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Complejos trascendentales – segunda parte

Intentaba no olvidar ningún objeto, ninguna prenda, ningún par de zapatillas ni a mi misma.

Por: María Alejandra Barragan Trujillo

De vuelta, Bogotá se conservaba fría como una cerveza recién sacada de la nevera. No era raro de esperar. El tráfico abundaba, los semáforos colisionados, transeúntes (hombres) vestidos con traje de paño, mujeres con su traje de oficina: falda arriba dos centímetros de la rodilla, medias veladas negras, zapatos de tacón de 4 centímetros, camisas claras con cuello junto a su bléiser oscuro; otros sujetos vestidos menos formales con jeans claros, camisas sencillas de manga corta, tenis o zapatos de gamuza; jóvenes bachilleres con sus uniformes y sudaderas con los escudos de las instituciones; jóvenes universitarios con sus parejas, con vestiduras no muy complejas pero elegantes.

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No era lo único que esperaba ver al llegar a la capital colombiana sino, la reanudación de conversaciones y salidas con aquel muchacho de gusto.

Se encontraban diálogos entre los dos en las redes sociales, lugares de navegación de constante uso. Cada vez nos acercábamos más, mis ilusiones iban creciendo y dando lugar a un gusto en elevación, tan rápido como el ascensor del Empire State en New York. Nos veíamos pocas veces, sin embargo, en cada encuentro siempre surgía un beso tal vez sincero por parte mía, de aquellos mimos húmedos que ejerzo a través de mis tejidos rojos y de mi órgano muscular (lengua) que me gusta utilizar; acompañados de abrazos enérgicos, pero, los abrazos no siempre dan en el lomo.

Era agradable, me sentía cómoda. No hubo un momento en las conversaciones nocturnas, que dejara a un lado el insoldable gusto. Poco a poco las salidas en ambientes sociales, donde puedes observar a diferentes identidades en un espacio, desaparecieron. Metía constantemente a mis autores legales de los lugares a donde iba. Era tedioso, no es fácil manejar una mentira dentro de 4 paredes por lapsos indefinidos.

Sentada, mirando las paredes de estuco de mi casa, con un vacío rotundo semejante a los espacios de una iglesia sin comunión, sin prédica; me preguntaba porque lo hacía, por qué no tenía la confianza de comunicar mis destinos con el joven. Una tarde me dirigía a su residencia, siempre que me iba acercando mi corazón prolongaba 3 veces mas sus pulsaciones, vibraciones en mi cuerpo parecidas a las pistas de fórmula uno cada vez que pasa un automóvil; las mariposas en el abdomen se multiplicaban como crías de ratón y mi cabeza no dejaba de alucinar.

Sabía lo que iba a ocurrir a penas cruzara su puerta del apartamento en un quinto piso. Las últimas visitas solían ser así. Del sofá marrón parecido al pelaje de un oso grizzli, al cuarto pequeño con techo de madera, pegadas a él, calcomanías de estrellas que brillan en la oscuridad; mesas que acumulaban libros y figuras de aeroplanos en escala pequeña y, junto a ellos, una cama bajita que no alcanzaba los 40 centímetros sobre el suelo. Con o sin ropa, llegábamos al mismo punto.

Entre tacto y tacto, palpadas de sus manos en mi cuerpo sin bragas, sin trapos que lo adornen, la producción de caminos con la lengua; se buscaba la excitación tajante para lograr el orgasmo que sería prolongado por la penetración constante y ardua de su miembro. Sin embargo, nunca se logró la implantación de su miembro en mis paredes vaginales, pero, sucedían roces superficiales entre los dos órganos. Me coloqué mi ropa mientras me preguntaba porque tal vez no habría sucedido “¿serían los nervios?” era uno de mis cuestionamientos. 

Mas tarde, mi hogar parecía estar en completa calma, la interacción entre mi hermana era constante ese mismo día, me sentía en completa quietud entre los juegos infantiles.

| Nota del editor *

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