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El día que la guerra rompió nuestro hogar

San Mateo, Boyacá, es un pueblo ubicado en los flancos de la Cordillera Oriental, enclavado entre montañas y enaltecido por un clima templado. Cuna de gente pujante y trabajadora dedicada a labores como la agricultura, ganadería y oficios varios entre los que se destacan la gastronomía tradicional y la elaboración de artesanías. Caracterizado por atributos como la chirimoya fruta típica, y adornada por orquídeas, también conocidas como flores de mayo.

Por: Laura Sánchez. 3.° semestre

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San Mateo fue testigo silencioso del Conflicto durante años: primero llegó la guerrilla, luego vinieron los paramilitares. Las penumbras siempre se hicieron sentir, pero nunca habían tocado a la gente de manera directa. En los 90, la presencia de los grupos armados se volvió más evidente, pero fue en 1992 cuando el terror se materializó en la primera incursión guerrillera que cambiaría para siempre el destino del pueblo.

Ocurrió en octubre mientras los habitantes asistían a la misa de las siete de la mañana, como de costumbre, la cual era celebrada por el sacerdote Laureano, cuando de manera silenciosa la iglesia fue rodeada por aproximadamente 15 hombres que portaban fusiles y explosivos. Sin embargo, la celebración siguió debido a que el sacerdote no la detuvo y los guerrilleros tampoco intervinieron. Fue después de la bendición cuando un guerrillero joven se ubicó en el atril, y dijo: “Somos el Frente Efraín Pabón Pabón, esto es una toma guerrillera y los invito a una reunión en la plaza central”.

A eso de las 9 de la mañana el Parque Central estaba lleno. Fue allí donde comenzó el discurso del comandante del Frente, que finalizó hacia las 11:30 de la mañana. Luego sucedió una integración entre guerrilleros y pobladores con comida y cerveza. La aparente calma fue interrumpida por la presencia de un helicóptero militar que realizó varios sobrevuelos que no efectuó ninguna acción concreta. Ante esta presión, los guerrilleros le dieron luz verde al tráfico por todas las carreteras del pueblo, y se retiraron por la vía del costado occidental. Todo fue confusión. La vida siguió, pero esa tarde dejó una marca en el pueblo. Desde entonces, San Mateo quedó en manos de la guerrilla y la incertidumbre, las miradas cautelosas, los comentarios a media voz, los rumores que crecían, así como la niebla en las montañas, eran el pan de cada día.

En junio de 2002 la historia dio otro giro

Era un miércoles común en San Mateo, un día de mercado. Las calles estaban llenas de vida, los campesinos llegaban desde las veredas para vender sus productos y las familias se reunían en la plaza a abastecerse de las selectas muestras de las cosechas. Matilde Pinzón se levantó temprano para preparar el desayuno de Henry Sánchez, su esposo, que había salido a las 3 de la mañana, como de costumbre, a recoger los pasajeros de las veredas de tierra caliente, acompañado de sus hijos Yonal y Fabián, jóvenes de 18 y 19 años, que lo ayudaban con el trabajo de transportar a la gente del campo.

El sonido de los pájaros y el movimiento suave de las ramas eran parte de la rutina diaria en San Mateo, un pueblo que hasta entonces había aprendido a convivir con el miedo, sin dejar que rompiera la tranquilidad cotidiana. Henry llegó a casa alrededor de las siete de la mañana, cargado de bolsas de mercado, con una sonrisa cansada en su rostro y con su particular bigote sudado.

Mientras descargaba el mercado, Matilde Pinzón le servía su habitual desayuno, un plato de calentado. Luego de comer, Henry Sánchez se despidió de nuevo pues tenía que seguir trabajando. A las diez de la mañana volvió al parque principal del pueblo para recoger a los pasajeros que llevaría de regreso a las veredas. Matilde se quedó en casa ordenando y preparando el almuerzo, un tradicional sudado con lentejas, en compañía de su hija menor, Angela de 12 años y su hijo mayor Wilson de 22 años, quien también colaboraba manejando una camioneta con la que hacía expresos, sin saber que sería la última vez que verían a su padre y esposo con vida.

El bullicio del pueblo aún no anunciaba lo que estaba por venir

Minutos más tarde, sobre las 9: 30 de la mañana, la tranquilidad del pueblo fue interrumpida por unos hombres armados que llegaron a San Mateo y tomaron el control. Los paramilitares, sedientos de poder, realizaron una incursión en el pueblo que cambió la vida de sus habitantes. La gente fue sacada a la fuerza de sus casas, de sus negocios y de sus oficios y fueron llevados al Parque Central, donde se realizó una reunión de cerca de dos horas llena de intimidaciones. Luego se dio paso a la lectura de los nombres de 12 personas que supuestamente eran simpatizantes del grupo rival al margen de la ley. No hubo discurso ideológico, solo amenazas y odio intenso.

Cuatro personas que aparecían en el listado fueron subidas a la tarima del parque. Frente a los asistentes se les dijo que sus vidas serían perdonadas, pero que debían abandonar el municipio antes de las 6:30 de la tarde de ese día. El alcalde y el párroco intentaron mediar, suplicando por las vidas de estas personas, pero sus voces no fueron escuchadas. El resto de los acusados sabían que no tendrían la misma suerte. El pueblo observaba con miedo temiendo ser los siguientes.

Los asesinatos comenzaron: unas víctimas eran dos habitantes del caserío El Chapetón y tres de la Vereda El Naranjal. A uno de ellos lo sometieron en la mitad de la carretera y obligaron a uno de sus familiares a que le pasara un carro por encima. Otro fue quemado vivo en un horno de secar tabaco, dos fueron amarrados a un camión ganadero que bajaba del municipio El Cocuy y fueron arrastrados hasta morir.

La gente del pueblo, paralizada por el miedo, vio cómo los cuerpos de sus vecinos y amigos caían abatidos. Poco después, la violencia se extendió hacia las veredas. Los paramilitares comenzaron a asesinar a aquellos que consideraban una amenaza, dejando sus cuerpos como advertencia. El miedo era inexplicable, y las familias vivían con la incertidumbre de no saber quién sería el siguiente en caer.

Eran alrededor de las 10:30 de la mañana, y mientras Henry esperaba en el parque a los pasajeros, algo en el aire cambió. Se sintió una presencia extraña, una tensión que crecía en cada rincón del pueblo. De repente, aparecieron unos hombres armados, vestidos con camuflaje y portando armas de alto calibre, con la cara endurecida por la guerra y el odio. Obligaron a los pasajeros a bajarse, incluidos sus dos hijos, que seguían acompañándolo, y que permanecieron aterrados por el miedo mientras su padre era llevado por la fuerza. Corrieron de regreso a casa y llorando le contaron a su madre lo que estaba sucediendo.

Matilde Pinzón, con el corazón en la garganta, apenas pudo entender las palabras entrecortadas de sus hijos, pero ya era demasiado tarde. Henry Sánchez había sido forzado a conducir a los paramilitares hacia la vereda Huertavieja, localizada en la parte baja del municipio.

La confusión reinaba, los gritos se ahogaban en el silencio forzado por el temor

El alcalde William José González y otras autoridades del pueblo intentaron mediar, pidiendo clemencia. “¿Es dinero lo que quieren?”, preguntó desesperado. La respuesta fue fría y firme: “No es por dinero, es por el servicio de transporte”. Henry Sánchez, consciente del peligro, accedió a llevarlos, esperando que eso bastara para salvar su vida y la de sus hijos.

Matilde Pinzón, sin poder hacer nada, esperaba y rezaba, con el miedo clavado en el pecho. El bus empezó su camino por las carreteras polvorientas y solitarias de San Mateo, acompañado a una distancia prudente por el alcalde, sacerdotes y otras figuras del pueblo. Los kilómetros se hacían interminables, mientras los nervios de quienes los seguían se tensaban con cada vuelta del camino. El viaje hacia su destino fue silencioso, tenso. Henry apenas podía respirar de la presión en su pecho. Sabía que algo terrible iba a suceder. 

De repente, se escucharon dos disparos que resonaron como un eco interminable rompiendo el silencio y la posibilidad de la salvación. Henry Sánchez fue ejecutado sin piedad. El bus se detuvo abruptamente. El alcalde aceleró hacia el lugar para encontrarse con lo que más temían: ya era demasiado tarde: ahí, a unos metros del bus, estaba su cuerpo abatido con dos disparos. Uno atravesó su frente, el otro desgarró su cráneo. 
El impacto de la escena era desgarrador. El hombre que esa misma mañana había repartido sonrisas y traía comida a su hogar ahora estaba allí, inmóvil, abatido en el polvo del camino, que meses atrás había puesto un letrero sobre el parabrisas del bus que decía: Así es la vida.

Los testigos apenas podían soportar la escena, pero sabían que tenían que volver al pueblo con la noticia.

Las horas pasaron lentas, pero el dolor no tardó en llegar. Sobre las 3 de la tarde, después de varias horas de incertidumbre, Matilde recibió la noticia de los dos sacerdotes que habían seguido el bus hasta el lugar de los hechos. La angustia y el terror eran visibles en sus rostros, pero nada podría preparar a Matilde Pinzón para lo que estaba a punto de escuchar. La noticia más temida llegó a sus oídos: ¡Lo mataron! Las palabras resonaron en su cabeza. No podía creerlo, no quería creerlo. Matilde, que sospechaba lo peor, sintió cómo su mundo se desmoronaba en un segundo. El dolor fue inmediato, profundo e imposible de describir.

Al recibir la noticia, el mundo de Matilde Pinzón se vino abajo. Sintió que su corazón se detenía, que el aire le faltaba. Quería gritar, pero ningún lamento salía de su boca. Sus hijos la miraban, incapaces de entender la magnitud de lo ocurrido, pero sabían, por el temblor en su voz, que algo terrible había sucedido. La tarde se volvió oscura, aunque el sol seguía en el cielo.

La escena en la casa fue desgarradora. Matilde, con el alma rota, tuvo que sentar a sus hijos y decirles lo que había sucedido. Cada palabra se le atascaba en la garganta. No había consuelo suficiente para explicarles que su padre no volvería. Sus hijos, desconcertados, la miraban, buscando una respuesta que nunca llegaría. Nadie sabía qué hacer, ni qué decir. La guerra había tocado a su puerta y se había llevado lo más preciado.

Las profesoras Josefa, Yanet, Marlén y tres más que habían acompañado a Matilde y a sus hijos, intentaban consolarlos, pero no había palabras suficientes para apaciguar el dolor. Su familia, que siempre había estado unida, ahora tenía que enfrentar el vacío que dejaba Henry Sánchez, esposo, padre y un fiel transportador del pueblo. Los hijos de Matilde abrazaron a su madre, incapaces de procesar lo que sucedía. La noticia del crimen se extendió rápidamente por el pueblo, y el miedo se apoderó de todos. Sabían que la violencia no terminaría ahí, que los paramilitares seguirían cobrando vidas. La guerra había llegado a sus puertas y no parecía tener fin.

Los días siguientes estuvieron invadidos por un dolor profundo. Matilde Pinzón intentaba mantenerse fuerte por sus hijos, pero el vacío que Henry dejó era desgarrador. Su vida en San Mateo ya no sería la misma. Después de la muerte de Henry Sánchez, la tensión en el pueblo aumentó. La guerra destruyó vidas y cambió para siempre la forma como la gente de San Mateo vivía y se relacionaba. El miedo, la pérdida y el dolor se volvieron parte de su día a día. Las calles, antes llenas de vida y mercado, ahora eran el escenario de la muerte y el terror.

Aunque con el tiempo San Mateo logró reconstruirse, la herida que dejó la violencia nunca sanará del todo. Las familias, que perdieron a sus seres queridos, aún cargan con el peso de esos días.

En las semanas que siguieron, más personas fueron señaladas y ejecutadas. El miedo a ser el siguiente en la lista hizo que muchas familias, incluida la de Matilde, empacaran lo poco que tenían y huyeran a otras ciudades. Fue en 2006 cuando Matilde Pinzón decidió llegar a Bogotá para construir una nueva vida junto a sus hijos, con el recuerdo de la memoria de su esposo y padre, Henry Sánchez.

 “Don Henrry Sánchez, siempre sonriente, de fondo con su suegra Subida en el bus, en la cálida vereda de Patios. Una imagen de felicidad antes de que la violencia irrumpiera su vida.”

| Nota del editor *

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