verla repartir platos en las mesas con la dulzura y quizás torpeza por el anhelo de no querer cometer un error al retirar los cubiertos o al preguntar de forma respetuosa: would you like something to drink, le gustaría algo de beber-, la manera tierna en la que llegaba emocionada y nerviosa a preguntarme si lo estaba pronunciando correctamente, yo contenta le sonreía, porque a pesar del voleo de la noche, de verla doblar servilletas, trapear la cocina y levantar sillas, y de que llegaba en un solo tono a acostarse a la cama, a la mañana siguiente parecía tener el doble de energía.

En el primer mes de nuestra llegada estuvimos mis dos hermanos, mis papás y yo en una misma habitación, recuerdo durante todas esas noches, en aquellas de vigilia especialmente, escuchar la respiración de mi padre, que no se dormía hasta que todos hubiéramos conciliado el sueño, y no importaba qué tan duro cerraras los ojos algunas veces, o qué tan estático estuviera, él sabía si estabas despierto, y no dormía hasta que tú lo hicieras; entonces respiraba lenta y a veces rápidamente, en aquel sigilo; otras veces lloraba, o sollozaba, y por tres o hasta cinco minutos se abandonaba un poco en el mundo de sus quimeras que después, como por un impulso terrenal, lo regresaban al mundo de los vivos, o en este caso, de los muertos; a la mañana siguiente te hacía saber con sus ojos, a veces tristes, otras eufóricos, generalmente cansados, pero nunca desesperanzados, que él también conocía tus demonios, esos que llegaban a sentarse en la banca de la mente toda la noche.

Una vez alguien me dijo que el corazón herido escribe mejor, el mío estaba aturdido, pisoteado. Recuerdo haberle dicho cuando despegó el avión, que no se podía quedar, que tenía que volver conmigo, que una vez más, teníamos que partir, y sentí como lo arranqué ese día de tierra colombiana, de casa con olor a hogar, a baños en los ríos, atardeceres llaneros, a andenes con amigos y una pola, a empanadas, a “veci me fía un cigarrillo”, a tintos a las tres de la mañana, a correr para coger el Transmilenio o a saltar para no pagarlo, a rodar la bicicleta en medio de los carros, o a disfrutar el arte grafitero de la ciudad. A corazón esta vez tuve que recogerlo de muchas partes, y tres meses no me alcanzaron para llevarme todos sus pedazos en las manos, por ello tomé la decisión de volver a mi tierra.

Un mes después empezó el otoño, esto fue algo que escribí el 7 de diciembre: “No sé en qué estación podré volver a hallar el brillo que mis ojos han perdido, pero tengo fe de que este volverá; por ahora caminaré al son de un soneto, aguantando mis lágrimas y ocultando que la vida me pesa para no herir a mis queridos, bailando en círculos mientras las hojas verdes y café se desprenden de sus ramas viejas para que algún día, en el momento menos esperado, vuelvan a nacer”.

Recuerdo un día en que, frustrada por no tener un trabajo estable, salí en búsqueda de uno, y en compañía de un ardiente sol, después de entrar a varios establecimientos me encontré con un personaje de tez negra muy amable, él, orgulloso de su país quizá, me dijo: “sí,  yo entiendo que estás acá por el sueño americano, es increíble, lo sé, millones de personas lo hacen, puedes comprar lo que quieras, puedes tener un bolso Gucci en una semana y un carro en menos de lo que piensas, es increíble, lo sé, aquí todos ustedes son bienvenidos”. A primera impresión parecía un buen hombre, pero yo quería reírme en su cara: “¿cómo es posible que mezcle Gucci, increíble y aquí (refiriéndose a su país) en una sola frase, y que lo haga con esa sonrisa?”, pensé en el instante cuando me paré de la mesa y me fui. Cada día que pasaba comprendía mejor que la gente simplemente estaba loca, y que a pesar de eso no podía culparlos por haber nacido en aquel sistema y bajo aquel gobierno, que desde que llega el feto al útero es manipulado sintéticamente, por medio de comida transgénica (una manzana era del tamaño de dos puños cerrados), o estímulos radiales, televisivos, o del mismo ambiente frío, desapegado e inexpresivo en el que se criaban y en el que tristemente morían.

Un 9 de febrero mi alma cogió un esfero y esto fue lo que salió: “A veces no respiro bien, a veces el dolor en la espalda se baja, pasa a los lados, entra en mi pecho, me pasa corrientes en la médula espinal y sigue por mis brazos para al final dejarme con un punzante ardor en el dedo corazón. Hay noches en las que ya no hallo cómo acomodarme, hay noches en las que mis neuronas ya no encuentran sus conexiones, hay noches en las que no sé si preocuparme más por mamá o por papá, o si tener en cuenta a mis hermanos. En mis oraciones ya no cabían más pedidos a Dios, porque él ya nos está dando todo. Mis pulmones a veces olvidaban su función y de súbito me asfixiaba. Mi mente de repente ya no podía ayudarme, hasta ella y todos los que habitábamos en ella se habían quedado sin voz. Mis ojos inesperadamente se apagaban. A mi vida, de repente, se le había esfumado la luz.”

Todos dejamos infinidad de cosas en la tierra que nos vio nacer, mi Colombia querida que nos vio crecer, pero hubo alguien que siempre que venía a la memoria me causaba estremecimiento, tristeza, nostalgia y a la vez, de una manera singular, nos daba fuerzas para seguir con lo que sea que cada uno de nosotros (mari, samu, padre y madre) estuviéramos cargando: mi nona, a ella todos le dimos un beso ese 9 de noviembre antes de partir, y los días anteriores a la ida la nona caminaba por toda la casa con tristeza, como si quisiera recordar cómo se veía cada cuarto con su dueño. El 9 de noviembre en la mañana nos hizo un delicioso caldo de pollo. Nos recuerdo a todos sentados en el comedor por última vez, desayunando, como todos los sábados y domingos solíamos hacer; en fin, al acabar de comer cogimos las maletas y nos dispusimos a salir, creo que todos sentimos cómo algo nos agarraba; un aire que bajaba desde el ático del tercer piso nos despedía. A mi nona uno por uno con lágrimas en los ojos, la maleta en la mano y el corazón en la otra, le dimos un beso y un abrazo que quisimos que durara toda la vida, y ese mismo aire que bajó apresuradamente, nos acompañó a la puerta junto con mi nona, que permaneció parada en la entrada, con la mirada apagada y su alma lánguida repartida en cinco fragmentos, hasta que el último de nosotros, caminando a paso nervioso, salió de su vista.

| Nota del editor *

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