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El transporte confiable para quienes viven en Rozo, Valle

En el parque principal se acomodan en fila, como insectos de metal dispuestos a invadir cada callejón del pueblo. Unos son rojos desteñidos, otros azules y no falta el blanco que ya perdió el brillo original. Llevan pegatinas de equipos de fútbol, un escapulario colgando del espejo y hasta calcomanías con el rostro de la Virgen del Carmen.

Por: Anny Natalia Piamba Bravo.

En Rozo, un corregimiento vallecaucano, ubicado a 35 minutos de Cali, las mañanas empiezan con un ruido que todos reconocen como propio. Entre el canto de los gallos y el pregón de la señora que vende arepas, se cuela el rugido constante de los motocarros. Son vehículos pequeños, ruidosos y tercos, capaces de atravesar las calles polvorientas y los charcos que deja la lluvia. Para los que miran desde afuera, parecen apenas una solución barata al transporte, pero basta subirse en uno o hablar con quienes los conducen para descubrir que cada triciclo motorizado guarda una historia de vida.

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En el parque principal se acomodan en fila, como insectos de metal dispuestos a invadir cada callejón del pueblo. Unos son rojos desteñidos, otros azules y no falta el blanco que ya perdió el brillo original. Llevan pegatinas de equipos de fútbol, un escapulario colgando del espejo y hasta calcomanías con el rostro de la Virgen del Carmen. El asiento del copiloto suele tener un cojín floreado, gastado por el sol y la humedad, como si quisiera dar un poco de comodidad a un viaje que nunca dura más de quince minutos. No falta quien lleve un parlante pequeño con cinta negra, que escupe a todo volumen salsa vieja o vallenato, compitiendo con el rugido del motor.

Entre ellos se saludan con un pitazo breve o un gesto rápido de la mano mientras recorren las calles en busca de pasajeros. “¿Necesita carrerita?”, me pregunta un hombre de piel morena, curtida por el sol, de manos anchas y bigote bien recortado, mientras asoma medio cuerpo desde su motocarro blanco con líneas azules. Se llama Alonso, tiene 48 años y conduce como si hubiera nacido con un timón en las manos. Antes de estar en esto, fue obrero en una empresa; se pensionó joven, pero no se quedó quieto. Invirtió sus ahorros en su aparatico porque veía que al pueblo le faltaba transporte, sobre todo para las zonas más apartadas.

“Aquí en Rozo, sin moto o motocarro, uno no se mueve”, dice, mientras pasa un trapo por el asiento de atrás. Me cuenta que su hija, aunque ya es mayor, tiene una discapacidad que limita su movilidad y que por ella se levanta todos los días con puntualidad: a las seis y media de la mañana empieza su primera carrera, llevándola a la cita de control de su prótesis. Después de eso, sigue su recorrido por el pueblo, transportando niños al colegio, domicilios de almuerzo al mediodía, señoras que vuelven de la galería con bolsas llenas y uno que otro turista que no conoce Rozo. A las ocho de la noche, aparca el motocarro, cansado, pero con la satisfacción de saber que cada carrera del día ha servido para mantener a flote a su familia y cuidar de su hija.

A su lado, otro ruidoso de tres llantas se sacude al encender. Quien lo maneja es Luz Mila, una mujer bajita, de piel trigueña y cabello recogido, que ajusta con firmeza el volante de su navecita blanca con rayas rojas antes de arrancar. Tiene unos 40 años y una voz gruesa que no conoce la timidez. Antes limpiaba casas, cocinaba, lavaba ropa ajena, pero el dinero nunca alcanzaba para sostener a sus dos pequeños hijos. Fue un primo quien le lanzó la idea: “súbase, que eso deja”. Al principio le dio risa. ¿Ella, en un motocarro? Eso era cosa de hombres. Pero lo intentó y al manejarlo sintió tranquilidad, como si alguien le hubiera dicho: “esto es suyo, usted también puede”. Desde entonces no lo soltó.

Hoy maneja desde las seis de la mañana, con su termo lleno de tinto. Recoge niños, carga bultos de mercado, lleva y trae historias. Una vez llevó a una mujer a punto de dar a luz hasta Palmira, acelerando como nunca. “Eso no se me olvida”, dice, y en sus ojos chispea el orgullo de sentirse útil, de saber que su trabajo realmente hace la diferencia en la vida de otros. Hace poco, un pasajero le regaló una bolsa de aguacates por la amabilidad. Ella sonríe, porque ya no es solo “la del motocarro”, sino alguien de la familia del pueblo.

Los pasajeros también confirman lo que Luz Mila significa. María Fernanda, una madre de 35 años, es usuaria frecuente. Su hija pequeña va al colegio todos los días en el cacharro de tres ruedas y Luz Mila suele ser la que las lleva. “Nos queda retirado y la niña todavía está muy chiquita para caminar tanto”, cuenta mientras acomoda el maletín escolar en sus piernas. “El motocarro es rápido y seguro”, comenta María. Sin estos motocarros, dice ella, sería un verdadero lío, porque los buses no llegan hasta el callejón donde vive. “Es una bendición para nosotras”, añade, con una sonrisa.

Para ella, como para muchas madres de Rozo, estas pequeñas máquinas son muyconfiables. Caminar con niños bajo el sol inclemente o cuando la lluvia cae de repente se convierte casi en un castigo. En cambio, el bichito de metal resuelve. Llega hasta donde lo llaman, se mete por las calles angostas, espera con paciencia a que las personas se suban y se acomoden.

Así pues, la vida en Rozo cambió con los triciclos motorizados. Lo dicen los conductores y lo confirman los pasajeros. Antes, llegar a un callejón lejano significaba caminar largas cuadras por calles polvorientas o esperar un bus que nunca llegaba. Ahora, con una carrera mínima de cuatro mil pesos, y hasta cinco, seis o incluso ocho mil si el trayecto es más largo, cualquiera puede moverse rápido por el pueblo.

Pero este medio de transporte no solo sirve para ir de un lugar a otro. Se han vuelto parte del paisaje turístico, puesto que, hay quienes alquilan uno para recorrer los restaurantes de la zona o visitar los sitios más conocidos. Quizá para un forastero solo sean carcachas ruidosas y poco estéticas, pero para los rozeños son la manera más rápida de moverse. Y si hablamos de estética, cuando juega la selección Colombia, los conductores decoran sus pequeños carruajes de tres ruedas con banderas y globos, y el desfile improvisado se convierte en un espectáculo que se roba todas las miradas.

Claro, no todo es perfecto. Son ruidosos, contaminan y a veces generan discusiones por las tarifas. También hay quienes desconfían del servicio. “Mucha gente cree que esto es informal, que cualquiera se sube y ya”, me cuenta otro conductor. Sin embargo, no es así. “Debemos tener licencia de conducción categoría C1. Igual que un carro normal. Además, estamos obligados a presentar el SOAT y la revisión técnico-mecánica. Algunos de estos aparatos tienen placas blancas de servicio público, otros particulares, pero todos debemos estar al día. Si no, nos inmovilizan”. Habla con firmeza, como quien ha tenido que defender más de una vez la seriedad de su trabajo.

Detrás de cada volante hay un rostro humano, una historia que se sostiene en tres ruedas. Son padres que encontraron allí su sustento o mujeres que hallaron independencia. Luz Mila, por ejemplo, maneja para que sus hijos estudien. Don Alonso lo hace pensando en su hija con movilidad reducida. Otros lo ven como la única forma de ganarse la vida después de que les cerraran las puertas en otros oficios.

Rozo late con ellos. Basta sentarse en el parque un rato, verlos pasar, algunos blancos, otros negros, escuchar sus saludos, la risa de una señora al subir, el rugido del motor que nunca calla. Entonces se entiende que estas rueditas veloces no son un capricho, sino un servicio que nace de la necesidad y que hoy forma parte del alma del pueblo. Son, al final, las tres ruedas que sostienen a Rozo.

| Nota del editor *

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