En Agente secreto Kleber Mendonça Filho no filma una historia, le hace una disección a un país enmarcada en una maravillosa dirección de arte que ambienta el Brasil de 1977 de parte del también brasilero Thales Junqueira, gracias a que cada detalle es un viaje en el tiempo lleno de belleza retro. La película se desarrolla durante la dictadura militar con referencias conocidas hacia esa cultura como el carnaval, sumergidas en la clandestinidad, donde cada calle de Recife susurra secretos que el tiempo no ha sepultado.
Marcelo (Wagner Moura), el prófugo que busca reencontrarse con su hijo es más que un personaje: es una figura espectral que atraviesa un país en estado de simulación, donde la alegría es fachada y el terror la forma de un país sumergido en una violencia estatal e impuesta por condiciones poco favorables, que cintas maravillosas como Aún estoy aquí (2024) también muestran la dictadura militar.

La mirada del director Mendonça Filho es literaria y condensa dolores históricos como en Pra Frente, Brasil (1982), o el documental Verdade 12.528 dirigido por Peu Robles y Paula Sacchetta, un ejercicio de memoria, con el paisaje de Recife de fondo donde el thriller político se funde con la poesía del desencanto y donde los personajes se perciben cada vez más cercanos, gracias a la historia compartida de América Latina de conflictos y violencia.
Desde la idiosincrasia de un carnaval o de la primera plana de un diario matutino con el vértigo de su prensa imprimiendo la noticia que deja al descubierto lo popular y sus continuos inventos, la misma historia del Brasil que se disfraza para sobrevivir. La ciudad vibra con colores, música y cuerpos en movimiento, pero bajo esa superficie se esconde una coreografía de vigilancia, traición y duelo. La cámara, siempre inquieta, se desliza entre lo festivo como si el cine mismo estuviera buscando una verdad que se escapa entre las grietas del tiempo.

Wagner Moura encarna a Marcelo con una mezcla de vulnerabilidad y melancolía. Su rostro, marcado por la fatiga y la esperanza, es un mapa emocional del exilio interior. A su alrededor, los personajes orbitan como fragmentos de una memoria rota: madres que lloran en silencio, hijos que no reconocen a sus padres, policías que sonríen mientras torturan. Cada gesto está cargado de historia, y cada diálogo es una confesión cifrada.
Lo que distingue a Agente secreto no es su trama, sino su textura. Mendonça Filho construye un rompecabezas visual y sonoro que exige paciencia y entrega. La música, compuesta por Tomaz Alves Souza y Mateus Alves, no acompaña: interroga. La fotografía de Evgenia Alexandrova transforma Recife en un espacio de luces quebradas y sombras persistentes, donde lo real y lo imaginado se confunden.

Esta no es una película que se consume: es una que se atraviesa, pero el espectador debe comprometerse a poner la suficiente atención para ver lo que tiene he intenta contener, una narrativa que por momentos parece confusa, pero con una intención que consiste en transmitir la confusión del protagonista hacia la audiencia, creando una conciencia de esa realidad momentánea.
Pueda que parezca pretencioso que el director por momentos proponga una película demasiado personal, pero la recreación del poder, la corrupción, la influencia de la muerte y sus invitados inesperados hacen que Agente secreto tenga un carácter tan humano como íntimo en una Latinoamérica que estalla cada vez que puede, pero que sigue en pasiva y en constante deliberancia.

Una película emocionante para los que tengan paciencia, que será bien recompensada. Un thriller que es un canto fúnebre disfrazado de película de género, que nos recuerda que la memoria es clave y que el pasado nunca está muerto, apenas se disfraza. Juzguen ustedes.