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Los dos cautiverios de María

No era extraño que pasaran viajeros por el pueblo: comerciantes, militares, paramilitares, incluso guerrilleros. Algunos se portaban bien con las jovencitas del pueblo para pasar el rato.

Por: Martha Urquijo Laguna

Apenas puede recordar su apariencia, ya han pasado tantos años desde entonces. Pero, lo que pasó, eso si sigue claro como el agua que bebemos. Verás, yo nací en Guataquí, un lugar olvidado de Cundinamarca que ha sufrido el paso del paramilitarismo y la guerra. Allí no había mucho que hacer, un pueblo pequeño, donde todos nos conocíamos, nada nuevo pasaba allá; todo era trabajar, comer y disfrutar del campo. Para muchos eso es suficiente. ¿Para mí? Bueno, era una niña y no sabía nada de la vida. Así que no era suficiente para mí.

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Por aquel entonces era una joven que no creía que el amor existiera. Ese amor de pareja, el amor de familia lo conocía bastante bien. Mis padres, a pesar de lo toscos, eran bastante atentos y cariñosos, se preocupaban por mí y por mis hermanos, éramos 5. Pero el amor, ese que se da entre un hombre y una mujer, esa pasión no existía para mí. Tenía tan solo 16 años, es verdad, pero comprende que para esa edad, ese sueño de amor empieza a ser un anhelo. Así que no era impensable que me terminara enamorando de aquel exótico personaje que llegó al municipio por allá en 2005.

No era extraño que pasaran viajeros por el pueblo: comerciantes, militares, paramilitares, incluso guerrilleros.  Algunos se portaban bien con las jovencitas del pueblo para pasar el rato. Aunque eso la mayoría lo sabíamos. Pero, hubo uno que sobresalió de entre todos. Era todo un caballero. Alto, elegante, con un sonsonete en su voz que hechizaba; ese acento propio de algunas regiones del país que te embelesan.

Lo conoció en la plaza del pueblo. Llegó al puesto donde estaba ayudando a la madre a vender algunos de los productos que sembraba en la finca. Le preguntó a mi madre el precio de algunos bultos, me miró, con unos ojos cafés oscuros que me hipnotizaron, y me preguntó mi nombre. A mi madre no le gustó tanta confianza, así que me mandó a comprar algo. Eso no le impidió a aquel extraño volver a encontrarme en días posteriores. Durante los siguientes meses nos vimos a escondidas, andando por el pueblo sin dejar sospechas. Aunque llegara a oídos de mis padres que estaba viéndome con alguien, nadie podía aclarar qué tipo de relación era. Cómo decírtelo.  Era atento, detallista y amable. Solíamos ir a caminar por los lugares históricos del pueblo; la iglesia, la plaza central, el comercio de artesanías.

Al cumplir un año  le dijo que quería casarse con  ella. Yo sabía que mis padres no nos dejarían; así que planeamos mi escape del pueblo para irme con él para vivir juntos. No fue fácil, pero lo logramos. Me recogió en una camioneta a media noche, cerca de mi casa.  Me escapé por una de las ventanas de mi habitación que daban hacia el campo de siembra, alejado del cuarto de mis padres para que  no pudieran escucharme. Recuerdo que corrí y corrí, con el corazón en las manos y la respiración agitada por el campo nocturno.  Siempre con la mente clara en el hombre que amaba, en lo feliz que sería a su lado. Al llegar al punto de encuentro, me subí a la camioneta, lo besé y arrancó. Dejaba atrás el pueblo que me había visto nacer. Yo solo lo miraba alejarse tras el retrovisor. Lo miré y me sonrió. Con esa sonrisa desaparecía cualquier preocupación y duda que tuviera en la mente: él estaría conmigo, nada podría salir mal.

Pero todo Salió mal.  Él no me había dicho la verdad sobre quién era. Al llegar al lugar donde se suponía que viviríamos vi hombres, mujeres y niños uniformados, todos de pantalón militar, unas botas desgastadas y algunos con camisetas blancas, otros con chaquetas militares y también había quienes llevaban emblemas paramilitares, con fusiles al hombro.

No lo podía creer. Eso no era nada de lo que  me había dicho, de lo que habíamos hablado. Por extraño que parezca, yo  nunca lo vi como un combatiente. Su forma de hablar, sus expresiones y sus ademanes no dejaban ver eso que ahora estaba frente a mí. Resulta que no era solo un combatiente, era el cabecilla de ese batallón, y solo estaba de paso por la Provincia reclutando personas para sus filas y, al parecer, vigilando la zona. Él aparentaba ser un civil para pasar inadvertido ante cualquiera que lo estuviera vigilando o persiguiendo. Y yo, solo fui una adquisición más en su camino por la región.

La vida es graciosa respecto de cómo te enseña y te muestra las verdades. El hombre que amé en aquel pueblo cambió por completo. Dejó de ser atento y cariñoso. Se volvió agresivo, irritante y violento. Había momentos cuando no soportaba mirarme y me sacaba a golpes de la tienda para dejarme en la intemperie de aquella zona de guerra, a veces hasta toda la noche. Mi vida dependía de un hilo, mejor dicho, de una bala cada día, por los maltratos de aquel hombre, y porque también debía ingeniármelas para sobrevivir a los tiroteos que se desataban de un momento a otro porque eran atacados por las Fuerzas Militares del Estado o por las guerrillas que buscaban reclamar esa zona. Vi cómo morían muchos de los que había visto llegar, igual o más jóvenes que yo.

Me sentía atrapada. Muerta. Después de mucho tiempo solo quería acabar con mi vida, o dejar que una de tantas balas me diera el descanso eterno. Pero me refugiaba en el recuerdo de mi familia, sus consejos, su amor. Eso me dio las fuerzas para continuar, y me dio energías para sacarlo a él. Yo lo amaba y no quería que estuviera ahí.

Empezó  a hablar con él, al principio fue difícil. Terminaba golpeada por el cuando se exaltaba por lo que le decía. Poco a poco empezó a escucharme; especialmente después de que una bala casi me mata. En uno de los tantos tiroteos, una bala me rosó el hombro y me hirió superficialmente, pero la cantidad de sangre hizo que me desmallara y permanecí ahí tendida, hasta que me desperté en sus brazos. Vi su rostro lleno de tierra y en sus ojos observé ese brillo de preocupación, de amor. Logré atravesar esa coraza que lo separaba de mis palabras y empecé a entrar en su corazón, otra vez.

Trataba de convencerlo de que si me amaba, que si algo de todo lo que alguna vez me dijo cuando nos conocimos era verdad, dejaría esto y formaría una familia conmigo, lejos de tanta violencia sin sentido, lejos de este lugar olvidado por el Estado. Poco a poco conseguí que pensara en otra vida, en una mejor forma de hacer las cosas; que imaginara un lugar donde pudiera estar tranquilo, sin pensar en la muerte y, mejor, pensar en la vida.

En aquel momento yo empezaba a sentirme mal, náuseas y con mareos, no quería comer nada, y algunos olores me despertaban sentimientos que cambiaban mi ánimo por completo. Me di cuenta que estaba embarazada. Ese fue el último incentivo para que él decidiera cambiar de vida e iniciar una nueva, con una familia, lejos de toda esta guerra.

Lo planeamos con la precisión con que planeamos mi escape de Guataquí. Casi nos capturan al salir. Pero logramos llegar a una camioneta que, días antes, él había preparado para nuestro viaje. Al igual que cuando escapé de mis padres, pero multiplicada por mil, era la adrenalina y la preocupación que nos atraparan. Lo notaba en el aire junto al volar de las balas de los fusiles de asalto y las explosiones de las granadas que nos arrojaban mientras los vehículos se deslizaban por el monte.

Casi nos atrapan a ambos, si no fuera por la astucia de aquel hombre que tanto amé.  La camioneta tambaleó y se volcó montaña abajo. Eso hizo que nuestros perseguidores se detuvieran por un momento, porque ellos tampoco querían rodar por aquel lugar, y porque pretendían buscar la mejor forma de bajar y arremeter contra nosotros. Se quedaron ahí, mirando y pensando, el tiempo suficiente para que él pudiera pensar en una forma de escapar.

Recuerdo ese momento: mientras me sacaba de los restos de la camioneta y verificaba que estuviera bien, agarró mi rostro, me besó y me dijo que lo perdonara por todo lo malo que me había hecho. Se quitó del cuello una cadena de la virgen y me la entregó. Me abrazó y de un grito me dijo que corriera, que él estaría tras de mí. Corrí y corrí. Escuché disparos y luego una gran explosión. Aún así no me detuve. No podía pensar con claridad. Sola llegué a un pueblo. Sucia.  Él no estaba tras de mí. Él se quedó para que yo pudiera huir. Con él había sido cautiva, y ahora sin él también lo sería.  

| Nota del editor *

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