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[Crónica] Ojo por Ojo, Casa por Casa

¿Qué se necesita para perderlo todo? Mejor dicho, ¿qué es todo? Para Juan Camacho, todo era su casa de dos pisos, con cuartos gigantes, dos o tres baños, una amplia cocina y un gran garaje.

Por: Sara Nicol Bayona Bonilla

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En la localidad de Engativá queda Santa Rosita, mejor conocido como Puerto Bolillo, un barrio lleno de pensionados. Uno de ellos es Juan Camacho, mejor conocido como Camachito, un expolicía de carácter y cuerpo fuertes. A pesar de estar pensionado, seguía trabajando como guardia de seguridad en un concesionario. Tenía gusto por las rancheras, el ron y los habanos. Vivía en su casa con su esposa Luz Marina, una mujer robusta, de pelo negro y una sonrisa que hacía reír al que la viera. También vivía allí uno de sus cuatro hijos, Ginna, una veinteañera alta y de carácter fuerte como su padre, que era madre de una pequeña niña.

Como la casa era tan amplia, especialmente el garaje, Camacho decidió arrendarlo. Juan, un robusto mecánico instaló allí un taller improvisado que se destacaba por la enorme cantidad de herramientas y un persistente olor a aceite quemado. Juan tenía una esposa callada, de baja estatura, y una prole interminable. Su religión, profundamente arraigada, no le permitía a su mujer utilizar métodos anticonceptivos: cada año otro niño, cada mes otro gasto.

Camacho no se quejaba. Él, como hombre de ley durante décadas, creía en el orden y, sobre todo, en la puntualidad, para ser más claros, en los pagos del arriendo. Al inicio, Juan era puntual; no hubo problema alguno. Pero con el tiempo, empezó a demorarse cada vez más. Sin darse cuenta, esta situación duró tres años, tres años en los que Camacho intentó ser algo que le costaba mucho: paciente. Pero, esa paciencia estaba condenada a desaparecer.

Con ayuda de su abogado, decidieron investigar al mecánico Juan, y descubrieron que tenía una casa. Y, para completar el chisme, ¡otra esposa! Camacho utilizó esta información en su contra, y logró que, como forma de pago de todo lo que le debía por esos tres años de incumplimiento, el mecánico perdiera su propiedad. Fue entonces cuando la segunda esposa de Juan buscó a Luz Marina, la mujer de Camacho, que pasaba sus tardes vendiendo empanadas y golosinas en una tienda a cinco casas de la suya. La segunda esposa del mecánico rogó por más tiempo, ya que esa casa era lo único que tenían. Marina simplemente la miró, y con una expresión de pesar le dijo que eso no estaba en sus manos.

Los días pasaron, las cuentas no se pagaron, y los inquilinos fueron desalojados, no solo de la casa de Camacho, sino también de sus propias casas.

Un día, Ginna regresaba de su trabajo. Subía las escaleras de su casa cuando, al entrar, vio al abogado y a su padre sentados en la sala. En el centro, una mesa con dos vasos de ron, un cenicero con un habano y un cigarrillo. Pero lo que llamó su atención fue un maletín lleno de dinero. Según ella, sospechaba que era producto de la venta de la casa del mecánico Juan.

Meses después llegó el golpe más inesperado. Camacho llegó tarde de su trabajo, entró a su casa y se dirigió a la cocina. Abrió la nevera y se sirvió un vaso de jugo. De repente, un fuerte sonido hizo eco en toda la casa: el vaso se había roto al caer, tras Camacho que se había desplomado en el suelo. Su esposa Marina salió, curiosa, a ver qué sucedía, y encontró a su marido tirado en el piso, que se quejaba al tiempo que se tomaba la cabeza entre las manos. En cuestión de segundos, quedó totalmente inmóvil. Marina llamó desesperada a su hija Ginna, que salió apurada tras escuchar los gritos de su madre. Ginna tomó de los brazos a su padre y Marina de los pies. Apuradas y con todas sus fuerzas lo llevaron hasta la entrada de la casa, justo cuando una patrulla pasaba por la calle. Ginna, desesperada, los llamó. Los policías, al reconocer a un colega, no dudaron en ayudar. Alzaron a Camacho y lo llevaron al hospital más cercano.

Al llegar fue atendido de inmediato. Al cabo de unas horas, un doctor les explicó lo ocurrido: Camacho había sufrido un accidente cerebrovascular (ACV), que le había provocado la pérdida del habla y de la movilidad en el lado derecho del cuerpo. Permaneció tres meses hospitalizado, tiempo durante el cual las cuentas no se pagaron, que provocó que el banco lo declarara en mora. Al recuperarse, Camacho intentó resolverlo. Consultó a un abogado que le dijo que no debía pagar, pues ya había cubierto lo correspondiente a la deuda. Según el abogado, el banco debía hacerle una devolución de dinero. Convencido por esta asesoría, Camacho dejó de pagar y tomó la decisión de vender su casa.

Mientras la casa estuvo en venta, un hombre se interesó y ofreció un precio que a Camacho le pareció bajo. Rechazó la oferta. Sin embargo, en ese periodo llegó un anuncio de desalojo a su casa. Camacho, sorprendido, pues no había sido notificado previamente, presenció la pérdida total de su hogar.

Un mal asesoramiento legal, papeles firmados sin leer, cláusulas ambiguas y una deuda que creía injusta terminaron por quitarle todo. Aquel hombre que pasó media vida patrullando calles y confiando en abogados de traje, fue traicionado por una labia cargada de mentiras.

Juan Camacho, el expolicía, no lloró. Miró su casa por última vez, como quien despide a un amigo que ha sido traicionado. Mientras Marina subía al camión de mudanzas, dijo:
 “Nos quitaron la casa, pero no la memoria de todos los momentos bellos que vivimos”.

Chismes rondaron por el barrio, tachando a Camacho como merecedor de lo que le había pasado, por haberle quitado la casa a Juan, el mecánico. Pero realmente no se sabe si esto fue una broma macabra del destino que podría calificarse como “ojo por ojo y casa por casa”, o si simplemente se trataba de la vida arrasando con todo, con el todo de Juan Camacho, su casa.

| Nota del editor *

Si usted tiene algo para decir sobre esta publicación, escriba un correo a: jorge.perez@uniminuto.edu

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