El terreno donde se había levantado la iglesia resultó ser antiguamente una laguna que con cada temporada de lluvias, el suelo se ablandaba y cedía bajo el peso del edificio, para luego volver a elevarse al secarse. Este ciclo natural causó grietas profundas, desniveles en el piso e inclinación de muros. Las paredes agrietadas y los desplomes parciales encendieron las alarmas sobre un posible colapso. Previendo una catástrofe, hacia 1996 las autoridades parroquiales tomaron la dolorosa decisión de cerrar las puertas del templo por seguridad. Fue un golpe para la comunidad: su casa espiritual quedaba inaccesible, envuelta en cintas de peligro, mientras los vecinos veían con preocupación cómo el que fuera su punto de encuentro mostraba heridas en sus muros.
Clausurado el edificio principal, los fieles tuvieron que ingeniárselas para seguir congregándose. Durante un tiempo, las misas y actividades pastorales se trasladaron a una bodega adaptada como capilla provisional, ubicada unas cuatro cuadras más lejos, en la carrera 73 con calle 80. Aquel improvisado recinto, si bien tenía un aforo similar al del templo original, no podía reemplazar del todo la calidez y solemnidad de la vieja iglesia. Aun así, cada domingo cientos de feligreses emprendían la caminata adicional con tal de no faltar a la Eucaristía. La comunidad demostraba así su resiliencia: las paredes podrían haberse cuarteado, pero la fe seguía en pie. Sin embargo, subsistir sin un templo fijo no dejaba de ser un reto. Bajo el techo de zinc de la bodega, en medio de bancas prestadas, los vecinos mantenían viva la llama espiritual mientras aguardaban noticias sobre el destino de su parroquia.
Esas noticias llegaron en 1997, y no fueron fáciles de asimilar: el histórico templo debía ser demolido por completo. Estudios técnicos confirmaron que no había forma segura de salvar la estructura existente. La decisión, aunque esperada, causó hondo pesar entre los habitantes de El Minuto de Dios. “Si se debe demoler, que se haga de una vez”, resumió con resignación un vecino, expresando el sentimiento de muchos ante la inevitabilidad del adiós. Ver caer las paredes que ellos mismos habían levantado décadas atrás fue comparable a perder una parte entrañable de su historia colectiva. No obstante, junto con la tristeza surgió también la determinación de reconstruir. Desde la Parroquia San Juan Eudes –nombre oficial de la iglesia del barrio– se convocó a la solidaridad para emprender el proyecto de un nuevo templo. El padre Carlos Lozano, párroco en ese entonces, lideró iniciativas audaces para recaudar fondos, sabiendo que la comunidad necesitaba no solo despedir el pasado, sino apostarle al futuro.
El 27 de agosto de 1996 —recordado entonces como el día de la primera “Templotón”— cientos de feligreses se unieron en una maratón solidaria sin precedentes. En aquella campaña se lograron recolectar 45 millones de pesos de la época, un monto significativo que alimentó la esperanza colectiva. Con esos recursos iniciales se construyeron pedestales de apoyo para reforzar momentáneamente la estructura dañada, mientras se estudiaban opciones de reconstrucción. Sin embargo, pronto salieron a la luz más problemas de fondo: los análisis revelaron que las columnas originales tenían hierro demasiado delgado, el cemento nunca llegó a fraguar completamente y muchos ladrillos habían empezado a ceder. Era evidente que el deterioro estructural superaba lo previsto. Aun con el temple de los feligreses y su generosidad, resultaba claro que apuntalar la vieja iglesia no bastaría; había que empezar desde cero.
Las soluciones sobre la mesa eran básicamente dos, según propusieron los ingenieros civiles convocados: reconstruir el templo con el diseño básico original, aprovechando parte de los cimientos existentes, o edificar uno completamente nuevo, de mayor tamaño, desplazado unos metros del sitio antiguo. Tras mucha reflexión se optó por la segunda alternativa, más ambiciosa pero más acorde con las necesidades crecientes del barrio. El proyecto soñado contemplaba un moderno templo de 1.155 metros cuadrados de construcción, con capacidad para alrededor de 2.000 personas. Sería un salto monumental desde la capillita original de 300 cupos, reflejando cuánto había crecido la feligresía a lo largo de los años. Los planos auguraban una iglesia amplia, luminosa y capaz de acoger grandes asambleas religiosas y comunitarias. El optimismo reinaba en esos bocetos, pero la realidad financiera imponía su peso: el costo total de la obra —incluyendo la demolición— se calculó en 1.000 millones de pesos de la época, de los cuales aún faltaban 950 millones por conseguir. La cifra era desafiante para una parroquia de recursos modestos.
Con fe y tenacidad, los sacerdotes eudistas se embarcaron en una aventura para reunir los fondos necesarios. Durante años, cada evento sumó un granito de arena. Estos casi 30 años sin un templo fijo pusieron a prueba la paciencia y la fe de todos, pero también forjaron una comunidad más fuerte y creativa.
Y esos tiempos al fin comenzaron a vislumbrarse a partir de 2022, cuando se anunció con júbilo el inicio del tan anhelado proceso de reconstrucción del templo parroquial.
El 19 de agosto de 2022, una multitud emocionada se congregó en el terreno donde alguna vez se levantó la vieja iglesia, para presenciar la bendición de la primera piedra del nuevo templo. Bajo un sol radiante y con cantos de alegría, se colocó simbólicamente el cimiento inicial de la futura casa de Dios, en una ceremonia presidida por sacerdotes eudistas y líderes de la comunidad. Aquella piedra angular representaba el fin de una larga espera y el comienzo de un sueño largamente postergado. A partir de entonces, las máquinas empezaron a trabajar y el paisaje del barrio cambió con el ir y venir de obreros, vigas y ladrillos frescos. Nueve meses después, hacia abril de 2024, la obra gruesa avanzaba ya casi a mitad de camino. Los nuevos muros de concreto y ladrillo se elevaban día a día, alcanzando un 44% de avance para esa fecha. Ver emerger la estructura devolvió la ilusión a vecinos de todas las generaciones: los mayores, que guardaban recuerdos de la antigua iglesia, y los jóvenes, que crecieron sin conocer un templo propio en el barrio, ahora compartían la misma esperanza. La larga noche sin templo fijo estaba por terminar, y en el horizonte se dibujaba la silueta de una iglesia renacida para El Minuto de Dios.