Era septiembre, el rumbo estaba fijado de Miami a Puerto Rico, con escala en Las Islas Vírgenes, el viaje empezó a las 4:00 p.m., y durante un tiempo todo fue normal, el océano estaba reposado y la luz de la luna señalaba el camino. Cuatro horas más tarde, cuando estaba entre Cuba y República Dominicana la tranquilidad terminó, dos huracanes chocaron y El Atlantic estaba en el interior de la tormenta.
Así comienza la historia decisiva de la vida en el océano de Jorge Portilla, un hombre que trabajó por largo tiempo al interior de los barcos cruceros. A sus 35 años lo hacía como mesero en El Atlantic, un buque albo y voluminoso, con mucho color festivo en su interior, que contaba con diferentes actividades tanto para tripulantes como pasajeros de este exquisito servicio de lujo.
El buque era pomposo, pero quienes allí trabajaban lucían de forma modesta, en el caso de los hombres una camiseta blanca, pantalón azul oscuro y zapatos blancos. Justamente, vestido de esta forma, se embarcó en una travesía que hoy es una historia que se cuenta entre sus familiares y amigos.
Jorge se desempeñaba como mesero en el comedor de los oficiales, y a las 10:30 p.m., terminó su jornada. Luego se dirigió hacia a su dormitorio que quedaba en la proa del barco, cuando intentó llegar allá se dio cuenta que el agua ya había alcanzado esa zona, entonces aferrado a la vida, se dirigió hacia la popa con la esperanza de que todo se calmaría y saldría de allí con vida.
De sus doce años de marino, el lugar más hermoso que Jorge visitó fue Miconos, una isla griega, que definió como “blanca en su totalidad con unos paisajes maravillosos e impactantes”, un lugar tranquilo en el que pudo descansar y soñar. De ese lugar llegó la inspiración para el nombre de uno de sus dos hijos, Nicolas.
Mientras estaba en la tormenta tropical, a Jorge lo abrazó el miedo, y el pensamiento que rondó por su cabeza era aquel que venía de afirmaciones de expertos marineros que argüían que “los barcos solían hundirse primero por la proa”, así que si ese barco se hundía, al menos él sería uno de los últimos en morir.
Jorge empezó a navegar en diciembre de 1983, llegó a Nueva York a un puerto militar. Se embarcó por la mediación de un amigo de infancia, primero fue su amigo y luego él, navegó hasta 1995. Las tormentas en los océanos son un común denominador entre navegantes: “eso es como montarse en una montaña rusa y no todos soportan la marea, y mucho menos en altamar”, dijo alguna vez. Pero esa noche, todo se puso a prueba, por ejemplo, la audacia del capitán del navío que esquivó los huracanes para salir de la tormenta.
Finalmente cesó la horrible noche de ese septiembre de 1985, y el resultado fue de nueve personas muertas y más o menos dos mil conmocionadas. Jorge abrió los ojos a las 5 a.m. con la orden de dirigirse al hospital del barco, coger una camilla y ayudar a recoger los cuerpos de personas infartadas a causa del susto. Él recogió tres.
Su viaje en El Atlantic terminó, dejando tras de sí siete viajes en el océano, su esposa lo puso en una encrucijada: Elegir entre su familia y los barcos. Fue así como cambió las travesías por los océanos, descubriendo hermosos sitios en el mundo, por los trancones y las jaquecas que produce Bogotá, pues este ex marino de 66 años, de aspecto rudo pero de voz dulce, hoy en día maneja un camión.