Lo primero que resalta es la puesta en escena: una fotografía que privilegia los contrastes entre la luz dorada de los palacios y la penumbra de los campos de batalla. El diseño de producción apuesta por la monumentalidad, con vestuarios que evocan tanto la mitología germánica como la fantasía contemporánea.
Narrativamente, la serie combina realismo histórico con elementos fantásticos, lo que le permite oscilar entre la crudeza de la guerra y la fascinación por lo sobrenatural. El guion se apoya en amores imposibles y traiciones inesperadas, recursos que, aunque familiares, se revitalizan gracias a la intensidad de las interpretaciones.

Es imposible no pensar en Game of Thrones al ver los primeros episodios: la fragmentación política, los clanes enfrentados y la constante amenaza de lo mágico. Sin embargo, La Guerra de los Reinos se diferencia al anclar su relato en una tradición literaria europea más antigua, el Cantar de los Nibelungos, lo que le otorga un aire de tragedia clásica.
La serie no busca únicamente el impacto visual, sino también reflexionar sobre el destino colectivo y la fragilidad de las alianzas. En ese sentido, se acerca más a la épica literaria que a la intriga cortesana.
La Guerra de los Reinos es una obra que apuesta por la densidad simbólica y la espectacularidad audiovisual. Su mayor virtud está en la capacidad de fusionar mito y política, ofreciendo al espectador tanto entretenimiento como resonancias culturales.

¿Es innovadora? Quizás no en su estructura, pero sí en su intento de recuperar la raíz legendaria de la fantasía europea y trasladarla al lenguaje televisivo contemporáneo. Para quienes buscan una experiencia intensa, cargada de batallas y dilemas morales, esta serie se perfila como algo prometedor desde sus dos primeros capitulos. Jusgues ustedes.








