Este espacio reducido también es el hogar de caballos, aves e innumerables insectos, así como de Zoe Lucas. Ella es una mujer que lleva más de 40 años investigando este lugar, documentándolo y cuidándolo.
Grabado en 16 mm y con luz natural, ofrece una textura personal, como si fuera un viaje familiar grabado en los años 90. El documental construye una imagen tan personal, absorbente y onírica. En lugar de abrumar al espectador sin cesar, construye un personaje humano tan real como irreal. La directora está más interesada en la isla y en quienes la habitan, encontrando tomas y encuadres que se complementan con la textura del celuloide para dar como resultado una combinación tan atractiva como coherente con todas sus imperfecciones.
Los cortes provocados con una intención clara demuestran lo orgánico, como cuando se termina la cinta, mostrando imágenes granulosas, tan propias de este formato, produciendo la sensación de estar viendo algo alejado de la tecnología, del mundo que está más allá de lo que se ve a simple vista.
La fotógrafa complementa esta exploración del ciclo de vida en la isla con técnicas experimentales que le dan un toque poético a sus imágenes, como retazos de metraje toma tras toma, sumergiendo al espectador entre restos de plástico o excremento de caballo, para luego revelarse como descubrimientos que casi hipnotizan. Es una película densa, exigente de ver, pero con alma propia que muestra lo complejo que es nuestro mundo y, una vez más, la destrucción a la que está expuesto. Es una manera muy digna de iniciar este descubrimiento en el Festiver.