Por: Nidia Yaneidi Lesmes Huertas.
Sus primeros trabajos, como los de la mayoría de los provincianos recién llegados a la capital, eran oficios varios. Por aquel tiempo se desempeñaban como empleadas domésticas, y cada una trabajaba para diferentes familias como internas, por lo que se veían ocasionalmente cada mes en los días que les correspondía su día de descanso.
Sus lugares de trabajo quedaban distanciados, pues mientras Yaneth trabajaba en el Condominio de Castilla, ubicado cerca de la Avenida Boyacá con Américas, Nubia trabajaba por la Calle 80 en el barrio La Española. Aquel día tenían una misión específica: las dos habían ahorrado su sueldo de tres meses para enviárselo a su padre. Nubia recuerda: “Nosotras queríamos ayudarle a mi papá que por ese tiempo tenía muchas deudas, y ese día íbamos a encontrarnos con un conocido de la familia que le llevaría esa plata”.
El día para Yaneth, la mayor afectada, empezó normal. Se levantó muy temprano y tomó su primer café del día, luego se arregló, desayunó y salió a reunirse con su hermana. Por su parte, Nubia hizo lo mismo, y se dirigió hacia el punto de encuentro predilecto para ella y para su hermana, claro, hasta ese día, un puente que quedaba cerca a la intersección de las avenidas Boyacá con Américas.
Por aquella época, Nubia recuerda que no salía frecuentemente debido a la naturaleza de su trabajo y a que era una recién llegada a la ciudad, y añade: “Bogotá para ese tiempo era muy fría, por eso era que la llamaban la nevera”. Era la Bogotá de 1993, y ellas actuaban de manera inocente. Lejos estaban de imaginar los peligros que podrían correr en la ciudad, pues no creían que las personas fueran capaces de engañar a otras con tal de hacerles daño, pues ellas venían de un sitio donde la gente nunca hacía ese tipo de cosas.
Cerca de las nueve de la mañana, y en vista de que iba tarde para su cita, Yaneth tomó un colectivo de aquellos que circulaban por ese tiempo, casi siempre pequeños, donde se aglomeraban las personas, invadiendo hasta la asfixia el espacio del otro, la mayoría de ellos con torniquetes que registraban la entrada de los pasajeros, conducidos por conductores que además debían recibir el dinero correspondiente al valor del pasaje y dar los vueltos; en ese entonces, según recuerda Nubia, el pasaje costaba más o menos 180 pesos.
Durante el recorrido, Yaneth fue de pie todo el tiempo; el bus iba muy lleno y lo único que recuerda haber sentido era que la apretaba la aglomeración. Llevaba un short holgado de dril, lo cual facilitó el cometido del ladrón. Ingenuamente y libremente, como debería ser, había guardado el dinero en uno de los bolsillos de su short, y a cada momento sentía el tumulto de personas que se movían en medio de los reducidos espacios, que se empujaban y trataban de salir a como diera lugar.
De pie y prácticamente inmovilizada, apenas podía sostenerse para no caer ante la brusquedad de frenar del conductor. Cuando por fin llegó a su destino descendió del colectivo sin percatarse de que ya no llevaba el dinero en su bolsillo.
Minutos después se encontró con Nubia, y una vez se saludaron se dirigieron a encontrarse con su paisano, el encargado de llevarle la encomienda al señor Huertas, el padre de las dos jovencitas. Como acto natural y casi inconsciente, Yaneth llevó su mano al bolsillo derecho de su short: sintió entonces un vacío en su bolsillo, y en su estómago también, y en milésimas de segundos pensó: ¿Y la plata? Pero, si la traía en esté bolsillo: ¡No puede ser, me robaron! ¿En dónde? Yo venía caminando y luego en el bus: ¡Claro, en el bus!
Frente a su hermana, con incertidumbre y cara de asombro exclamó: “¡La plata!”. Nubia respondió: “¿Cómo así?”, “La plata, la traía aquí, en esté bolsillo, y ya no está”, dijo Yaneth angustiada. Nubia respondió: “Ay, no diga, luego usted dónde estaba, o a dónde entró, o en qué venía”, y Yaneth respondió: “Cogí un bus porque venía tarde”.
Luego de pasar por el asombro y aún sin aceptar haber sido despojadas tan arbitrariamente de sus esfuerzos de tres meses, y de la posibilidad de ayudar a su papá, Nubia recuerda: “Empezamos a caminar rumbo a la casa donde trabajaba mi hermana, que estaba sola porque sus jefes mantenían viajando, por eso continuamente la visitaba, almorzábamos y pasábamos la tarde juntas”.
El dilema ahora era cómo le dirían a su papá que no le podrían enviar el dinero que le habían prometido: les preocupaba dos cosas: él necesitaba con urgencia ese dinero, y cuando le dijeran que habían sido robadas, se preocuparía y probablemente le pediría a la menor que se devolviera para la finca. Decidieron no preocuparse por eso, pues como dice Nubia: “Teníamos que esperar que nos llamaran desde la casa al número telefónico del trabajo, porque en ese tiempo no existían los celulares y esa era la única forma de comunicarnos”.
Minutos después iban caminando, cuando de repente, como salido de la nada pasó por su lado un ciclista, al que vieron que se le cayó un paquete. Seguidamente, apareció una señora, que recogió el paquete y lo guardó rápidamente. Advertida de que las muchachas la habían visto, acelerada se dirigió a ellas y en voz baja y con malicia les dijo: “¡Miren! es dinero, y es mucho”; sonrojada apretaba el paquete en sus manos y continuó: “Si se devuelve el man, no vayan a decir nada, y nos lo repartimos”. Era una señora de cerca de 40 años, robusta, de corta estatura y poco acicalada.
Esto ocurrió en cuestión de segundos, y Yaneth y Nubia, en medio de su conmoción por el robo y lo sucedido con la situación observada, no se habían movido del lugar donde se encontraban. Y como si se tratara de una predicción, acto seguido vieron al ciclista devolverse por donde había pasado segundos antes; venía preguntándoles a los transeúntes si habían visto un paquete que se le había caído.
Casualmente, este señor se dirigió a Yaneth, a Nubia y a la recién llegada, y con desespero les dijo: “Ay, ¿será que ustedes no vieron un paquete que se me cayó? La desconocida respondió: “No, para nada, no hemos visto nada”, y se dirigió a Nubia y a Yaneth preguntándoles: “¿Cierto que no?, no hemos visto nada”. Persuadidas y confundidas, ellas asintieron positivamente a la pregunta.
El ciclista insistió para que de pronto se acordaran de un objeto con las características que luego describió: “El paquete es como de este tamaño”, al tiempo que intentaba recrearlo con sus manos, y prosiguió: “Venía envuelto con una liga, como esta, pero es que no sé cómo mostrarles para que entiendan”.
En seguida sacó de uno de sus bolsillos un papel, lo dobló y lo envolvió en la liga que tenía en sus manos, y siguió diciéndoles: “Pero es que así no me da el tamaño. ¿Será que ustedes no tienen algo para envolverlo y mostrarles cómo era el paquete?”. Yaneth y Nubia se miraron entre sí con asombro y confusión, y lo dejaron continuar. Él dijo: “¡Ay! ya se, préstenme sus relojes y les muestro”. Sin resistirse, ellas se quitaron sus relojes y se los entregaron.
Una vez armado el paquete, con la esperanza puesta en que le dijeran que sí, les insistió: “Así era el paquete, ¿seguras que no lo han visto?”, pero la señora que había recogido el paquete respondió sin dejarlo terminar la oración: “No, no hemos visto nada”. En vista de la negativa, el ciclista le devolvió el paquete a Yaneth, que ella guardó en un bolsillo de su short. El hombre les dijo que iría más allá, a ver si de pronto alguien había visto el objeto perdido.
Una vez él se alejó, con una actitud satisfecha, la desconocida les dijo a las muchachas: “¡Listo! aquí hay mucha gente, entonces ustedes cojan por aquí, y yo por allá, y nos vemos en esa esquina en diez minutos y nos repartimos la plata”, señalándoles la dirección donde se encontraba el sitio de encuentro.
Sin reaccionar y sin tener claro lo que acababa de pasar, Yaneth y Nubia empezaron a caminar en dirección al lugar acordado. De pronto, instantáneamente Yaneth tuvo una pizca de lucidez e inmediatamente detuvo la marcha, introdujo su mano en el bolsillo al tiempo que le dijo a Nubia: “¡Espere tantico!”: sacó el paquete y lo desenvolvió con curiosidad.
Retiró la liga y medio desenvolvió el paquete, y por segunda vez, en el mismo día y en menos de dos horas repitió: “Nos robaron”, y acto seguido profirió una serie de madrazos. Nubia, anonadada, se llevó las manos a la cabeza y exclamó: “¡Los relojes!”.
Con mayor conmoción y con la esperanza que la actuación de la señora no hiciera parte del montaje de este segundo robo, y como acto de negación, continuaron caminando hacia la esquina donde las habían citado, donde, como era previsible no encontraron nada ni a nadie. Sin que hubiera llegado el mediodía este par de hermanas, de origen boyacense, tuvieron que devolverse a pie, porque a Yaneth, además de robarle el dinero destinado a ayudar a su padre, también le robaron el dinero que llevaba para sus gastos; por su lado, Nubia tenía apenas monedas para pagar un pasaje.
Se dirigieron al lugar de trabajo de Yaneth, y Nubia recuerda: “Ese día estuvimos muy aburridas, más que todo mi hermana, ella era muy noble y muy sensible”. Y si, así tal cual recuerdo a mi maravillosa madre.