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Tejiendo y cociendo se fue forjando una vida

Por: Sara Gabriela Amariles Segura

Según cuenta mi abuela Isabelina, una vez estaban tejiendo una colcha para el bebé de una amiga de mi bisabuela Bárbara; se les pasó el tiempo y no les llevaron las onces a los jornaleros, cuando de sorpresa llegó Luis Patiño, mi bisabuelo. Bárbara guardó las agujas en un cajón, dobló la colcha, la puso en una silla y mandó a jugar a mi abuela Isabelina con sus hermanos.

Luis se enojó y empezó a gritarla y a insultarla. Por la época las mujeres eran sumisas, calladas y no tenían derecho a decir nada porque las maltrataban, como fue este caso. En medio de la discusión, Luis abofeteó a Bárbara, sus hijos dejaron de jugar y guardaron un absoluto silencio, entre los que estaba mi abuela. Durante los siguientes días la rutina continuó: Bárbara se dedicaba a los oficios de la casa, a sus hijos, a lo mismo de todos los días, pero ya no le enseñaba a tejer a mi abuela. Pero ¿por qué esa reacción de Luis, mi bisabuelo?

Mi bisabuela Bárbara le enseñó toda clase de tejidos a mi abuela Isabelina desde muy pequeña, aunque le advertía que no podía decirle a su papá porque no las dejaría tejer y les diría: “que porque estaban perdiendo el tiempo, que se dedicaran a cosas de la casa, que su deber era estar en la cocina”.

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El padre de mi abuela, mi bisabuelo Luis, nunca fue cariñoso con ella: era dueño de una finca y trabajaba todos los días en el campo. Tenía jornaleros y lo único que le importaba era que su esposa Bárbara hiciera todo lo de la casa: que tuviera listo el desayuno, las medias nueves, el almuerzo, las onces y la comida para sus jornaleros.

Me cuenta mi abuela Isabelina que las mujeres vivían todo el día en la cocina, que se levantaban a las 4 de la mañana para apartar los terneros de las vacas y ordeñarlas, porque también tenían que vender la leche en el pueblo; luego debían preparar el desayuno con arepas hechas a mano, despachar los jornaleros, terminar de arreglar los hijos y mandarlos al colegio que quedaba a media hora de la casa en el pueblo. Luego tenía que arreglar la casa, mandar las medias nueves al campo, poner el almuerzo y servirlo. En la tarde llegaban los niños del Colegio, entre ellos mi abuela Isabelina.

Su madre los mandaba a quitarse los uniformes para lavarlos de una vez, les daba comida y los sentaba hacer tareas, y cuando terminaban les enseñaba a recoger los huevos de las gallinas, alzar el desorden, sin embargo, en las tardes, antes de que llegara su padre, Bárbara le enseñaba a tejer a mi abuela, hasta ese día que llegó Luis enojado y le pegó a la bisabuela.

Un día Bárbara cambió su estrategia: algo le decía que tenía que enseñarles a sus hijos a crecer de una manera distinta, estudiando y aprendiendo cosas diferentes, así que empezó hacer pequeñas muestras de las distintas puntadas en la aguja y se las dejaba a mi abuela para que las replicara o imitara lo mejor posible, de tal modo que cuando mi abuela tenía 15 años sabía toda clase de puntadas y hacía trabajos hermosos, como gorritos, cobijas, vestidos de bebés, objetos hechos a croché, entre otros.

Imagen: Freepik

Su padre un día le presentó a mi abuela un hombre un poco mayor que ella, con el que la obligaron a casarse. Así pasaron los años y este hombre que es mi abuelo, Alfonso Amariles, cada noche llegaba tomado a la casa y perdido en su embriaguez.

Pasados algunos años mi abuela Isabelina tenía 11 hijos, así que estaba repitiendo casi la misma historia de mi bisabuela Bárbara. Mi abuelo, que se dedicaba a lo mismo que mi bisabuelo: la finca, los cultivos, el ganado, poco aportaba para la casa, porque lo que recogía lo gastaba en trago. Noche a noche tomaba con los trabajadores, y a veces llegaba a casa, otras noches ni llegaba y mi abuela se quedaba callada como de costumbre.

Mi abuela, al ver que cada día perdían más dinero mientras sus hijos necesitaban para cubrir sus necesidades, fabricaba y vendía tamales, queso, huevos y lo que podía, al igual que mi bisabuela, y como le encantaba tejer también vendía bufandas, colchas para bebés, entre otros accesorios. Un día compró una máquina de coser con los ahorros y sus vecinas le mandaban arreglos, así fue como mi abuela empezó a hacer trabajos informales para el pueblo y sus vecinas.

Cosía y tejía y poco a poco fue comprando máquinas hasta que en la sala de su casa tuvo una sastrería, o un negocio de croché. Poco a poco mi abuela fue creciendo en el arte de tejer y coser, y se hizo famosa en el pueblo por sus trabajos con los que sostenía la casa y los gastos de los niños; mi abuelo no le decía nada, no la golpeaba, tampoco le impedía trabajar en lo que pudiera, pero no hacía nada, vivía cruzado de brazos.

Creció de tal modo el taller de mi abuela, tanto que en unas elecciones le mandaron a hacer 150 camisetas estampadas con el logo del partido, reto que mi abuela aceptó. Por esa temporada, yo, que era ya más grande, fui de vacaciones un tiempo, así que pude ayudarla, aunque hacían falta más personas. Mi abuela contrató amas de casa que supieran de costura, de esta manera se realizó la producción de las camisetas.

Faltando un día para la entrega, todo estaba casi listo; restaban tan solo detalles, y mi abuela nos pidió dejar las camisetas en grupos de 20 para al día siguiente terminar los detalles.  Esa noche las costureras se fueron a sus casas, mi abuela y yo nos dormimos y mi abuelo, como de costumbre, llegó tarde y tomado, pero no llegó solo, lo hizo con unos amigos que entraron a la casa con petacos de cerveza, se sentaron en la sala y en las sillas de las costureras.

Cómo y de qué manera, no se sabe, ocurrió algo inesperado: al parecer se había reventado una botella de licor, y 3 grupos de camisetas estaban sucios y mojados con olor a aguardiente, y otras tenían manchones negros que parecían tinto lo cual era evidente, porque las camisetas eran blancas, para terminar de completar. 

Por: María José Mateus

Al otro día, por primera vez, vi a mi abuela enojada, tanto que le alzó la voz a mi abuelo: le reclamó mil cosas, le dijo que nunca colaboraba, y como si fuera poco lo que ella hacía, él lo dañaba, así fue como en medio de una discusión que llegó a los gritos, mi abuela le pidió a mi abuelo que se fuera, y siento que aprovechó el momento para decir todo lo que nunca antes le había dicho. El abuelo calló y salió de la casa.

La abuela lloraba, no sabía qué hacer, estaba a horas de entregar 150 camisetas, de las cuales casi 60 estaban dañadas, demasiado manchadas, eran prendas blancas y se notaba mucho. Esa mañana mi abuela decidió no quedarse cruzada de brazos: llamó al señor al que le tenía que hacer la entrega, le pidió un plazo de unas horas más, lavó las camisetas con jabón azul y las dejó al sol, después las juagó junto con las costureras y las puso a secar, logró rescatar algunas, pero en otras el daño era irremediable.

Muy deprisa mi abuela fue al centro de la ciudad, consiguió telas nuevas y esa noche todas pasamos de largo hasta las 9 de la mañana haciendo las camisetas faltantes, que empacamos con delicadeza, elegancia y belleza en unas bolsas especiales que mi abuela había comprado. Dos horas después llegó el encargado de recoger las camisetas,

Desde ese día la abuela tomó muchas decisiones: que montaría su propio salón de costura y tejido fuera de su casa, que les daría empleo a más mujeres como ella, amas de casa que sustentaran su hogar. Por primera vez el abuelo le pidió perdón, le dijo que cambiaría y oh sorpresa, con los años lo cumplió, aunque le costó mucho. Hoy en día mi abuela tiene un negocio grande en la ciudad de Ibagué con el que pudo comprar su casa, y quién lo diría, nunca volvió a ser sumisa; el abuelo la apoya mucho, decidió estar con ella y acá entre nos, dejar de ser tan vago. Ahora sus 11 hijos, mi papá y mis tíos los respaldan y viven pendientes de ellos, sabiendo que fue mi abuela quien siempre lo dio todo por la familia.

| Nota del editor *

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