Por. Angie Montaño Romero
El conflicto entre israelíes y palestinos no es solo una disputa por tierra, fronteras o soberanía. Es, ante todo, un choque de memorias. Por un lado, el pueblo judío carga con el peso del Holocausto, una herida histórica que justifica, en su imaginario colectivo, la necesidad de un refugio seguro. Por el otro, el pueblo palestino vive con la Nakba como eje de su identidad nacional: el despojo, el exilio y la fragmentación de su territorio desde 1948.
Estas dos narrativas no son mutuamente excluyentes, aunque muchas veces se presenten como si lo fueran. El sufrimiento de uno no anula el del otro. Sin embargo, mientras cada lado insista en que su dolor es el único legítimo, la violencia seguirá reproduciéndose en un ciclo sin fin. Los bombardeos en Gaza, los asentamientos en Cisjordania, los ataques de Hamás, las operaciones militares israelíes: todos son síntomas de una raíz más profunda, que es la negación del otro como sujeto de historia y dignidad.
La comunidad internacional ha fallado al limitarse a declaraciones genéricas mientras sigue armando a los actores del conflicto. Los medios, por su parte, han convertido la tragedia en espectáculo, priorizando la inmediatez del horror sobre la comprensión de sus causas estructurales. En este vacío, las voces que claman por una paz basada en la justicia son ahogadas por el ruido de las armas y la retórica del miedo.
Romper este círculo vicioso exige algo más que acuerdos diplomáticos. Requiere un acto ético fundamental: que israelíes reconozcan la Nakba no como una amenaza a su existencia, sino como una verdad histórica que merece duelo y reparación. Y que palestinos, a su vez, reconozcan el Holocausto no como una excusa para la ocupación, sino como una catástrofe humana que marcó profundamente al pueblo judío.
Solo desde ese reconocimiento recíproco podrá construirse una solución que no se base en la dominación de uno sobre el otro, sino en la coexistencia de dos pueblos con derecho a la seguridad, la memoria y el futuro. La tierra no tiene por qué seguir sangrando. Pero para que sane, primero debe ser escuchada en todas sus voces.