Por Mateo Salazar
Cuando hablamos de Dostoievski solemos pensar en Noches Blancas, Crimen y Castigo o en Los Hermanos Karamazov, pero hay una joya oculta que nos susurra la vida marginal desde los presidios de trabajos forzados en las regiones más recónditas y agrestes de Rusia, donde el frío cortante llegaba hasta los huesos y el alma.
Como es habitual en la literatura de Dostoievski, nos encontramos con una narrativa precisa que en la mayoría de las veces no da lugar a más que lo necesario. Es así que esta pieza literaria es un acercamiento y una ventana desde los intersticios más bajos de la sociedad rusa en años del imperio.
Quizá sin buscarlo, el autor remarca la violencia contra la mujer, pues sin ir muy lejos, quien narra la historia es el asesino de su propia esposa. Más adelante se muestra cómo varios de los presidiarios allí eran lo que hoy en día llamaríamos feminicidas. En el relato hay una escabrosa conversación entre dos presidiarios ajenos al protagonista que tiene lugar en un hospital, en la que uno cuenta sus desventuras y cómo terminó asesinando a su esposa, mientras el otro lo educa sobre cómo debe ser la corrección de la mujer para que comprenda el motivo por el cual se le golpeó en primer lugar.
Los presidiarios son esencialmente el alma de la obra, en un entorno donde es comprensible cómo se vuelve un lujo y casi una alegría tener las cuchillas de afeitar con un filo presto para la acción, y cómo un botón torcido una noche antes de las festividades era una corrección imperativa para el reo más callado del presidio.
Es una realidad que no se habría podido describir de mejor manera, porque nos adentra en la forma de vida que imperaba en estos sórdidos lugares, que incluían trabajos forzados o de baja remuneración, cómo se hacían los pagos por protección y por cobijas extras.
Los castigos con varas es uno de los actos en los que más enfatiza la obra, que eran el terror de los presidiarios y un entrenamiento enfermizo entre capataces, pues había quien obligaba a los ejecutores de estos flagelos a cometerlos con fuerza, o de lo contrario compartirían el destino de quien ya estaba amarrado al poste.
Aquellos que llegaban al borde de la muerte y eran enviados al hospital, sabían que estarían allí mientras se mejoraban, porque llegado ese momento regresarían para terminar de recibir su castigo cuando un médico ordenara su salida. Es una historia narrada perfectamente, con un ritmo sublime que no suelta al lector ni lo abruma por más violento que sea el relato en turno. Una recomendación absoluta.