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Sobre la violencia a partir de la ruptura comunicativa: Camilo, la historia de muchos (Parte2)

"El hombre moderno se rodea de infinitas posibilidades de Comunicación y,paradójicamente, es lo que siempre le falta’’ Marcel Marceau.

Por Julián León

Es desde este primer panorama que su vida viene a dar el último respiro el día viernes 18 de mayo del 2018, particularmente en los alrededores del barrio en el que siempre vivió desde que su padre, faltando pocos meses para morir, compró un modesto apartamento. Ya era cerca de las 12:30 del mediodía en el barrio Casa Linda del Tunal, y el sol daba sus máximos toques de calor, rayos centelleantes que se estrellaban contra los parabrisas de los vehículos estacionados en los parqueaderos del sector. A pesar del calor, Camilo se dirigía a su lugar de residencia luego de haber pasado una noche de tragos celebrando la muerte del asesino de su mejor amigo al que apodaban Chita. Al llegar al apartamento, se da cuenta que ha olvidado su canguro en aquella casa en la cual transcurrió su última noche. Decide devolverse por él, no sin cruzar una decisiva y memorable conversación con su señora madre:

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-¿Hasta cuando me va a tener con este sufrimiento de no saber pa’ donde va ni qué hace? – pregunta ella.

-Ay mamá, dejemos de pelear. Ya vengo que tengo que ir por mi hijo para pasar este fin de semana juntos- responde.

Las últimas palabras del protagonista de esta historia; las palabras más memorables en adelante para una madre viuda y ahora perdedora de su hijo más amado. Camilo sale de aquel sitio. Para llegar a su destino tiene que cruzar dos parqueaderos, dos parques barriales, una panadería, cerca de tres tiendas que se encuentran por el camino y una concha acústica, como se le conoce en el sector al lugar donde se preside la misa dominical. Seguramente al pasar el último parqueadero, saludó por última vez a su tío Adolfo, pues éste es el administrador del mismo. Seguramente.


Al llegar al último parque, uno grande adornado con una novedosa pista de patinaje y varios elementos de ejercitación corporal, ubicado justo al frente de la concha acústica, Camilo se topó con tres hinchas de Santa Fe. Es aquí donde se presenta el típico punto de quiebre en los lazos comunicativos entre nosotros; comienzan las agresiones verbales de parte y parte, principalmente debido a los divergentes colores de las camisetas de Camilo y los otros tres individuos.


Lo que sigue es traumático y fuerte; un botellazo en la cabeza de Camilo lo deja prácticamente desorientado según se alcanza a ver en las grabaciones ciudadanas consultadas. El mismo tío, don Adolfo Perdomo, será ficha clave en el posterior entendimiento del asesinato pues al ser administrador del parqueadero, tuvo total acceso a las cámaras de seguridad en donde se visualiza una cruel escena: tres individuos apuñalando en diversas partes del cuerpo a un desorientado joven con camiseta de Millonarios. Llegados a este punto, uno se pregunta: ¿qué hacían las demás personas? ¿Dónde estaba la policía? Pues bien, mientras los primeros grababan con sus teléfonos móviles (escena característica de la deshumanización de nuestro actuar debido a la bobalización que trae consigo la tecnología moderna), los segundos no aparecieron sino hasta cuando Camilo ya presentaba enfriamiento cadavérico y cierto livor mortis; las primeras fases de un cadáver humano.


Su madre estaba a oscuras de la verdad que se acercaba imprevista a su realidad. Su hijo amado, aquella oveja descarriada que por instinto o quién sabe qué una madre suele querer y preocuparse más, atravesaba en ese mismo momento del medio día hacia otra dimensión y contextos que siempre han sido blanco de especulación humana. Aquel paso de un mundo a otro, para Camilo se dio en medio del morbo de los transeúntes por su cuerpo ahora embadurnado de sangre y rodeado por los flashes indiscretos de las cámaras de los teléfonos. Es en estas donde se ve su posición final: boca abajo, sobre un escandaloso charco de sangre oscura, con su pierna derecha doblada sobre su otra pierna mostrando los tatuajes de su pantorrilla y con sus brazos ya pálidos exhibiendo de igual manera sus marcas artísticas. La parte superior del cuerpo de Camilo yace sobre el pasto recién cortado y la otra mitad sobre el tibio concreto. Camilo murió oliendo el pasto y el singular aroma de la clorofila, usando las mismas zapatillas que había estrenado el diciembre anterior.


Al siguiente día, sábado caluroso igualmente, pasé por aquel lugar aun desconociendo que había sido el escenario del trágico suceso del día anterior. La noticia ya se había hecho eco, pero el lugar exacto seguía siendo incógnita excepto para los habitantes cercanos. Algo llama mi atención: una gran mancha de sangre aun fresca en un costado del parque, en la precisa intersección entre el pastal y el concreto. Allí había caído Camilo. ¡Cuántas cosas tendrían que contar aquellas paredes y aquel pastal si pudieran comunicarse!

-Dios mío, mi Camilito – dice mi mamá.


El día de su sepelio fue el domingo siguiente. Familiares, amigos, conocidos, todos se dieron cita en una modesta funeraria de la compañía Capillas de la Fe, ubicada sobre la Avenida Primera de Mayo con Boyacá. El calor del recinto se hacía agobiante; Camilo lucía irreconocible visto desde la óptica de aquellos que siempre lo veíamos sonriente y saludable cualquier día en cualquier lugar del barrio que nunca lo olvidará. Sobre su féretro se ubicó con permiso de su madre una bandera alusiva a la barra a la que pertenecía y a la localidad en que vivía: Z – 19.


Aún retumban en el pensamiento los canticos que entonaban desde el exterior sus amigos barristas y conocidos que se unían al clamor del momento, acompañados de un estrepitoso tambor tocado por alguien con buen ritmo y destreza:
– Gracias Camilito por ser de los pibes (…), Ahora desde el cielo estás alentando (…), Gracias mi guerrero mi sincero hermano (…)

No se pierda la parte final de la historia: Sobre la violencia a partir de la ruptura comunicativa: Camilo, la historia de muchos.

| Nota del editor *

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