Por Rodolfo Bolaños Barrera
Cali, ¡La Gozadera!, esa urbe que tanto nos alegra con su salsa, sabores, colores y su gente cálida, se convierte en un espejismo ejemplar cada vez que un visitante ilustre es convocado a pisar sus calles. La ciudad se transforma en una versión retocada de sí misma, una metrópoli ficticia en la que todo lo incómodo, lo sucio y lo que estorba es meticulosamente escondido. Mediante los actos de prestidigitación de un mago-administrador, desaparecen aquellos a quienes solemos ver deambular por sus avenidas, durmiendo sobre los andenes o pidiendo una moneda en los semáforos.
La visita de un Papa, un presidente de Estados Unidos, o algún miembro de la realeza británica es el detonante para una operación de limpieza exprés. En un abrir y cerrar de ojos, los ciudadanos sin hogar son recogidos y transportados en camiones a municipios vecinos o a otros departamentos. Y allí, lejos de las miradas escrutadoras del extranjero, son abandonados sin discriminaciones. Mientras dura el espectáculo, en algunos de sus sectores, la ciudad se hace pulcra, higiénica, impoluta, presentando una imagen que dista mucho de la realidad cotidiana. Pero la cruda verdad es que, tan pronto se apagan las cámaras, nadie regresa por ellos. Esa gente, que ha sido apartada como si se tratase de basura incómoda, queda a merced de la nada, sin un hogar, sin recursos y, lo más trágico, sin esperanza.
No se trata únicamente de esconder la indigencia. Lo verdaderamente indignante es la falta de un plan gubernamental serio y humanitario que se ocupe de la situación de estos ciudadanos. Cali no cuenta con programas de recuperación humana ni asistencia social implementados por su Administración que se puedan calificar de efectivos. Los pocos esfuerzos que se realizan provienen de fundaciones y ONGs que, a duras penas, logran hacer lo que pueden con recursos limitados y un panorama de absoluta indiferencia por parte del gobierno local.
¿Qué mensaje nos envía esta política de esterilización social relámpago? ¿Qué tipo de sociedad estamos construyendo cuando tratamos a nuestros conciudadanos como “desechables”? Estas acciones perpetúan y refuerzan una visión destructiva de la dignidad humana. Al referirnos a estas personas como ciudadanos de segunda clase, miserables, pordioseros, limosneros, o peor aún, usando de manera peyorativa oficios que prestan un gran servicio a nuestra comunidad como recicladores o chatarreros, estamos adiestrando a una ciudad que desprecia a los más vulnerables y que fomenta una cultura de la exclusión y normalización del abandono.
El problema detrás de la falta de acción del gobierno es la actitud que subyace a estas decisiones. Es como si la administración local estuviera diciendo que estas personas no merecen ser vistas, que su miseria es una vergüenza para la ciudad, pero no una vergüenza moral que nos impulse a actuar, sino una vergüenza estética a ser ocultada.
¿Qué tipo de ciudadano se está educando con este desplazamiento social? Uno que ha aprendido a ignorar el sufrimiento ajeno, que ha interiorizado que ciertas vidas valen menos que otras, y que considera que la solución a los problemas sociales es simplemente esconderlos de la vista. Nos estamos convirtiendo en una sociedad que demanda mirar para otro lado, priorizar la apariencia sobre la realidad; en el fondo, ha dejado de creer en la posibilidad de una transformación del estado moral de la ciudad.
Cali no necesita más operaciones de limpieza superficial para impresionar a los visitantes ilustres. En lugar de ello, se necesita un compromiso real con la dignidad humana, un gobierno que entienda que cada persona tiene un valor inherente, y actúe en consecuencia para construir una ciudad con un lugar para todos. Solo así podremos dejar de ser una ciudad ficticia, diseñada para el consumo de otros, y convertirnos en una comunidad que se enorgullece de cuidar a todos sus habitantes. Las iniciativas del actual gobierno están en ciernes y la ciudadanía debería estar atenta a su conclusión.