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Sobre la violencia a partir de la ruptura comunicativa: Camilo, la historia de muchos

La investigación recoge los testimonios de víctimas del conflicto armado exiliadas en Panamá y Ecuador, y la de los colombianos que retornaron de Venezuela

Por Julián León

“Imaginen a todo el mundo viviendo su vida en paz (…) Pueden decir que soy un soñador, pero no soy el único que lo hace’’

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John Lennon – Imagine.

Ya a mediados del 2017, el Instituto de Medicina Legal mediante su detallado informe Forensis, llamaba la atención sobre los 270. 967 casos de lesiones interpersonales registradas el año anterior, 2016. Lo peculiar del caso fue que para el mismo 2017, aquella cifra se dinamizó de forma espectacular: los casos de agresiones en hombres pasaron de un 44,49% a un 67, 85%, mientras que por el lado femenino el porcentaje se movió de un 24, 71% a un nada despreciable 40,37% según datos de la misma institución. Un dato más: por cada dos mujeres asesinadas, mueren ocho hombres, siendo las riñas las que se presentan en un 60% de los casos.


Y es que en Colombia la violencia se ha naturalizado y ensalzado con componentes propios que creemos como característicos de nuestra cultura. A diario revestimos nuestras acciones con doble capa de resentimiento, violencia y agresión, en múltiples contextos cotidianos en donde prima el típico dicho colombiano de dárselas de vivo. Lo anterior se ve finalmente tangibilizado en la principal razón de las riñas que expone el estudio de Medicina Legal: La intolerancia.


A partir de lo anterior, la intolerancia se presenta como un pilar estructural de la violencia, y ésta a su vez surge como respuesta a la inexistencia de factores comunicativos entre los seres humanos. Bien anota una reconocida antropóloga, docente e investigadora colombiana llamada Betty Martínez, al decir que conforme disminuye la comunicación, aumentan los niveles de la violencia. Así las cosas, en Colombia nos quedó literalmente grande comunicarnos entre nosotros; somos una sociedad acostumbrada al producto informativo, más que al proceso comunicativo. Aquella producción e intercambio simbólico de sentido, como es vista la Comunicación antropológicamente, se alteró de forma drástica, dando como resultado relaciones unidireccionales y jerarquizadas.

Es desde aquel paso decisivo que nuestras relaciones como nación se transfiguraron para mal, y situaciones de entretenimiento como el futbol, por ejemplo, se convirtieron en un drama general. Es en este punto, luego de una breve reconceptualización teórica del rico y deformado campo de la comunicación y su práctica en nuestros días, que llega a colación la historia de Camilo Perdomo.


Fácilmente la historia podría comenzar por los albores del año de 1990, año en que nace su protagonista, pero el suceso que mejor detalla la descomposición de la Comunicación en nuestra sociedad, se visualiza claramente si nos adelantamos a su ultimo y trágico momento de existencia. Camilo tenía apenas 28 años de edad, padre de un único hijo y hermano entremedio de una familia compuesta por tres hijos (incluido él), y una madre viuda. Su padre, don Jairo Perdomo, había fallecido aproximadamente diez años antes debido a un grave accidente en vías rurales de la caliente tierra caribeña de Colombia. Él era conductor de tracto mula.


Camilo era un todero pues trabajaba en lo que se le presentara, siempre dando prioridad a su familia y al orgullo que éste sentía por ésta. Su drama y de algún modo el de su madre, comenzó cuando se involucró en las barras bravas del equipo de futbol capitalino Millonarios. Allí, como rasgo característico en la mayoría de los casos vistos, conoció muchas veces el vicio, la rumba desaforada, la violencia callejera y se hizo blanco de unas cuantas enemistades a causa de los colores de las camisetas.


Es desde este primer panorama que su vida viene a dar el último respiro el día viernes 18 de mayo del 2018, particularmente en los alrededores del barrio en el que siempre vivió desde que su padre, faltando pocos meses para morir, compró un modesto apartamento. Ya era cerca de las 12:30 del mediodía en el barrio Casa Linda del Tunal, y el sol daba sus máximos toques de calor, rayos centelleantes que se estrellaban contra los parabrisas de los vehículos estacionados en los parqueaderos del sector. A pesar del calor, Camilo se dirigía a su lugar de residencia luego de haber pasado una noche de tragos celebrando la muerte del asesino de su mejor amigo al que apodaban Chita. Al llegar al apartamento, se da cuenta que ha olvidado su canguro en aquella casa en la cual transcurrió su última noche. Decide devolverse por él, no sin cruzar una decisiva y memorable conversación con su señora madre:-¿Hasta cuando me va a tener con este sufrimiento de no saber pa’ donde va ni qué hace? – pregunta ella.

-¿Hasta cuando me va a tener con este sufrimiento de no saber pa’ donde va ni qué hace? – pregunta ella.

-Ay mamá, dejemos de pelear. Ya vengo que tengo que ir por mi hijo para pasar este fin de semana juntos- responde.

Las últimas palabras del protagonista de esta historia; las palabras más memorables en adelante para una madre viuda y ahora perdedora de su hijo más amado. Camilo sale de aquel sitio. Para llegar a su destino tiene que cruzar dos parqueaderos, dos parques barriales, una panadería, cerca de tres tiendas que se encuentran por el camino y una concha acústica, como se le conoce en el sector al lugar donde se preside la misa dominical. Seguramente al pasar el último parqueadero, saludó por última vez a su tío Adolfo, pues éste es el administrador del mismo. Seguramente.


Al llegar al último parque, uno grande adornado con una novedosa pista de patinaje y varios elementos de ejercitación corporal, ubicado justo al frente de la concha acústica, Camilo se topó con tres hinchas de Santa Fe. Es aquí donde se presenta el típico punto de quiebre en los lazos comunicativos entre nosotros; comienzan las agresiones verbales de parte y parte, principalmente debido a los divergentes colores de las camisetas de Camilo y los otros tres individuos.


Lo que sigue es traumático y fuerte; un botellazo en la cabeza de Camilo lo deja prácticamente desorientado según se alcanza a ver en las grabaciones ciudadanas consultadas. El mismo tío, don Adolfo Perdomo, será ficha clave en el posterior entendimiento del asesinato pues al ser administrador del parqueadero, tuvo total acceso a las cámaras de seguridad en donde se visualiza una cruel escena: tres individuos apuñalando en diversas partes del cuerpo a un desorientado joven con camiseta de Millonarios. Llegados a este punto, uno se pregunta: ¿qué hacían las demás personas? ¿Dónde estaba la policía? Pues bien, mientras los primeros grababan con sus teléfonos móviles (escena característica de la deshumanización de nuestro actuar debido a la bobalización que trae consigo la tecnología moderna), los segundos no aparecieron sino hasta cuando Camilo ya presentaba enfriamiento cadavérico y cierto livor mortis; las primeras fases de un cadáver humano.

Su madre estaba a oscuras de la verdad que se acercaba imprevista a su realidad. Su hijo amado, aquella oveja descarriada que por instinto o quién sabe qué una madre suele querer y preocuparse más, atravesaba en ese mismo momento del medio día hacia otra dimensión y contextos que siempre han sido blanco de especulación humana. Aquel paso de un mundo a otro, para Camilo se dio en medio del morbo de los transeúntes por su cuerpo ahora embadurnado de sangre y rodeado por los flashes indiscretos de las cámaras de los teléfonos. Es en estas donde se ve su posición final: boca abajo, sobre un escandaloso charco de sangre oscura, con su pierna derecha doblada sobre su otra pierna mostrando los tatuajes de su pantorrilla y con sus brazos ya pálidos exhibiendo de igual manera sus marcas artísticas. La parte superior del cuerpo de Camilo yace sobre el pasto recién cortado y la otra mitad sobre el tibio concreto. Camilo murió oliendo el pasto y el singular aroma de la clorofila, usando las mismas zapatillas que había estrenado el diciembre anterior.


Al siguiente día, sábado caluroso igualmente, pasé por aquel lugar aun desconociendo que había sido el escenario del trágico suceso del día anterior. La noticia ya se había hecho eco, pero el lugar exacto seguía siendo incógnita excepto para los habitantes cercanos. Algo llama mi atención: una gran mancha de sangre aun fresca en un costado del parque, en la precisa intersección entre el pastal y el concreto. Allí había caído Camilo. ¡Cuántas cosas tendrían que contar aquellas paredes y aquel pastal si pudieran comunicarse.

!Dios mío, mi Camilito – dice mi mamá.


El día de su sepelio fue el domingo siguiente. Familiares, amigos, conocidos, todos se dieron cita en una modesta funeraria de la compañía Capillas de la Fe, ubicada sobre la Avenida Primera de Mayo con Boyacá. El calor del recinto se hacía agobiante; Camilo lucía irreconocible visto desde la óptica de aquellos que siempre lo veíamos sonriente y saludable cualquier día en cualquier lugar del barrio que nunca lo olvidará. Sobre su féretro se ubicó con permiso de su madre una bandera alusiva a la barra a la que pertenecía y a la localidad en que vivía: Z – 19.


Aún retumban en el pensamiento los canticos que entonaban desde el exterior sus amigos barristas y conocidos que se unían al clamor del momento, acompañados de un estrepitoso tambor tocado por alguien con buen ritmo y destreza:


Gracias Camilito por ser de los pibes (…), Ahora desde el cielo estás alentando (…), Gracias mi guerrero mi sincero hermano (…)


Uno a uno entraba a la sala de velación, llevando consigo prendas alusivas al equipo de futbol Millonarios, y mientras lo hacían, no dejo de pensar en las palabras que uno de estos dijo cuando observó fijamente a través del cristal del féretro: Nos vamos a vengar mi Raza, todo por ti. Palabras de gran carga capaces de volver a destruir lazos comunicativos como se ha venido haciendo en nuestras sociedades.


El lunes fue el día escogido para su despedida final. Despedida de su representación corpórea, más su esencia aún sigue intacta en algún lugar, en algún paraje, alentando seguramente como entonaban sus amigos mientras se le rendían honores en cámara ardiente. Una gran mancha azul caminante acompañó la carroza fúnebre hasta el cementerio previsto, a pesar de los casi 6 kilómetros de distancia entre un punto y otro, ocasionando un embotellamiento en el tráfico debido al ritmo de los caminantes. En frente era llamativa una larga bandera de Colombia con insignias del equipo azul, y otro mural artístico con el rostro de Camilo en posición de grito. Probablemente la imagen que su grabador más recuerda de una persona que amaba festejar los triunfos de su equipo de futbol predilecto.


Los cantos en ningún momento sucumbieron: Jamás, jamás será una despedida, los hermanos no se olvidan, Mono Raza sigue acá (…) Al llegar al cementerio otra multitud aguardaba por los restos mortales. La mancha azul se expandía más y más. En la puerta del cementerio hubo un silencio unísono cuando de repente el sonido de un grupo de mariachis comenzó a tocar la canción Cuando yo me muera del Charrito Negro. Aquella canción fue detonante de más emocionalidad, lágrimas y abrazos. Janeth, la madre de Camilo, lucía confundida, pérdida, desarropada de cualquier intento de raciocinio y lógica ante lo que estaba viviendo. Sus mejores amigos sacaron el féretro de la carroza y en los hombros lo cargaron hasta que se encontró finalmente su lugar de descanso. Esta vez los mariachis tocaban Tú eres mi amigo del alma del icónico Roberto Carlos.


Al momento de su despedida, arbitrariamente se destapó su féretro y algunos conocidos solo por Camilo alcanzaron a introducir dentro de éste una aparente bandera de Colombia y varios objetos muy pequeños, posiblemente simbólicos tanto para él como para ellos. Mientras se sellaba su tumba, la multitud inundada por el sentimiento cantaba Raza sigue acá, Raza sigue acá, Raza sigue acá (…)


El quebranto de la red comunicativa entre nosotros, entre la nación colombiana, ha resultado en la consolidación de la violencia como único agente activo y direccionador de la mayoría de las acciones tanto individuales como colectivas. En el futbol, por ejemplo y teniendo en cuenta el caso aquí expuesto, aquel intercambio de sentido, sano y respetuoso, muy pocas veces ha sido empleado y tenido en cuenta como una herramienta fundamental si se quiere en verdad vivir en una sociedad en paz y democrática. Seguramente si esto hubiera sido así, si las barras bravas y otros actores del futbol hubieran visto desde mucho antes en la Comunicación aquel detonador de unión y entendimiento mutuo, Camilo estaría vivo, ahora mismo tal vez mimando a su pequeño hijo y alagando como siempre lo hacía a su señora madre.


Y es que no es solo en el futbol. La violencia, esa que nace donde la Comunicación se estanca, también hace gala de aparición cuando se usa un transporte público; cuando se camina por las calles; desde la misma política mediante la satanización del otro que continua vigente como arma destructora y paradójicamente útil; desde los mismos espacios académicos muchas veces, etc. No se puede seguir así. Hay que parar. Se debe reflexionar.


Camilo Perdomo, de 28 años, era un ser soñador, luchador y admirador total del éxito que surge a partir del sacrificio propio. Por ello admiraba a su hermana, que a pesar de ser menor, meses antes recién estrenaba apartamento nuevo como fruto de su esfuerzo mismo. Camilo era un mono (como se le suele decir a la persona de cabello rubio en este país), de aproximadamente un metro con noventa y tres cm, con una motivadora sonrisa y con varios tatuajes que representaban sus más grandes amores. En el costado izquierdo del abdomen tenía el rostro de Janeth, su madre, a quien sin pensarlo, se llevó hasta su tumba literalmente. Camilo era mi primo, un cuarto de mi sangre. Camilo era mi familia.


Incluso hasta Brasil llegó el eco de su muerte pues en un partido en el que hizo presencia la hinchada de Millonarios en el país carioca, evento televisado por la cadena Fox Sports, se leía claramente una pancarta que decía Mono Raza. Al tiempo de su funeral, se escuchó decir de algún amigo cercano que el siguiente fin de semana ambos, Camilo y él, viajarían a Aruba. Pues bien, Camilo partió anticipadamente, no para Aruba, pero sí para un destino mucho más lejano.

Este texto fue escrito el diez de junio, cuando el cuerpo de Camilo completa 22 días encerrado en una bóveda en un popular cementerio del sur de Bogotá, pero su alma sigue en algún extraño paraje metafísico contemplando desde allí la tristeza que ha dejado en cada uno de nosotros. Su asesino sigue libre; su caso impune.

Nota: Primo, que esto sea registro para las futuras generaciones, pero mucho más para tu pequeño hijo. Es todo lo que puedo hacer para honrar tu memoria.

| Nota del editor *

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