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El disfraz de una mentira – primera parte

Un hombre, una mujer, un mismo espacio y alguien que escucha con atención, el disfraz de una mentira.

Una crónica de: Michele Lorena Quesada

Primera parte.

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Eso de que un hombre es aquel que define su vida y establece una familia, es una gran mentira. Un hombre es aquel que vive en paz y feliz consigo mismo sin depender de un individuo, pero ya con el tiempo uno se va dando cuenta de eso.

Lujan es un hombre criado y nacido en el seno de una familia de estrato medio y tradicional en la ciudad de Bogotá, desde muy joven se consternó al empezar a sospechar sobre ciertos gustos suyos, pero no sexuales sino visuales, sí, visuales. No se veía ni se ve con vestiduras de hombre desde sus 13 años, pero fingía amar sus prendas por respeto a sus padres, pues como ya se dijo, eran muy tradicionales. Al cumplir la mayoría de edad sin haberse graduado del colegio recuerda que su padre, el señor Albeiro, fue a su habitación y sin previo aviso abrió la puerta de un manotazo y le dijo:

– ¿Bueno y usted qué mijito? No pensará ir a la universidad, eso es para ahuevados, los hombres de verdad, así como debe ser usted, anhelan ingresar al ejército.

Un poco consternado por sus palabras y actos solo asintió sin bufar nada, sabiendo que de ser así le causaría grandes problemas y eso no va con él. Se describe como un ser tranquilo, respetuoso y temeroso a los cambios que le pueden traer las sorpresas de la vida, pues siempre ha sido muy cauteloso y acatador a lo que diga su familia.

Él no lo quería hacer, por supuesto, en sus adentros algo le quemaba y le generaba remordimiento ser tan gallina y no dar a conocer lo que verdaderamente anhelaba para su vida. En medio de esa oscura noche una mezcla de ira, melancolía y miseria le hicieron brotar lágrimas con la duda de qué carajos iba a hacer con su existir si no pondría en marcha lo que verdaderamente amaba. Se graduó de bachiller y afirma que fue el primer día que vio en los ojos de su padre un tris de felicidad y orgullo.

Consiguió un trabajo ayudando en una floristería cerca a su casa, pues la dueña era muy amiga de su madre y le encantaba que al terminar la jornada no le faltara su cafecito con pan para calmar el hambre y bajarle a ese frío de Bogotá. Y si se lo preguntan como yo me lo pregunté, claro que a su padre esa labor le pareció una deshonra, pero, para Lujan trabajo es trabajo y que su padre no lo jodiera porque ya  estaba muy grandecito como para que le dijera qué hacer, lo comentaba tan seguro recostado en esa silla mirando ese recuadro con frutas rojas y verdes como si tratara de encontrar en ellas un apoyo para la gran mentira que estaba diciendo, porque él sabe que no fue así, y me atrevo a asegurar por sus expresiones que ese joven de 19 años de edad moría de temor por haber conseguido esta labor.

Ahora se pregunta por qué no luchó por sus sueños y puso en marcha ese deseo de ayudar a los animales si conseguía trabajo y estos le generaban un buen ingreso. El miedo es la peor atadura del hombre, te atrofia y te deforma cualquier anhelo, meta o sueño, si no consigues armarte de valor ese temor siempre retumbara en tu cabeza como un tambor haciéndote las noches frías, largas y dolorosas por ignorar lo que verdaderamente pudiste llegar a amar o ser.

Asegura que ese temor lo heredo de su madre, la señora Esperanza, una mujer tonta, sumisa y pendeja por dejarse preñar de un patán que decía amarla, pero es su madre y él la ama a pesar de que siempre se quedaba callada cuando aquel hombre lo reprendía sin una justa razón y solo sostenía aquel argumento de que “así es que se debía criar a un barón”.

Al pasar los años ya decide (como siempre) poner de lado sus sueños y obedecer a su padre dejando en su oscuro vagón de los deseos, como él lo describe, poder ser un profesional en zootecnia, frunció el seño expresando “ya sabía que lo haría, porque habré pospuesto tanto las vainas”.

Y a mis 28 años me metí en esa vaca loca sin saber y sabiendo toda la mierda que estaría por venírseme encima, recuerdo que sí, mi padre estaba eufórico pero mi madre no tanto… Toda madre sabe y siente lo que quiere su hijo y pues la mía no era la excepción, me preguntó una y mil veces ¿Mijo esta seguro? Usted esta a tiempo, no lo haga para hacer feliz a su padre, hágase feliz a usted primero y ya luego se preocupa por el resto.

Ignoró todos esos sabios consejos y dejando de lado todo, se sumergió en lo que él llama la mejor etapa de su vida… ¡Ja! Me causo demasiada impresión escuchar eso, y más que esta vez sentí que si lo dijo enserio, detonaba seguridad, aprendizaje y dolor por esos ojos marrones oscuros, oscuros acompañados de unas ojeras cargadas de desvelos por el dolor de esa mentira que viene guardando y muy pocos somos los afortunados en saberla.

Cuando ingresó al ejército en medio de tanta exigencia y soledad la pasaba más que mal, recuerda, mientras frotaba las mano en busca de calor a ese frío recuerdo, como lo trataban cada que no podía del sueño por el cansancio y se referían a él como un maricon por no querer pasar por encima de la integridad de los civiles y compañero, con el tiempo, estos tratos fueron cambiando dice él que es como el ritual de iniciación, “pero claro que qué ritual de iniciación tan marica y vacío de calidad humana y hombría” aseveró con una expresión de asco y rechazo hacia sus ex compañeros.

Fueron doce años cargados de todo tipo de experiencias, recuerda una de sus favoritas por el toque juvenil y ese sentimiento de aventura que lo dejó un poco marcado. Pues fue allí donde se percató que su gusto hacia las mujeres seguía, pero las prendas de estas damiselas eran su gran fetiche. Amparo, una mujer de 28 años, un poco joven para su gusto, pero bella así que así no habría disgusto. Llevaba un vestido de rosas blancas con toques verdes y su fragancia era simplemente elegancia y la elegancia no se describe, se percibe.

Era confiada y eso le encantaba, siempre que pasaba al frente de él se tambaleaba como si el viento tuviera control sobre su cuerpo con esas bellas prendas que en ella se veían perfectas, se fueron conociendo poco a poco y entre mirada y mirada todo tipo de picardía se atravesaba hasta que les llegó el día de conciliar y calmar esas ganas y atracción que se tenían. Fue una noche oscura y estaba en medio del servicio, pero a quién carajos le va a importar quitarse las vestiduras por unos 30 minutos de placer, a nadie, y nadie diría nada porque no había pájaros por la costa, se sabía que iba a llover por los relámpagos que se asomaban detrás de las montañas incitando a estos individuos a darse calor y calmar esa hambre feroz de sexo. Siendo así, pasó lo que tenía que pasar.

| Nota del editor *

Si usted tiene algo para decir sobre esta publicación, escriba un correo a: jorge.perez@uniminuto.edu

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