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[Crónica] Por la cuarenta y cinco en veintidós: Recorriendo la Ruta del Sol Parte V

Ver el ferrocarril de que transporta carbón desde el Cerrejón significó para nuestros viajeros que estaban cada vez más cerca de su destino.

Por Diego Reyes

Aguachica

Fundada en 1748. Con un poco más de 100.000 habitantes Aguachica es la segunda ciudad más importante del departamento del Cesar después de Valledupar, su capital. Instalada en un amplio y arenisco valle es el hogar de transeúntes proveniente de distintos rincones del país. Esto, junto a sus sitios turísticos, ubicación y riquezas naturales, hacen de este cálido municipio un destino obligatorio para nacionales y extranjeros.

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Aguachica, al igual que Puerto Boyacá y gran parte del departamento del cesar ha lidiado con los formalizados grupos paramilitares que expulsaron a la guerrilla del territorio. Bajo un manto de masacres, tierras despojadas y miles de desplazados. Hoy sin grupos armados organizados, pero con presencia de bandas criminales los campesinos del municipio siguen a la espera de la restitución de sus tierras, acción con pocas probabilidades en un territorio de secuestros, extorsiones, reforma agraria, paramilitares, ganadería extensiva, cultivos de palma, persecuciones políticas y otras desgracias.

Finalmente, el municipio cuenta con un pésimo servicio de agua potable, no potable, así como graves casos de corrupción política en hospitales y comedores escolares.

Nos bajamos cerca de la plaza de mercado con el objetivo de encontrar un hotel asequible. Casualmente cruzamos con un hombre foráneo al que preguntamos dónde podríamos hallar una posada económica. Allá, en la mitad de la cuadra me estoy quedando, la noche vale $10.000, nos indicó.

Efectivamente, una posada de dos niveles, con pisos desgastados, paredes infladas, baño defectuoso, dos abanicos eléctricos y un viejo televisor con cable. No podíamos pedir más por ese precio. Comimos, nos duchamos y prendimos el televisor testigo del último parpadeo.

Jueves 21 de diciembre

Despertamos a las 8 de la mañana con fuerzas renovadas para continuar. Era un día soleado. Salimos a un pequeño balcón de la residencia donde se divisaba el cielo azul sobre árboles y tejados marrones. Motivados, salimos sobre el medio día a recorrer el pueblo. En primer lugar, nos dirigimos a la plaza de mercado en busca de un sitio para desayunar y almorzar al mismo tiempo. En el lugar sobresalía el olor a pescado crudo y desperdicios de comida.

Recorrimos una manzana enfilada con casetas en techo de zinc y árboles en el medio. Buscábamos un lugar con buen aspecto, barato y que ofreciera algo sin carne para poder comer. No lo había, todos tenían mal aspecto o solo vendían carne, sancocho de chivo, carne en bistec, carne asada, o bagre. Seguimos caminando. Bajamos por una angosta calle comercial con almacenes de ropa y calzado, estrechada aún más por vendedores ambulantes de aguacate, bebidas, frutas, verduras y cualquier cosa que tuviera algún valor comercial.

Finalmente, varias cuadras abajo del parque principal, encontramos un pequeño restaurante familiar al aire libre, bajo los árboles, atendido por dos amables mujeres. Tal como lo queríamos, un almuerzo de esos pueblerinos. Pescado frito, una sopa sin sustancia, buena ensalada, abundantes porciones y sazón de abuela. Tras una corta siesta regresamos hacia el centro. John lo hizo vendiendo manillas mientras con Andrés nos tomamos una foto en el Yo ♥ Aguachica del parque principal.

Ya pasado el meridiano preguntamos por la salida a la Ruta 45. Al entender que estaba retirada, tomamos un taxi. Nos bajamos frente a un reductor de velocidad acompañado de vendedores de patilla, piña y mandarina. Ocultos detrás de un arbusto evitamos el sol y el radar de los conductores. Los minutos pasaban y no aparecía nuestro vehículo, ni uno parecido.

Inseguros de la ruta, bajamos un largo trayecto hasta una variante que, nos dijeron, era la indicada. La presencia de hombres extraños y la ausencia de reductores nos hicieron devolvernos. Continuamos en espera. Solo transitaban encarpados, containers y espigadas carboneras, ni una sola plataforma. El tiempo pasaba. Desesperados, nos intentamos subir a una carbonera. Andrés con su pesado morral no lo pudo hacer, eran dos metros de metal sin ningún tipo de asidero.

A pocas horas del anochecer decidimos abordar el próximo tráiler que frenara en el resalto. Un arrastre de mediana altura que transportaba tanques de agua plásticos fue nuestra elección. subimos primero con Jhon, y ayudamos a jalar a Andrés. Nos acomodamos cerca de la cabina. No había avanzado ni un kilómetro cuando el chofer hizo la primera parada en una tienda. Jhon se bajó y le pidió una aproximación a Santa Marta. El conductor le respondió con un sarcasmo. ¿Y yo a qué horas recogí pasajeros? Jhon insistió. Solo tengan cuidado con los tanques y las tapas, no los vayan a hundir, dijo el piloto. Así nos enrutamos por una amplia vía rodeada de espléndidos paisajes, con valles y colinas adornados de todas las variaciones de verde.

Dos horas de recorrido nos animaron. Pasamos Curumaní, municipio del Cesar, y una larga recta que terminó en una curva. Allí el vehículo se orilló en un espacio con arena. Nos llamaron de la cabina. Yo voy por otra ruta, adelante hay un resalto para que cojan otro, fueron las palabras del conductor. Agradecidos nos bajamos.

De nuevo un caserío nos recibió. Compramos algo de tomar en una tienda con techo de palma y nos sentamos sobre un muro a la espera de un nuevo tráiler. Oscureció. Parecía que todos los caminos se nos cerraban. Los vehículos de carga que paraban eran un riesgo latente, los pocos accesibles pasaban velozmente por el reductor y los buses no nos paraban.

Eran las 9 de la noche y parecía que todos los medios de transporte habían conspirado en nuestra contra. Sin opciones de avanzar, optamos por devolvernos a pasar la noche en Curumaní. Minutos más tarde, un planchón vacío paró en una tienda cercana. Andrés abordó al conductor por un transporte hasta el pequeño municipio. El chofer aceptó. Nos trepamos por las llantas y bajo nubes de polvo regresamos a Curumaní. Coqueto pueblo con calles llanas y polvorientas, adornadas por árboles de todos los tamaños que se mecen al ritmo del viento sabanero.

Una vez en el pueblo, caminamos hasta la entrada en busca de alojamiento económico, un objetivo difícil a vísperas de navidad y a las diez de la noche. Recorrimos ambos flancos de la vía principal 45 en busca de hospedaje, pero los elevados precios y la alta demanda nos obligaron a seguir buscando. Extenuados con el trajinar del día empezamos a acariciar la idea de armar carpas a las afueras. Antes, pasamos por una calle donde varias personas bebían en la acera de su casa sobre sillas rimax rojas, giramos a la izquierda por

una calle maltrecha. Al final, un aviso mediano decía: Hospedaje Royal, ambiente familiar, un lugar sencillo con rudimentaria decoración. Su costo nos era asequible, así que decidimos pasar allí la noche. Tras una ducha que quitó la costra de suciedad recogida en 3 trailers nos acostamos inmediatamente, necesitábamos madrugar.

Viernes 22 de diciembre

Nos levantamos a las 8 de la mañana con fuerzas revitalizadas. Bajamos por una calle en busca del reductor de velocidad. Para desayunar, Andrés y Jhon aspiraron unas cuantas bocanadas de humo con su pipa cannabica. Como si tuvieran cámaras en cada rincón del pueblo, llegó la policía. Requisaron cuerpos y morrales, a la vez que advertían el llevarnos a la estación si encontraban alucinógenos. Increíblemente no los encontraron.

Nos paramos frente al reductor a la espera de un nuevo remolque. Pasaron los minutos. El sol avivaba. En frente, debajo de un palo de mango, un veterano conversador vendía carimañola, también conocida como pastel de yuca, empanadas, porciones de arroz y de fruta. Cruzamos y nos sentamos en la sombra mientras me comía una porción de arroz. Pasaron una hora, dos horas, y no había visos de nuestro transporte. Un furgón destapado se detuvo, sin meditarlo le pedimos que nos arrimara a nuestro destino.

¡Por fin, avanzamos! El viento y las aberturas en la vía agitaron residuos de arena contenidos en el baúl que, una vez más, nos ennegrecieron y por poco deja invidentes. La sorpresa llegó cuando el vehículo se detuvo en el Caserío San Roque, el mismo que la noche anterior nos había estancado. El que bifurca la Ruta del Sol en 45 y 49, hacia Santa Marta o Riohacha.

El lugar ya era una pesadilla. Aun así, esperaba con fe que en algún momento pasaría nuestro transporte. Nos mantuvimos con los ojos bien abiertos a la orilla de la carretera. Avistamos un tráiler impecable, nos preparamos. Sin embargo, el mínimo desnivel del reductor hizo que cruzara casi sin frenar.

Con la presión del sol nos sentamos bajo un árbol. El tiempo y el desespero corría. Ahora, cualquier opción para salir de aquel atolladero era válida. Con la mano intentamos que buses, automóviles y camiones nos llevaran. Un antiguo Jeep se detuvo. Ofreció llevarnos hasta el pueblo más cercano, Bosconia, a 90 kilómetros de allí. Sin embargo, su precio nos obligó a dejar pasar la oportunidad.

Empezaba la tarde. En frente, una recta de al menos 2 kilómetros desanimaba a los caminantes. Desahuciados de aquel terruño decidimos avanzar. Luego de 20 largos minutos con morrales y sol al hombro llegamos al desvío que conduce a Valledupar, alegre capital vallenata y del Cesar. Allí, un caserío lánguido, ojeroso y silencioso contrastaba con la alegría y el sabor de esta región tropical.

Tal vez, 11 años después, la muerte sigue rondando aquellos atemorizados y violentados valles curumanilenses por las numerosas matanzas paramilitares. Solo por mencionar dos: Masacre en el corregimiento de Santa Isabel a unos pocos kilómetros, donde en diciembre de 2005 doscientos hombres armados retuvieron 45 habitantes y asesinaron a nueve, uno de ellos torturado hasta la muerte y su esposa abusada sexualmente; Masacre de Curumaní en agosto de 2001, cuando en el mismo lugar, treinta paramilitares irrumpieron en el corregimiento y asesinaron a 11 personas.

Hoy, el municipio aún convive con las secuelas de la guerra. La violencia expresada en riñas, robos frecuentes y asesinatos son una pequeña muestra de lo que poco tiempo atrás fue la época del terror. Época que con el paso de los años ha evolucionado en lo que hoy es abandono, impunidad y olvido. Un olvido que invisibiliza sus masacres ante un país desconocedor de la verdad de la guerra.

Caminamos varias cuadras por la ruta 45. En sus contornos, locales ofrecían el producto de sus cosechas a cuanto vehículo pasaba. Ñame, plátano, mandarina, mango, sandía eran algunos de estos. Otros, válidos e inválidos, pedían dinero junto al camino.

Llegamos a una pequeña choza hecha de palos y techo de zinc arropada por un árbol. Un camión repleto de mandarinas descargaba algunas unidades para la venta de menudeo. A pocos metros, observábamos un reductor de velocidad con malicia. Nos recostamos junto a un árbol a la espera de un carguero. Una vez más los resultados eran negativos. Cuando se fue el furgón nos adentramos en la choza para descansar en las posaderas. El tiempo pasaba sin resultados. Andrés se recostó sobre un mesón de madera donde se quedó dormido.

Más de dos horas en aquel lugar empezaban a fastidiarnos. La única esperanza parecían ser las gigantescas carboneras de casi 4 metros de alto, reto para inexpertos alpinistas. Con coraje y determinación nos decidimos a abordar la próxima en cruzar. Llegó el momento. Su pechera y ruido al transitar intimidaba el corazón. Pero cuando nos ofreció su plana y recalentada espalda nos incitó a seguirla. Corrimos cual gacelas perseguidas. Junto a Jhon fuimos los primeros en tocarla y asirla. Más livianos, subimos primero a la caldeante cubierta, mientras Andrés apenas se sostenía en pie sobre el metal, le tendimos la mano y ayudamos a trepar junto a su pesado morral. Una vez arriba, la gente nos vitoreó. Mientras con la mano nos despedíamos de simpatizantes y amigos momentáneos.

Avanzamos algunas decenas de kilómetros. Pasamos: el Cruce; caserío que desvía hacía las poblaciones de La Jagua de Ibirico y Chiriguaná; La Aurora y algunas estaciones de servicio. En el horizonte se divisaban las montañas áridas y detonadas de la multinacional minera estadounidense Drummond, junto a su línea de ferrocarril hacia el muelle la Carbonera, en inmediaciones de Ciénaga y Santa Marta.

El desvío del vehículo por un camino boscoso hacia la derecha nos asaltó la calma. Gateamos hasta lo último del recipiente de metal a la espera de un frenón que permitiera aventarnos al suelo. Aterrizamos. En medio de altos árboles, a orilla de la carretera, y sin reductores de velocidad, nos sentíamos perdidos. Mover las piernas y el trasero eran la única opción.

A pocos metros nos esperaba la línea férrea que cruzaba horizontalmente un puente elevado. De repente la tierra empezó a moverse, a la vez que se oía un ruido estrepitoso.

150 vagones que regresaban vacíos del Muelle se dirigían a la Mina de Carbón Drummond. Una de las más grandes del mundo a cielo abierto con un área de más de veinte mil hectáreas. Operada desde 1995 por la multinacional americana.

La Carbonera Drummond, con una prórroga de contrato por 20 años más, se presume actualmente como aquella que genera más de cuatro mil empleos en el país, el 70% de ellos entre los departamentos de Cesar y Magdalena. Administra dos mil millones de toneladas de carbón en las minas de la Loma, El Descanso y Rincón. Finalmente, se define como sostenible e innovadora.

Otras voces declaran a la compañía: culpable del asesinato intelectual de dos sindicalistas a manos de grupos paramilitares en 2004; Detrimento patrimonial nacional en 2007 por más de setenta millones de dólares; incorrecto pago de regalías a departamento y municipios afectados; ventajas tributarias, libre de impuestos de industria, comercio, predial etc…

Nosotros, simples viajeros ¡Qué sabíamos! Recordé escenas de mí adolescencia. Escenas negras y dolorosas retratadas en películas y libros en las que chirridos, rieles y vagones como estos anunciaban sufrimiento, muerte y desolación sobre los campos de Auschwitz y Ravensbrück.

Parecía que la fila de vagones era infinita. Bajo el puente, un operario del ferrocarril se refugiaba del sol. En busca de sombra me dirigí hasta él, mientras mis dos compañeros grababan y observaban el espectáculo. Pasó el último vagón y nosotros también, avanzamos por un largo y engravillado camino que nos llevó a la 45. Allí, 4 kilómetros y una larga recta nos desafiaban. Lentamente empezamos a caminar por la orilla del asfalto.

En shorts y con manga corta sentía que el sol derretía las piernas. Para prevenir la insolación arropé cabeza y brazos con una negra y gruesa chaqueta. Ahora, sudaba a chorros. Aceleré el paso. Jhon, vestido igual, me siguió. Andrés, a paso más lento se quedaba atrás.

Sedientos y extenuados llegamos a una oficina de la empresa de buses Coopetrán, en dónde ni buses ni agua pudimos encontrar. Continuamos avanzando. Finalmente llegamos a la Loma, un pequeño y pobre corregimiento con casas y vías en pésimas condiciones que pareciese estar cercano a un desierto y no a una colosal mina de carbón que exporta millones de toneladas y ofrece miles de millones de pesos en regalías. Diagonal a un gran restaurante, un bus estaba a punto de salir para Bosconia, municipio a unos 55 kilómetros de allí. 12.000 peso por cada uno, dijo el ayudante del conductor. Por último, negociamos los pasajes por 8.000.

El bus era la gloria, cómodas sillas, aire acondicionado y un refresco suplían todas las necesidades. Nos quedamos dormidos. En poco tiempo llegamos a Bosconia reciente municipalidad nacida en 1958, cuyo nombre hace honor a Don Bosco, iniciador de la orden de los salesianos en Colombia. Fue fundada por asentamientos campesinos e invasiones. Ubicada en un punto estratégico en el que confluía la estación del ferrocarril del Atlántico y las vías que conducen a los municipios de Fundación, Plato y a las ciudades de Valledupar, Barranquilla y Santa Marta.

El turismo, junto a la ganadería, son los renglones sobresalientes de su economía. Entre los sitios de interés del municipio y festividades se destacan el Canal Garcés, la fuente de agua subterránea el manantial y la vereda Puerto Lajas con las playas del río Ariguaní. Algunas de las festividades destacadas son las fiestas patronales San Juan Bosco, el Cumpleaños de Bosconia, Reinado municipal, el Festival Folclórico y Cultural Cuenca de Ariguaní, así como la celebración del Día Nacional de la solidaridad y la memoria de las víctimas del conflicto armado, establecido por la Presidencia de la República en 2011.

Nos acercamos a una panadería a descansar. A las 4:00 pm no habíamos almorzado. Merendamos avena fría con pan a la espera del plato fuerte en Santa Marta. Me imaginaba en pocas horas disfrutar de la brisa y del mar samarios mientras saboreaba un delicioso plato costeño. Apresuradamente caminamos por la calle principal del pueblo. El tráfico era caótico, buses, camiones, carros y moto taxis entorpecían el fluido vehicular por la estrecha 45. La ocasión perfecta para abordar imperceptiblemente nuestro próximo transporte. En un giro de cuello observé un vacío tráiler de estacas que se aproximaba. Les avisé. Nos frotamos las manos mientras preparábamos el asalto.

Sin percances, abordamos el carguero por entre la madera. El vehículo salió del pueblo y nosotros con él. No había avanzado 1 kilómetro cuando bruscamente frenó junto a la carretera. El molesto chofer saltó de su silla y se dirigió hacia nosotros. preguntó quiénes éramos, a la vez que nos increpó a abandonar su propiedad. De nuevo, Andrés con su calmada y ralentizada voz explicó nuestro origen, propósito y destino. A regañadientes el hombre aceptó nuestra presencia, aunque se limitó en llevarnos hasta el Copey, municipio a 22 kilómetros.

En pocos minutos transitamos la despejada sabana que al atardecer ofrecía arreboles degradados de azul, naranja y amarillo. Con una luna que tímidamente se asomaba brindaban una postal digna de enmarcar. Como de costumbre, mis compañeros decidieron acompañar aquel espectáculo natural con su verde y humeante naturaleza.

Desembarcamos en el Copey, municipio conocido como la Villa del Cesar, dada la afluencia de poblaciones de diferentes departamentos. Sus amplias planicies permiten una economía basada en algodón, ganadería extensiva y palma de aceite. A dos días de navidad, el ambiente ya era de fiesta. Música elevada, baile y gente bebiendo a las afueras de sus casas así lo manifestaban.

Descendimos por la calle principal en busca del reductor de velocidad, mientras observamos y éramos observados por los habitantes del pueblo. En el camino compré un agua en bolsa sorpresivamente barata, 200 pesos, pedí 2 para mis compañeros. Llegamos a las afueras del pueblo donde nos apostamos junto una humilde vivienda en la que dos niños correteaban. Allí esperamos un nuevo tráiler. Se llegaron las 8 de la noche y no lo habíamos logrado. Las 9:00 pm. Ya pensábamos en tomar un colectivo. El último y si no en bus, dijimos. 15 minutos después, un alto y cargado remolque se detuvo en frente a una tienda. Sin dudarlo, corrimos hasta él y nos subimos.

Por una última y definitiva vez cabalgamos sobre aquellos armatostes de metal, madera y caucho. Avanzamos por otra larga y arborizada recta, introduciéndonos en el tramo final de la Ruta del Sol. Ya podía sentir el olor a mar, a sal a naturaleza, a Parque Tayrona. 145 kilómetros nos separaban de nuestro destino, la ansiedad lo hacía parecer un trayecto interminable. Los nervios nos sobrecogieron cuando a la distancia divisamos una bifurcación de la vía. Más cerca, la señalización anunciaba, Ciénaga B/quilla – Sta. Marta Riohacha. Ante tanta desavenencia ya nada sorprendía. Igual, nada podíamos hacer.

Cerramos los ojos. Para sorpresa y favor nuestro el vehículo se mantuvo a la derecha. Faltaba poco, desde donde estábamos se podía ver la montaña que ocultaba la Perla de América. Más adelante, la Carbonera Muelle ofrecía un espectáculo con sus alumbrados puentes de carga que se extendían sobre el mar, emulando las Overseas highway, autopistas sobre los cayos de la Florida, en Estados Unidos.

Un par de kilómetros más adelante nuestro transporte llegaba a su destino. Volteó a la izquierda y frenó. En frente, una angosta y medio empinada destapada se internaba en una tupida arboleda. Con la frenada, descendimos de la alta plataforma por entre las llantas y aterrizamos en el pavimento. El vehículo desapareció entre los arbustos.

Una última vez el castillo de arena se nos derrumbaba, justo cuando estaba a punto de ser acabado. ¿Pero cómo desistir luego de recorrer más de 900 kilómetros? Pasamos al costado derecho, una espera inocente a que otra alma bondadosa se detuviera y nos ofreciera transporte. No esta vez. A las 10 de la noche empezamos a caminar por la amplia calzada mientras le sacábamos la mano a cualquier rueda con chasis que pasara por nuestro lado. Como era de suponer, nadie nos recogió. Con las últimas fuerzas y animados por la vibrante música que brotaba del speaker de Andrés caminamos 12 kilómetros hasta inmediaciones de Santa Marta.

Pasada la media noche, aquel sector de la ciudad dormía casi en su totalidad. A orilla de la carretera un hombre vigilaba un parqueadero. Le pedimos indicaciones para ir al centro de Santa Marta. Señaló un atajo que conducía un decente barrio con casas de dos niveles. Al fondo, una tienda indicaba una calle principal. Cansados, paramos un taxi, al que le pedimos llevarnos a un lugar de residencias económicas para pasar el resto de noche. Efectivamente nos condujo al centro. Caminamos una cuadra en la que prostitutas y habitantes de calle transitaban. Las residencias estaban llenas. Seguimos calle abajo.

| Nota del editor *

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