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Después de cuarentena

El primero de septiembre, cuando el pico del contagio empezó a bajar, la ciudad empezó una nueva realidad con una serie de restricciones para reactivar lentamente el sector económico y, al mismo tiempo, evitar un posible rebrote.

Por: Alexandra Herrera Serna y Melissa Díaz Quevedo

“¡Llevamos seis meses esperando!“ vociferó Carolina con voz enojada en medio de la multitud situada frente a la reconocida papelería Panamericana en la carrera 7 con calle 12c. “No hay ayudas ni soluciones por parte de ustedes. ¡Tenemos que darle de comer a nuestros hijos!” Volvió a decir la mujer que vestía una camiseta polo verde. Allí, bajo el cielo de mediodía con un sol sofocante y nubes dispersas, ella y un grupo de personas pertenecientes al sector de juegos de azar hablaban con los representantes de la Secretaría de Gobierno para una solución frente a la reapertura de su gremio.

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La cuarentena en Bogotá, a causa de la pandemia mundial del Covid-19, inició el 24 de marzo de 2020. Para frenar los contagios y hacer frente a la situación, el Gobierno ordenó la cuarentena obligatoria donde sólo los sectores esenciales  —bancos, almacenes de primera necesidad, droguerías — podían abrir con medidas de bioseguridad específicas. Con esta modalidad y algunas variaciones —cuarentena por localidades— pasaron cinco meses y medio de confinamiento estricto. Y el primero de septiembre, cuando el pico del contagio empezó a bajar, la ciudad empezó una nueva realidad con una serie de restricciones para reactivar lentamente el sector económico y, al mismo tiempo, evitar un posible rebrote. 

Las consecuencias no dieron espera y la semana siguiente a la reapertura, varios sectores inconformes marcharon por la situación en la que se encontraba la ciudad y el país. Y ese martes, mientras Carolina y sus compañeros alzaban su voz en plena séptima, unas cuadras más arriba, en la puerta de una colorida casa se encontraba Luisandra Briceño Carvajal, una joven oriunda de Venezuela dedicada a realizar distintos tipos de macetas con diseños hechos en concreto. Lleva casi tres años en Colombia y ha vivido en Riohacha —donde vive su hermana con sus sobrinos—, Palomino y el último año, aquí en Bogotá. Desde enero de este año inició su proyecto artístico y todos los días exhibe sus creaciones en cuatro repisas ubicadas en una de las paredes de la entrada. También coloca en el frente de la casa una mesita de madera con otras macetas y algunos cuadros y libretas.   

“Cuando la cuarentena inició supe que no podía sostenerme con alimentos ni arriendo. No me sorprendí mucho con algunas cosas que pasaron porque algo de lo que se vivió aquí también se vivió allá” dijo Luisandra con sinceridad y crudeza. Su expresión era resignada cuando hablaba de la similitud entre algunos eventos ocurridos, entre su país y Bogotá, durante el confinamiento. “La verdad no tuve miedo porque rápidamente tuve el apoyo del hostal pero aún así pensaba en no poder sostenerme con alimentos ni con arriendo porque si abría no había a quién venderle”

La casa donde estaba Luisandra —y en la que actualmente vive— era el hostal Yepeto ubicado en la carrera 1 bis con calle 12. Una casa antigua con tejas de barro, fachada de colores, ventanas y puertas de lámina. La pared es de color azul índigo, las ventanas están bordeadas por un amarillo anaranjado, el verde pino con tono oscuro pinta las rejas de la puerta principal, el garaje y las ventanas. Del piso brotan ilustraciones de flores e insectos que dan vida al lugar. De todas las casas de la cuadra es la más cálida, la más llamativa y está llena de vida. Antes del hostal, Luisandra vivía en un apartamento en una habitación con baño privado y un amigo de acá —de Bogotá— y contó con tristeza que cuando llegó al hostal ya no había turistas sino personas con su misma situación que tuvieron que buscar otras soluciones.

El sol seguía ardiendo en lo más alto del cielo y bañaba las calles  de otro lugar que tampoco era lo que solía ser. A una cuadra del hostal, bajando por la empinada calle que limita con el colegio La Candelaria, girando hacia la izquierda por la carrera segunda se encuentra el camino al corazón histórico del centro de Bogotá. Aquel que ha sido transitado y recorrido por muchos, que guarda historia, gente y cultura. Allí, en el Chorro de Quevedo la situación era más abrumadora. Al llegar al camino empedrado de la calle del embudo — la calle que lleva a la plazoleta principal—, había un vacío. Un hueco grande que era visible a los ojos de cualquiera y daba la sensación de estar incompleto. No se escuchaban los murmullos de los visitantes, ni música, ni vendedores. Ninguno de los locales estaba abierto e incluso había uno que tenía un cartel grande de “Se arrienda”. 

El vacío era el protagonista. En la plazoleta sólo estaba abierto un local de comida con una vitrina llena de buñuelos, empanadas y pasteles de pollo atendido por Doña Susana, una mujer con cabello corto y finas hebras blancas adornando su cabello, que se sentía preocupada y esperaba impaciente a que algún cliente apareciera. Se encontraba en la puerta mirando de lado a lado y su actitud representaba la tensión que ocupaba el lugar. “Nadie me va pagar los cinco meses de arriendo que debo” decía con amargura mientras contaba unas monedas en su mano izquierda. 

Doña Susana no era la única que sufría por la soledad de lo que era un sitio concurrido día y noche y la pérdida de ganancias al no tener quien le comprara. Según cifras del DANE, fueron 504.623 empleos los que disminuyeron en el segundo trimestre del año y que incluían trabajadores por su cuenta, empleados domésticos, empleados particulares y empleadores. Muchas personas que viven en la Candelaria quedaron sin empleo por su calidad de trabajadores informales y pasaron por situaciones bastante duras.

Una mujer que caminaba por allí, se acercaba a las pocas almas que pasaban cerca del lugar repartiendo tarjetas de su restaurante. Se trataba de Johana Martínez, una madre cabeza de hogar que lleva toda la vida viviendo en el barrio y que nunca había visto algo parecido como lo que se vivió en la cuarentena. 

“Yo vendía chicha, masato, aromática y canelazo en el espacio público. Cuando anunciaron la cuarentena automáticamente me quedé sin trabajo”. El chorro se caracteriza por la venta de dichas bebidas, en especial de la chicha —una bebida típica de los pueblos originarios obtenida a partir de la fermentación del maíz— y muchos de los que la vendían lo hacían en el espacio público. Con la cuarentena, ya no había a quién venderle y tampoco razón para salir. El tormento de Johana y de sus compañeros de trabajo estaba empezando. Algunos tenían un pequeño ahorro con el que pudieron sobrevivir los primeros meses pero el número de contagiados de Covid crecía cada día, los cuidados de bioseguridad no estaban completos y el confinamiento se extendía cada vez más, lo que significaba más tiempo sin ingresos. 

Fue así como Johana tuvo que trasladarse a la casa de su mamá porque no pudo seguir pagando la habitación donde vivía con su hijo. Con amargura dijo que estuvo de mantenida al no tener con qué responder por un arriendo y aunque tuvo un lugar en el cual quedarse no fue sencillo lidiar con la manutención de todos. “Todos los que llegamos a la casa estábamos desempleados. Lo terrible fue que unos días alcanzaba para el desayuno y el almuerzo pero no para la comida. Otros, alcanzaba para sólo el almuerzo”. Según su versión, en los cinco meses y medio de confinamiento sólo recibieron un mercado por parte de Avantel y el Ejército Nacional, pero nada más. 

Durante este año, a raíz del confinamiento muchas personas han quedado sin empleo. De hecho, para el mes de julio el desempleo en el territorio nacional subió a 20.2% según cifras del DANE, una cifra bastante alta en comparación a la del año pasado. La misma Johana cuenta cómo un profesional graduado, con experiencia y que certifica su carrera, fue despedido por falta de recursos en la empresa donde trabajaba. 

“Uno entiende que encierran por la salud de la gente. Pero cuando se acumulan los gastos, cuando se tiene que tener para un diario, cuando no hay mercados y el Gobierno tampoco los da como corresponde, hay un choque de angustia. Uno tiene que ir a buscar ayuda para comer, para que no se acumulen los servicios y no los corten. Con la desesperación las peleas se incrementan. Si uno pelea cuando está en una situación normal, cuando no pasamos tanto tiempo juntos, imagínese cuando se vive todo el día y todos los días con las mismas personas”. No sólo se trataba de angustia por el dinero y la comida sino del deterioro de la convivencia entre los familiares que vivían con ella y la cantidad de deudas que estaban adquiriendo. “Tuvimos que pedir prestado por distintos medios para comer y pagar los servicios y hoy estamos llenos de deudas”. 

La tristeza se le notaba en el rostro y aunque en ningún momento se vio quebrantada, sí expresaba lo difícil que había sido para ella dejar de trabajar. La semana que llevaba tratando de volver a laborar le había supuesto un esfuerzo más grande al no poder salir todos los días de la semana y al no tener los clientes que acostumbraba. 

Pero Johana no era la única madre de familia que estaba endeudada y sin ahorros. Carolina se encontraba en la misma situación y esa era la razón por la que, al contrario del chorro, la séptima estaba llena de personas con camisetas de varios colores tocando bocinas, tambores y gritando. Las camisas de color vinotinto, rojo, negro, verde esmeralda, entre otros, representaban los casinos en los que trabajaban. Ella, sus compañeros de trabajo —en su mayoría madres cabezas de hogar— y más personas del gremio de casinos y billares discutían acaloradamente con los representantes de la Secretaría de Gobierno y sus respuestas al problema. Les decían que tenían que ser pacientes porque no era conveniente abrir los establecimientos para juego y que como líderes debían guardar la calma. 

El problema radicaba en que el gremio que conforman los casinos y billares no contaba con el aval de la Alcaldía al tratarse de espacios cerrados y por lo tanto se encontraba por fuera del plan de reactivación económica. Lo más indignante para ellos era el impuesto que pagaban para beneficio del sistema de salud y la falta de atención de la Alcaldesa cuando estaba al tanto del apoyo que representaban. “Los protocolos de seguridad están. Las máquinas están divididas y guardan la distancia necesaria. Hay que abrir porque estamos perdiendo dinero en arriendos y nóminas de trabajadores”. afirmó Carolina con voz fuerte. 

La situación era tensionante no sólo por los gritos y la multitud a espera de una respuesta sino la gran cantidad de color verde que se veía en la calle. Normalmente, el color verde se asocia a la tranquilidad y estabilidad por la relación directa que tiene con la naturaleza. Pero ese era un verde neón y estridente que resaltaba a cualquier lugar que se mirara y que permeaba el ambiente con mucha tensión. Era el verde de la Policía. Y a causa de la cantidad de ese verde los pocos vendedores ambulantes y artistas callejeros que había en el lugar recogían sus cosas y se marchaban rápidamente antes que les quitaran sus pertenencias por no ser el día en que tenían permitido salir.

Una de las medidas para la reactivación económica era que los sectores como restaurantes, vendedores ambulantes y en general trabajadores informales, podían salir de jueves a domingo. Estaba prohibido, si hacía parte de algún grupo, vender o trabajar si no era el día que correspondía a lo decretado por la Secretaría de Gobierno. Además de “controlar la marcha” la Policía estaba en la potestad de desplazar a todo aquel que no obedeciera las órdenes. Sin duda, el ambiente era fuerte y en cualquier momento podía pasar algo, cualquier paso en falso podría desencadenar algo peor. 

Afortunadamente no fue así. Ese martes la marcha se desplazó por toda la Avenida Jiménez hasta llegar a la Avenida Caracas. La multitud fue seguida por la Policía y allí varios de sus integrantes hicieron plantón en la mitad de la calle y bloquearon el tráfico en señal de reclamo. Si era la única manera que la Alcaldesa escuchara sus quejas, así continuarían. “Llevamos desde el 26 de agosto marchando y no han solucionado nada. Han sido casi seis meses de confinamiento y siguen ignorando nuestra situación” fueron los gritos que quedaron grabados en el aire.

Actualmente: Desde la cuarentena hasta la reapertura. Cuatro mujeres distintas, cuatro puntos de vista diferentes y una misma situación que las llevó al límite. Hoy, dos semanas después de la reapertura gradual y las medidas tomadas por la Alcaldía, la Candelaria sigue estando vacía los primeros días de la semana. De lunes a miércoles sólo abre Doña Susana y espera en la puerta algún cliente. Luisandra a diario exhibe sus macetas en la entrada del hostal esperando a que alguien pase y se deje cautivar por su arte. Al igual que muchos, se reinventó y ahora usa redes sociales, como Instagram con el usuario @jodiestudio, con el fin de promocionar sus productos y llegar a más personas. Por ahora, Carolina y su gremio siguen en mesas de diálogo con la Alcaldía en espera de una luz verde para abrir el sector. Y Johana cuida a su hijo y trabaja, de jueves a domingo en el chorro, ofreciendo platos y bebidas típicas, para así recuperarse de la crisis.

| Nota del editor *

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