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La redención de La Mona

Sin opciones para elegir, desde pequeña Erika se vio rodeada de un mundo de pandillas, mundo al que entró junto con su mejor amigo, Alejandro, que a los 8 años ya había cometido su primer asesinato, algo que para ella era el diario vivir en el barrio Galán.

Por: Edgar Daniel Wilches León

Una princesa que nació sin corona, así es  Erika, o la mona’, como era conocida por sus compañeros con los que compartía en la L en el Bronx, una  olla que antes era conocida como El Cartucho, en su momento ubicada al lado del Batallón de Reclutamiento del Ejército, algo irónico, si se tiene en cuenta que del otro lado había un infierno vivo, quemándose y llevándose consigo a los consumidores, almas perdidas que buscaban consuelo en las pipas de bazuco. Sin opciones para elegir, desde pequeña Erika se vio rodeada de un mundo de pandillas, mundo al que entró junto con su mejor amigo, Alejandro, que a los 8 años ya había cometido su primer asesinato, algo que para ella era el diario vivir en el barrio Galán.  Su mejor amigo la introdujo en ese mundo y le enseñó a sobrevivir en medio de las balas. Con el tiempo se convirtió en la persona que llevaba las cuentas del negocio y de la droga que se vendía en las cacetas, establecimientos de mal aspecto, sin pensar que debajo de allí, se encontraba un mundo subterráneo donde se cometían actos atroces como trata de personas, descuartizamientos y asesinatos a sangre fría.

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Edgar Daniel wilches León (EW): ¿Cómo sobrevivió en medio de ese mundo?

La Mona (LM): pues todo pasó por mi hermanito, que en paz descanse, que mis palabras no le ofendan. Él fue la persona que me protegió de toda la mala vida que tuve que ver, pero lastimosamente fue asesinado en frente de mis ojos, por venganzas, debido a todos los crímenes que había cometido. Antes de eso él ya estaba inmerso en ese lugar: era un saya, que quiere decir que se trataba de las personas encargadas de la seguridad, y claro está que allí había muchas armas y campaneros que miraban con recelo a los consumidores que llegaban por primera vez a ese infierno vivo. Así era mi vida, y fue muy fácil acostumbrarme, porque yo no consumo droga, y por eso era más confiable darle las cuentas a quien no se las fumaba ¿si me entiende? Después lo mataron y todos los negocios le quedaron a mi exesposo que ya tenía varios muertos encima, porque para ser un saya había que matar a sangre fría y probar finura, como dicen en mi barrio.

EW: debió ser duro haber visto tantas muertes, pero ¿si era verdad que mataban a las personas a sangre fría? Y ¿recuerda alguna en especial?

LM: sí, fue demasiado duro, tuve la desgracia de ver a una amiga morir por 100 pesos.

EW: ¿Cien pesos?

E: Sí, señor, por solo cien pesos, pero creo que detrás de eso había una rivalidad entre ella y otra mujer importante en el Bronx, encargada de algunos expendios de droga, y aprovechando el recelo que le tenía, decidió mandarla a matar: nunca podré olvidarlo, porque quedé perpleja al ver lo que le hicieron. ¡La despellejaron viva! Aún gritaba mientras le cortaban las piernas, pero con la mordaza en la boca nadie podía escuchar sus lamentos mientras la destrozaban. 

EW: ¿y usted no podía hacer nada?

LM: Nada. El que abriera la boca tendría el mismo destino, o simplemente los botaban a donde unos perros que estaban acostumbrados a comer carne humana. Algo que no consigo olvidar es cómo llenaban barriles con ácido para meter a las personas sin dejar rastro en la tierra, o para no ser recordadas por sus acciones cometidas en este mundo tan oscuro. Los cuerpos de muchas personas fueron tirados a los escombros que se mezclaban con el barro y la suciedad. Además, no podía arriesgarme a ver más de la cuenta, porque después habría sido yo la que hubiera estado en esos barriles derritiéndome.

EW: ¿Cuánto dinero se ganaba al día en el Bronx?

LM: Sin mentirle, aproximadamente unos 400 millones de pesos, y es poco lo que alcanzo a medir, porque hablo de 28 expendios, que llegaban a vender casi dos bichas por minuto: imagínese cuántas personas pasaban en el día para comprar bichas de bazuco y permanecer hasta una semana totalmente perdido en el vicio, sabiendo que allí no les pasaba nada, porque en la L no se puede robar, para eso están los sayas, que proporcionan la seguridad necesaria para que la gente se meta en su video, por eso no dejaban entrar a personas del gobierno o con uniformes representativos, para saber quién entraba y quién salía. Recuerdo que las ganancias tocaba sacarlas cada cierto tiempo. Con el pretexto de ir a comprar la ropa de navidad, salía con mi esposo, que también era un saya: salíamos por la entrada principal, él caminando por la acera opuesta, sin quitarme la mirada de encima, pero a la distancia suficiente para reaccionar por si salía algo mal, por ejemplo, tener un plan de huida en caso de algo inesperado, ¿sí me entiende? La cosa no es tan fácil cuando se trata de millones, pero parecía que yo era intocable en medio de esa caldera.

EW: ¿Nunca sintió miedo de que le pasara algo en medio de toda esa vida tan incierta? 

LM: Miedo como tal no, porque siempre estaba vigilada y nunca me pasó nada; de hecho, me trataban como a una reina. Conocía a Homero y Mosco, unos de los principales administradores que había en ese entonces, que tenían a su disposición bares y drogas que nunca faltaban para las fiestas de todos los días: como yo tenía que llevar las cunetas, me quedaba en habitaciones donde solo ellos entraban a pedirme las cuentas del día, y de vez en cuando ellos se sentaban y consumían en frente de mí, y nunca me hicieron nada. Sin embargo, vi muchas muertes que aun retumban en mi cabeza cuando hago memoria, porque la calle no perdona y no se queda con nada. Gracias a Dios pude salir de todo esto por mi carrera universitaria, que no dejé de ejercer, a pesar de estar en El Bronx. Todos los días me levantaba a las cuatro de la mañana a alistar mis cosas para ir a estudiar, y como nunca me faltaba el dinero, me iba bien. Llevaba las mejores cosas y los celulares del momento, como el Black Berry: ¿sí se acuerda? que utilizaban los gomelos.

Recuerdo que la última vez cuando ayudé a meter cargamento, ya tenían sospechas de que algo pasaba; allí todo se sabía mucho antes de que la Policía llegara, por eso nunca encontraban nada, y lo que encontraban era lo que los duros querían que vieran, que luego salía en las noticias, una cortina de humo para todo lo que ellos alcanzaban a sacar antes de cada allanamiento. En esa ocasión fui en tacones, con una falda muy bonita y con una maleta elegante para recoger la droga que me daban en un local, del que no puedo revelar su posición, que servía como punto de distribución. Metían la droga en el fondo de bolsas negras, y encima le ponían ropa nueva, con el pretexto que la ropa era para regalarles a personas necesitadas de El Cartucho por la época de diciembre. Como me iba lo más decente posible, nunca sospechaban de lo que pasaba: ese fue mi último encargo. Mi exesposo había asesinado a una persona que tenía poder en ese lugar, y le tocó huir, dejándome sola, obligándome a buscar otro rumbo, pero gracias a Dios terminé mi carrera y al graduarme me fui a vivir con mi abuela, que me cuidó y me ayudó a avanzar, a pesar de todas las cosas que les hice, pero esa es otra historia.

EW: ¿Se arrepiente de algo y qué cambiaría de todo lo vivido?LM: Nunca me arrepiento de lo que viví y de lo que soy, pero siempre quise crecer con más oportunidades para ayudar a las personas que hoy me acompañan en mis sueños, personas que me vieron crecer y que lamentablemente fueron arrastradas por la delincuencia y el vicio, porque detrás de las calles viejas y putrefactas, está un alma rota que nunca tuvo consuelo. Como una princesa sin corona me abrí paso a una vida con los lujos suficientes para vivir sin arrepentimientos, y disfrutando cada momento que hoy tengo junto a los míos.

| Nota del editor *

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