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De la Aguja al Parque: La magia de los vinilos en la fiesta salsera

Cuando suena un buen son, es como volver a casa y encontrar a toda la familia reunida. Este género crea lazos entre el más chico y el más grande, encendiendo corazones y despertando pasiones. La salsa es el combustible que alimenta el alma y nos hace vibrar al ritmo de la vida.

Por: Julián Sánchez. Integrante del Semillero Laboratorio Sound Terra. 5to semestre

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El día amaneció con ese típico cielo gris bogotano, pero el frío no era un obstáculo. Mientras caminaba hacia nuestro lugar de encuentro, con la grabadora en mano y la libreta lista para anotar cada detalle, algo en el ambiente ya anunciaba que el día sería distinto. No era cualquier festival. Había algo en el aire, una energía particular que solo podía significar una cosa: la salsa estaba lista para adueñarse del corazón de la ciudad.

Llegué temprano, antes de que la multitud llenara el espacio, y desde el primer momento vi algo que captó mi atención. Bajo una carpa improvisada, un hombre de unos cincuenta años acomodaba con paciencia decenas de discos de vinilo en una mesa de madera. A su alrededor, cajas repletas de acetatos esperaban ser desempacadas. Me acerqué sin pensarlo. Quería saber más de esos discos que parecían llevar consigo un trozo de historia.

“¿Vinilos?”, le pregunté, con un tono de sorpresa. Él sonrió con un brillo especial en los ojos. “El vinilo nunca muere”, me dijo sin titubeos, mientras deslizaba un disco del Grupo Niche entre sus dedos, como si fuera un talismán. Ahí, en esa pequeña tienda al aire libre, comenzaba a descubrir una parte del festival que pocas veces se cuenta: el poder del vinilo, la conexión palpable entre la música y el objeto que la contiene.

El ritual del coleccionista

Con el correr de las horas, el parque se llenó de gente. La música del escenario retumbaba en el fondo, pero mis ojos no podían alejarse del rincón donde los coleccionistas y curiosos se congregaban alrededor de los vinilos.

El sonido del acetato girando en una vieja tornamesa se mezclaba con las voces de los vendedores que compartían sus historias. Un muchacho, no mayor de veinte años, sostenía en sus manos su primer disco. Lo miraba con una mezcla de fascinación y respeto. Era como si no supiera bien cómo manejar ese objeto de culto.

Observé a un grupo de jóvenes que se acercaban a preguntar por ediciones especiales. En sus caras se notaba que estaban descubriendo algo nuevo, algo que probablemente solo habían oído mencionar en conversaciones nostálgicas de sus padres. “Este es de Héctor Lavoe, original del setenta y ocho”, decía con orgullo uno de los vendedores. El muchacho lo tomaba entre sus manos como si fuera un trofeo, y lo giraba despacio, casi con miedo de romper el hechizo que el vinilo parecía ejercer.

No pude evitar sentirme parte de esa emoción compartida. Era como si todos, de alguna manera, estuviéramos conectados a través de esos discos que han sobrevivido al tiempo. Vi cómo cada vinilo no era solo un objeto de colección, sino una puerta a memorias y experiencias que, sin duda, habían marcado la vida de más de uno allí.

Mientras seguía recorriendo el festival, entre entrevistas a músicos y comentarios sobre las presentaciones en el escenario principal, me encontré con Luis Jiménez, un coleccionista que venía desde Cali. “El festival es único”, me dijo mientras cargaba una bolsa llena de vinilos recién adquiridos. Para Luis, estos discos eran algo más que música. “Es la historia de mi vida”, me confesó. “Cada vinilo tiene un momento, una persona, una fiesta que me recuerda quién soy”.

Me quedé en silencio unos segundos. Nunca había pensado en los vinilos de esa manera. Para mí, como periodista, eran un formato que había quedado en el pasado, guardado en algún lugar recóndito de cada hogar, pero que la nostalgia se empeñaba en mantener vivo. Pero para Luis y para muchos en el festival, el vinilo era una forma de preservar sus recuerdos, una manera de mantener intacto ese vínculo emocional con la música.

Entre los visitantes había una mezcla de generaciones: los veteranos, aquellos que habían vivido el auge de la salsa en su juventud, y los más jóvenes, que apenas estaban descubriendo el encanto de este sonido más cálido, más imperfecto, pero infinitamente más real que cualquier archivo digital. Observaba cómo los mayores compartían anécdotas sobre los discos que encontraban, y cómo los más jóvenes escuchaban, casi con reverencia, esas historias que parecían sacadas de otro tiempo.

Hacia el final de la tarde, decidí regresar al rincón de los vinilos. El sol empezaba a ocultarse, pero el parque seguía vibrando con la música. Volví a ver al hombre que acomodaba los discos al inicio del día. Esta vez, lo vi cerrar con cuidado las cajas, como si estuviera guardando algo más que música. Me acerqué una vez más, esta vez sin hacer preguntas. Quería ver cómo concluía este pequeño ritual.

“¿Te llevas algo?”, me preguntó con una sonrisa. Dudé un momento. No era coleccionista, ni siquiera tenía un tocadiscos en casa, pero algo en la atmósfera del festival, en la forma en que esos discos conectaban a las personas, me hizo reconsiderarlo. Me decidí por un vinilo del Grupo Niche, un clásico que es inolvidable. “Primera edición”, dijo el vendedor con orgullo. Lo compré más como un recuerdo de lo que había vivido que por la música en sí misma.

Caminé hacia la salida con el vinilo bajo el brazo, escuchando los últimos acordes de la banda que cerraba la jornada en el escenario. En el fondo, la música seguía, pero lo que realmente resonaba era el eco de ese susurro particular que solo los vinilos saben ofrecer. Mientras me alejaba, entendí que Salsa al Parque no es solo un festival, es un espacio donde la memoria continúa girando, donde los vinilos nos recuerdan que hay formas de escuchar y de sentir que nunca desaparecen, por mucho que transcurra el tiempo. Ahí concluí que la salsa tiene su origen en los barrios, en las calles y en los corazones de la gente. Es nuestra música, nuestra historia, nuestra vida.

| Nota del editor *

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