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Extraviados en Ámsterdam

Por: Santiago Arenas Preciado. 4to. Semestre 

Rondaba la ventosa primavera de 2016 en la capital de los Países Bajos cuando me encontraba con mi hermano Julián, un par de niños de 13 y 15 años que tenían el mismo conocimiento del idioma local que un infante de 3 meses de física cuántica. Eran dos muchachitos criados con sudado de pollo y pasta con salchicha paseando por los canales, disfrutando de una amena conversación y viviendo un sueño. Estábamos al otro lado del charco, lo que no sabíamos era que esa inmensa alegría de pronto se nos convertiría en una indecible amargura.

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Recuerdo el intenso olor del asfalto húmedo que invadía la atmósfera del pequeño barrio de inmigrantes Osdorp Aker, habitado mayormente por marrocos y latinos, olor acompañado por las intensas brisas que obligaban a salir abrigado de los pies a la cabeza, bajas temperaturas que entumecían mis regordetas mejillas y me inclinaban a regañadientes a comparar en mi cabeza el clima de Ámsterdam con el tenue y templado clima de Sasaima-Cundinamarca, lugar que he visitado con frecuencia desde niño. 

Aquel día de marzo decidimos salir a dar un paseo al parque a eso de la seis menos cuarto de la tarde. El cielo estaba despejado y uno que otro rayo de sol golpeaba el pavimento, panorama que hacía especialmente atractivo para ambos el ir a ejercitar la lengua en un paseo al mejor estilo europeo. Fue entonces que salimos de casa, rememoro con particular claridad qué conversación sostuvimos, hablábamos del primer amor de la vida de Julián; se trataba de Valentina, una hermosa jovencita que había conocido no hacía muchas semanas en el colegio donde se educaban los dos en Bogotá. Me contaba cómo algún día yo sería tan suertudo de encontrar a alguien que me quisiera tanto como ella lo hacía con él. También le platiqué sobre cómo para ese momento aún no podía creer que habíamos montado en avión, ya que lo más cerca que había estado de uno había sido en el glorioso Boeing B-727-200 de Salitre Mágico.

Hasta ese instante no existía nada más, solo éramos mi hermano y yo; yo y mi hermano disfrutando cada segundo y caminando lenta pero seguramente por senderos que jamás habíamos transitado. El problema comenzó, aunque nosotros no estábamos enterados, cuando no nos percatamos que la corta caminata se había convertido en una maratónica corintia del siglo tercero antes de Cristo, puesto que si algo tienen en común las calles de las ciudades turísticas es que son tan parecidas que de no ser por pequeños letreros azules en la esquina de cada cuadra, se andaría completamente perdido la mayor parte del tiempo.

Caminando con denuedo y sometidos al efecto distractor de una buena charla se nos escaparon los minutos entre abundantes risas y reflexiones salomónicas de sardinos que no habían terminado el bachillerato. Cuando menos lo pensamos, nos percatamos que no teníamos ni la más mínima idea de dónde estábamos y cómo habíamos llegado hasta aquel sitio: entonces la risa se tornó en tormento.

Ha de decirse que yo había estado acostumbrado toda la vida a que el sol se escondiera por más tardar a las seis y veinte de la tarde; pero entonces la complicidad entre mi ignorancia y mi contento me jugaron una mala pasada al perder de vista que ya eran las diez y media de la noche y que estábamos ciertamente perdidos, dos niños, sin diccionarios ni Google Traslate.

Hasta el día de hoy agradezco que Julián era manifiestamente más maduro que yo, porque de no haber sido por su serenidad ante tal situación, no sabría qué historia estaría narrando yo y leyendo usted. La primera sensación que invadió mi cuerpo fue pavor, puesto que como mencioné, no teníamos ni el más mínimo conocimiento de cualquier idioma que no fuera el castellano. Ahora entiendo que mi hermano también estaba asustado, pero él sabía que, si no se hacía cargo de la situación nadie lo haría. –¿Y, entonces?, pregunté. –No tengo idea, respondió él.

De pronto entendí que el problema era aún más grave: habíamos salido de la casa sin celulares ni pasaportes. De inmediato el nerviosismo aumentó, porque aquella zona era mayormente casa de inmigrantes indocumentados, de lo cual habíamos sido advertidos, y eso significaba que podíamos ser confundidos con uno de ellos, y no teníamos ningún medio para una defensa contundente en caso de ser acusados. 

Recuerdo con claridad que empezamos a caminar hacia donde había más gente, aunque no sabíamos era que Ámsterdam, al ser una ciudad con tanta libertad sexual, tenía una agitada vida nocturna: supimos que aquel no era sitio para dos niños y menos a esa hora. El humo de marihuana fue lo primero que nos sorprendió porque no estábamos acostumbrados a que las personas la consumieran con tanta normalidad. Fue entonces cuando la luz brilló al final del túnel.

Julián trajo a memoria el hecho de que la casa donde nos hospedábamos quedaba al lado de un lago donde desembocaban muchos canales de la zona West de la ciudad. Empezamos a seguir los canales, y calculo que caminamos alrededor de 20 a 25 minutos con paso rápido hasta que reconocí un letrero que semanas atrás me había llamado poderosamente la atención con la palabra “gratis”, que tiene el mismo significado en neerlandés como en español. A esto se sumaba que estábamos convencidos que mi madre y su esposo tendrían que estar cardíticamente preocupados por nuestro extravío. 

Apenas reconocí el letrero supe con certeza dónde estaba, puesto que las vías del tranvía “19-Osdorp” pasaban justo delante de nuestra residencia. Apresurados, con los pies exhaustos de caminar, pero con el corazón ansioso de volver al sano reposo que correspondía a un viaje de aquella magnitud, supe que desde aquel letrero estábamos a unos cinco minutos de la casa. Anduvimos lo más rápido que pudimos, y como ya sabíamos nuestra ubicación, determinamos cortar carrera cruzando por la plaza del barrio donde estaba sentado un extraño señor de aspecto musulmán que nos gritó ¡fuera! en el idioma que haya sido. Salimos espantados, y hasta hoy intuyo que el reproche de aquel hombre era algo así como: ¡Niños bribones, estas no son horas de estar en la calle!

Seguimos corriendo mientras la euforia se entremezclaba con risas nerviosas provocadas por nuestro advenimiento. Cuando llegamos nos asombramos que no había luces prendidas: lo primero que pensamos era que nos estaban buscando, cosa que me angustió aún más. Busqué en mi bolsillo y noté la ausencia de ese pedazo metálico llamado llave. No había otro remedio, debíamos tocar el timbre: ¿Quién es? —respondió mi padrastro con voz ronca vía citófono. —Julián y Santiago, contestamos nosotros. Acto seguido ingresamos a la casa, y nos enteramos que todos estaban dormidos que nadie había notado nuestra larga ausencia. Entre susurros pactamos guardar este recuerdo entre los dos hasta que regresáramos a Colombia.

| Nota del editor *

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