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Con motivo del Día del Periodista: Orlando Cadavid Correa a ritmo de el empastre

Antes de las siete de la mañana Orlando Cadavid Correa llegaba en su Fiat 147 color crema, a la sede de Colprensa en la Diagonal 34 No. 5-63 del barrio La Merced en Bogotá. José, el portero, le entregaba ejemplares de El Tiempo, El Espectador, La República, El Siglo, un manojo de cartas y su primer tinto.

Ascendía a toda velocidad hasta el tercer piso donde tenía su oficina, que era un pequeño cubículo desde donde divisaba la sala de redacción de la Agencia Colombiana de Prensa, Colprensa, una iniciativa empresarial de Promec Televisión y 8 periódicos regionales, pero que desde finales de 1980 se había convertido en una verdadera empresa de redacción de noticias.

A su lado estaba la oficina de Ángel Romero Bertel, el jefe de redacción, quien llegaba un poco más allá de las once de la mañana. Al fondo dos escritores traspasaban las cuartillas a largas cintas amarillas que luego se transportarían a través del 45153, el télex más moderno de Colombia.

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Orlando revisaba cada una de las páginas de los diarios, hasta los clasificados, mientras fumaba tal vez su segundo o tercer cigarrillo y agotaba otra taza de café negro.

A las ocho de la mañana llegaba el grueso de redactores y de inmediato se armaba el Consejo de Redacción. Cada uno de los periodistas iba dando su informe: “Hoy nos dieron primera en El Colombiano”, decía uno, “A mí me destacaron en Occidente”, comentaba otro. “Muy buena nota en El Heraldo” y así sucesivamente. Después de este “relajo” venían las instrucciones de Orlando Cadavid. “Hoy aprueban Ley de Presupuesto, Núñez”, le decía al redactor económico. “No se olvide pasar por el ministerio de la Defensa y ver qué pasa con el caso Betterman”, le manifestaba a César Vallejo, encargado de las notas judiciales. “Arturo, fájate una crónica sobre Pelé que vendrá a Colombia”, le recordaba a Jaimes, el dueño de la sección deportiva. Y así sucesivamente impartía las instrucciones a Giraldo Gaitán, Hernando Salazar, José Yepes Lema, Óscar Domínguez, José Vicente Arizmendi y a este servidor. A otro le decía, “hay que confirmar esa información”, “busque la contraparte”, “eso no es así”.

Quince minutos después concluía la reunión: “Bueno, a la tarea” y todos en coro respondíamos: “listo”.

Era un ejército de redactores que sólo tenían en la mente las palabras “noticia”, “chiva”, “primicia”, “primera página”, “entrevista”, “reportaje”, “informe”, “crónica”.

A las diez de la mañana comenzaban los télex y telefotos a sonar con sus ruidos característicos que le daban vida a la agencia, mientras en la sala de redacción las máquinas Remington eran aceitadas y, si era necesario, se les cambiaban las cintas para que las notas quedaran nítidas.

La sinfonía de tecleado, en su mayor esplendor era hacia las 4 de la tarde cuando todas soltaban notas sin parar. “Chuzógrafos” o mecanotaquígrafos les sacaban chispas a teclas y rodillo y emergían cuartillas en papel periódico a todo dar.

Aura Rosa García, la secretaria de la redacción repartía la correspondencia o daba las razones. Ella llegaba a las 8 de la mañana y salía a las 6 de la tarde. Nunca llegó ni más temprano ni tampoco salió después del crepúsculo. Aunque tenía un trabajo abrumador, jamás tuvo un papel encima del escritorio. Era la señora de la perfección y los regaños.

Decenas de “chivas” –verdaderas primicias se dieron en aquella época en Colprensa–, cientos de informaciones, un sinnúmero de entrevistas con noticias, reportajes, crónicas quedaban impresas en primeras planas.

Ninguna de las noticias se emitía, sin el visto bueno de Orlando Cadavid Correa, quien todo el día estaba al lado de los redactores, los llamaba a su oficina, les pedía una y otra cosa y tenía en mente cada uno de los acontecimientos del día, desde palabras del presidente, el entorno internacional, los precios del dólar y el café, los resultados del fútbol y hasta los ganadores en el hipódromo de Los Andes.

A las doce del día se sintonizaban cuatro o cinco radios que sonaban al tiempo. Se sintonizaba Caracol, RCN, Todelar, Súper y hasta el Grupo Radial Colombiano. Orlando se detenía por segundos en cada una de las emisiones y comentaba: “ya lo dijimos”.

No se le pasaba una coma, una tilde o un punto. Corregía con bolígrafo de tinta roja y hacía un círculo donde había detectado un error.

Mis cuartillas, casi siempre, podían llevar entre 50 ó 60 ruedas. Gilberto Rodríguez, el transcriptor del télex me decía: “hermano, no le cabe un redondel más, esto parece ya un jeroglífico”.

¡Cuántos dolores de cabeza le produjimos a don Orlando! Mil excusas.

Creaba “El reportaje de la semana”, “La investigación del mes”, “La entrevista de Colprensa” y la columna “Pantallazos” o “El informe económico”.

Periodismo, periodismo, periodismo, del puro.

Conocía mil historias de los políticos de turno, si alguna vez hubiera querido montar una discoteca hubiera tenido un éxito impresionante porque sabía de tango, boleros, salsa, baladas, vallenatos –de los buenos–, bambucos, rancheras y hasta de grupos como El Empastre.

Para él, ese grupo cómico musical catalán era el que mejor había interpretado el pasodoble Feria de Manizales.

Se gozaba a quienes no teníamos idea de música y entonces se deleitaba con sus preguntas.

–A ver Romero, ¿Cuál es la versión más espléndida de “Colombia mía” de Luis Uribe Bueno?

–Ni idea, don Orlando, le respondíamos retraídamente.

–¿Si ven? Estos jóvenes qué van a saber de música, si sólo escuchan baladas de Raphael. Aprenda: la hizo “El coro Cantares de Colombia”.

Esos eran los pocos átimos de solaz que tenía Orlando Cadavid Correa en aquellos tiempos que el M-19 daba la guerra robándose espadas, asesinando líderes sindicales o gringos, robando armas, secuestrando, asaltaba camiones de leche y palacios de justicia, mientras que Félix Correa se llevaba una millonada tumbando a los ricos del país, comenzaba el auge del maldito narcotráfico y Claudia de Colombia era la estrella en el mundo de la canción.

Eran las nueve de la noche y la sala de redacción se quedaba en silencio y a esa hora Orlando procedía a dar la última revisión a las notas y a dejar apuntes para el día siguiente. Una hora después llamaba al 2454545 y preguntaba al redactor de turno: “¿qué ha pasado?

Y los sábados, aunque salía al medio día, retornaba por la redacción a las siete de la noche para mirar las recientes notas.

Era incansable. Jamás fue a un coctel, aunque podía recibir 5 ó 6 invitaciones al día. Nunca aceptó una invitación a un almuerzo. Los viernes no rebajaba la bandeja paisa donde el señor Mendoza, donde departía con Roberto Pombo, hoy director de El Tiempo y en aquellas estaciones era redactor político de la agencia o con parte de la redacción.

Hace poco, en una clase de redacción impartida a jóvenes de Comunicación Social de la Universidad Sergio Arboleda, con el magistral narrador Ramiro Dueñas, una estudiante –después de la explicación sobre la función de informar por parte de Orlando Cadavid Correa—preguntó tímidamente: “¿alguna vez lo vio llorar?”.

–Si. Cuando asesinaron vilmente a don Guillermo Cano.

Y los muchachos comprendieron cómo era el ejercicio del periodismo.

| Nota del editor *

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