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Caminando entre muertos vivientes: un día viviendo en Kensington

Por: Cristian Andrés Téllez Suárez

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Son las 4:00 de la mañana y Camilo no puede dormir, en una buena noche puede conciliar 2 o 3 horas de sueño. Intenta llevar esta situación mediante la oración, pues sabe que, aunque está seguro en su habitación, al amanecer muchas personas habrán muerto. Al comienzo esto le parece alarmante, pues es de las personas que considera que cada vida es importante, pero al pasar de los años algo tan frecuente genera costumbre, esta resignación a lo inevitable la compensa pidiéndole al cielo que estas almas que parten puedan encontrar paz. A las 8:00 A.M. debe levantarse para ir a trabajar e iniciar un nuevo día, aunque frecuentemente se cuestiona si vale la pena o no.


Oriundo de Palmira, Valle del Cauca, estaba acostumbrado a la violencia, situación que lo llevó a migrar. Muchos de sus amigos desean ir a Estados Unidos para cumplir el sueño americano, algo que Colombia no les puede ofrecer. Luego de hacer algunos ahorros y de gestionar créditos bancarios, logró obtener lo suficiente para aplicar a la visa F-1 de estudiante y así volver este sueño una realidad, aunque sabía que esto era solo apenas una artimaña, pues su viaje no tenía retorno. Sabía que su visa vencería a los 6 meses, hecho que no sería impedimento para intentar radicarse allí.

Fotografía de: Van Life Wanderer


El primer lugar que conoció fue Washington D.C., un escenario pletórico de paisajes, museos y cultura, pero a su vez muy costoso. Luego de viajar durante un año por distintos lugares de ese país, pudo establecerse en Filadelfia, y gracias a unos amigos consiguió vivienda y trabajo. Desde entonces sus gastos se redujeron a la mitad, hecho que no le sorprendió, pues conocía la mala fama de esta ciudad por la crisis en razón del consumo de drogas por la que atravesaba. Una vez comparó su situación inicial en Estados Unidos, consideró que el escenario que ahora lo rodeaba no podía ser un impedimento, pues la opción restante era regresar a su país, hecho que le daba más temor.


A las 9:30 A.M. sale del edificio donde vive. Intenta usar ropa oscura y pasar lo más desapercibido posible, más en un lugar como Kensington, pues allí es mejor no ser nadie. Debe cruzar más de 3 cuadras para llegar a su trabajo, y en el camino experimenta la más decadente situación a la que puede caer un ser humano. En este punto recuerda su libro favorito, La Divina Comedia de Dante Alighieri, pues sin importar el tiempo que lleve allí, cada mañana siente que está transitando uno a uno los diferentes círculos del infierno, y al igual que Dante percibe que este lugar ha sido olvidado por Dios, lo que considera irónico, pues aún no pierde la fe en él.


Durante el recorrido de tan solo 8 minutos, que se le antojan eternos, observa a las personas que, independiente de sus orígenes, caminan al ritmo de la tragedia, como si esta fuera su única balada. Cada esquina está habitada por “caminantes”, individuos que han dejado aquello que los hace humanos, trasformados en vestigios de lo que han sido, como consecuencia de su adicción a las drogas. La primera vez que preguntó el porqué de este nombre, recuerda la asociación de estos caminantes con zombis: le explicaron cómo estas sustancias logran nublar cualquier razón, creando seres que solo responden a estímulos y a una sola necesidad causada por la dependencia a los narcóticos.

Las calles de este territorio no hacen más que reflejar lo difícil de este panorama, pues su paisaje son toneladas de basura, y una creciente violencia que se adueña de la zona. Esto se debe en gran medida al consumo de heroína y fentanilo que ha sumido a la comunidad en una espiral de adicción y desesperación. Es de los primeros en llegar al restaurante donde trabaja, y aunque sus responsabilidades están en la cocina, no puede iniciar hasta que lleguen sus demás compañeros. Durante este tiempo le gusta limpiar la fachada del local cuyos grandes ventanales le permiten ver desde un espacio seguro cómo estos caminantes que parecen vagar sin rumbo, están atrapados en sus propios vicios.


Su humanidad es aniquilada día tras día, sus figuras poco a poco tienden a desaparecer por la falta de alimentación que los lleva a una desnutrición acelerada. Pero, sobre todo, duele ver esas miradas llenas de vacío, como si de un agujero se tratara. No hay chispa, no hay espíritu, están poseídos y sus movimientos, similares a los de una colmena en reposo, son lentos, descoordinados, y solo responden a un llamado que los altera y los pone alerta, enajenamiento causado por el sonido que generan las agujas al ser llenadas de este mortal líquido, una vibración letal que arrastra cualquier esperanza y que los consume desde adentro en un viaje hacia una sola dirección sin camino de retorno.


Su jefe, James, recuerda que años antes de que Camilo llegara, medios locales e internacionales, como la BBC, bautizaron el barrio como un campamento de drogadictos al aire libre, y recalca que esta notoriedad poco ha ayudado, pues no ha traído consigo una solución. A pesar de los diferentes esfuerzos locales y gubernamentales, la situación parece empeorar cada vez. Es contradictorio, pues la ciudad de Kensington tiene una importante e influyente descendencia inglesa e irlandesa, y fue considerada un refugio de la clase trabajadora. Sin embargo, las drogas han tomado el control.


Camilo cumple su jornada, la que quisiera se extendiera más, pues son sus mejores 8 horas del día porque se siente en familia, pero al terminarla de nuevo sucumbe ante su soledad. Recorre las mismas 3 cuadras de la mañana y se refugia en su cuarto lo antes posible. A través de su ventana observa a 4 lindas mujeres frente a su edificio, y aunque cautivado, es consciente de su triste trasfondo: aquellas que no pueden pagar los narcóticos, usan sus cuerpos como moneda de cambio para recibir como a una vieja amiga a esa necesidad desenfrenada del consumo.


Algo que le llama la atención de las mujeres, además de sus cortos vestidos, son los puntos de tez marrón que resaltan en sus brazos y piernas. Investiga un poco y descubre que, ante tantas inyecciones, la cavidad venosa se va quemando, es decir, ante tantas punciones, el tejido superficial va cicatrizando y engrosando la capa de piel y el tejido intravenoso, lo que dificulta cada vez más la inyección en vena que afecta a su vez al flujo sanguíneo, por lo cual se inyectan agujas en otras partes del cuerpo como en el cuello, las piernas, la lengua y entre los dedos de los pies.

Cualquier lugar es válido para cumplir este objetivo. Por esto, muchos de ellos cojean y cabecean. Algunos cuentan sus últimos minutos terrenales tirados en el suelo, la cruda realidad a la cual se enfrenta la comunidad, donde la vida cotidiana se trasforma en una lucha constante por sobrevivir. Para Camilo no es solo un problema local. El mercado ilegal de drogas atrae a miles de personas de todo el país en busca de su próxima dosis. Los Centros de Control y Prevención de Enfermedades informan que medio millón de personas han muerto en las últimas dos décadas debido a sobredosis de opioides, y este lugar ha sido epicentro de tres epidemias de drogas diferentes a lo largo de los años.

La situación se agrava por la presencia del fentanilo, una droga que es hasta cincuenta veces más potente que la heroína y cien veces más que la morfina. Aunque su uso es legal y está destinado a usos médicos bajo estricta supervisión, los adictos lo consumen sin control, y los vendedores lo trafican con total irresponsabilidad para aumentar sus ganancias. Sus efectos, que son inmediatos, producen sedación, problemas respiratorios y deficiencia visual, sumiendo a quienes la consumen en un estado de cansancio extremo y deterioro físico y mental.


En muchas ocasiones ha presentado denuncias y se ha unido a sus vecinos, quizás para que algunos de sus reclamos resuenen en las autoridades responsables encargadas de controlar esta situación. Pero la realidad es que existe una permisividad inaceptable hacia la crisis que agobia a este distrito, y las mismas autoridades actúan de manera conveniente, echo que intensifica el sentido de abandono. La dura realidad muestra que la tragedia en Kensington no es solo una crisis de drogas, sino también una crisis de justicia social que afecta a las comunidades más vulnerables.


Son las 10 de la noche, momento en que por la mente de Camilo camina la idea de escapar, que es borrada rápidamente, quizás por la misma mística que tiene este lugar. “Es como estar preso con todas las libertades”, similar a una inmersión dentro de la misma Matrix. Surgir cuando se está solo no es fácil, como muchos creen, y el costo de la vida, en comparación con el resto de Estados Unidos, se siente como un regalo. Claro que ahora sabe lo que se debe pagar, que es casi como vender el alma. La fortuna siempre está de su parte; la muerte le respira, muchas veces la ve trabajando, pero nunca ha tocado a su puerta.

La realidad que ve es clara: no importa cómo, pero jamás será una opción para él, escapar de lo que sea mediante las drogas. Espera que, tal como menciona Dante, la senda que lleve al cielo empiece aquí en el infierno. Quizás sin saberlo, estar allí sea su redención y la de todos los que lo acompañan.
Octubre – noviembre 2023 – Edición No.66

| Nota del editor *

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