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Éxodo: nunca recuerdo, pero no olvido

Con la mirada opaca y triste, David cuenta la historia de la primera vez que él y su familia fueron víctimas de desplazamiento forzado.

Por: Karina Colmenares Mendivelso

Una tarde de lluvias primaverales en la ciudad de Bogotá, mientras sus habitantes corrían de lado a lado, al tiempo que el cielo se oscurecía más y más, me encontré con David Cortés. Estábamos sentados en las escaleras de un viejo centro comercial. Él es un joven de unos 25 años, de piel canela, cuyos rizos negros ese día lucían aplastados por el agua, y una blanca y enorme sonrisa. Al verlo, pocos imaginarían que a sus 24 años había pasado momentos fuertes por el hambre, y sin una cama donde dormir y lejos de casa.

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En la vereda Chagüi, ubicada en Tumaco, Nariño, viven muchas familias, de rostros afro, de largos rizos oscuros y ojos negros como el carbón, cientos de las cuales han quedado quebrantadas por la violencia que se ha vivido allí. Una de ellas era la familia de David: allí, años atrás, las instituciones solían ser débiles, la fuerza pública no hacía mucha presencia y los jóvenes tenían dos opciones: trabajar con la guerrilla o trabajar con los paramilitares, organizaciones involucradas con el narcotráfico, situación que no ha cambiado, pues actualmente Tumaco continúa en manos de grupos armados ilegales, y las autoridades, aunque intentan hacer presencia, no logran disminuir la violencia.

Así fue como se dio todo: con el paso del tiempo y tras el olvido estatal, los campesinos dejaron de cultivar cacao y comenzaron a cultivar coca, esto hizo que el municipio se llenara de la presencia de grupos armados, así que los campesinos se vieron frente a una enorme dificultad: si iban hacia la zona urbana la guerrilla los acusaría de trabajar con los paramilitares, y si iban hacia la zona rural o a las fincas, los paramilitares los acusarían de trabajar con la guerrilla, razón por la cual muchas personas fueron asesinadas. Todos los días había muertos en el barrio: en cada esquina, en los colegios, en las casas vecinas, la muerte era pan de cada día, y todas tenían que ver con la guerrilla, los paramilitares o el narcotráfico.

A mediados de 2003, cuando David tenía apenas 8 años, un día se encontraba durmiendo en su pequeña finca con su familia. A eso de las 3 de la mañana llamaron a la puerta de la finca: los vecinos venían a informarle a sus padres que él y su familia estaban siendo culpados por la guerrilla de trabajar con los paramilitares, así que habían sido condenados a muerte.  Salieron de la finca esa misma madrugada y después de largas horas, lograron atravesar la húmeda selva de Tumaco.

Con la mirada opaca y triste, David cuenta la historia de la primera vez que él y su familia fueron víctimas de desplazamiento forzado. A causa de las amenazas, se vieron obligados a abandonar su hogar, de lo único que dependían. David, junto con su familia escapó hacia la zona urbana del municipio. Al siguiente día, sus padres lograron conseguir hospedaje con un amigo cercano, donde pasaron los días y los meses. Reconstruyeron su vida y no volvieron a escuchar sobre estas amenazas, pero sabían que vivían bajo una fuerte ola de muertes y paranoia.

Cerca de 8 años después, un día cuando David se encontraba en la escuela, en un pequeño salón de pocos pupitres hechos de madera rústica y envejecidos, con paredes agrietadas y con escasos implementos estudiantiles, que por patio de recreo tenía un jardín barroso y poco favorable para divertirse, mientras su profesora se disponía a impartirles una clase de biología con todos en silencio, cuando de repente la estancia fue invadida por paramilitares, que en un segundo asesinaron a un compañero dentro del aula. Todos quedaron aturdidos, no sabían qué hacer: en un instante habían acabado con la vida de uno de sus compañeros y nunca supieron la razón de su asesinato.

Tumaco es de los principales puertos de exportación; además del petróleo sobre el Pacífico, es el primer puerto de exportación de cocaína de Colombia hacia el mundo, por esto eran las disputas, el riesgo era enorme, fácilmente David podía quedar entre el fuego cruzado de los grupos armados ilegales, por eso todos los días, al salir de casa, sentía miedo de nunca volver. Así pasaron algunos años y David creció en medio de tiroteos, amenazas y asesinatos, pero hasta el momento su familia no había vuelto a ser amenazada por ningún grupo.

Todo se encontraba en calma hasta que, en una noche normal, David se encontraba con sus amigos en el casco urbano de Tumaco, en una zona roja; las tiendas y los almacenes solían cerrar temprano, pero a los 16 años el joven David solo quería pasar tiempo con sus amigos como cualquier muchacho de su edad. En medio de bebidas y carcajadas escucharon un tiroteo justo al frente de donde estaban: habían visto un asesinato: uno de los líderes paramilitares que rondaba la zona le disparó a un vecino del barrio, y David, a partir de ese momento, no tendría otra salida más que proseguir huyendo, pues había sido testigo de un crimen, razón por la que sería perseguido.

Después de este hecho, David salió corriendo en medio de la noche, que allí era peligrosa, dejando atrás a sus amigos. Al llegar a casa en busca de protección, su mamá preocupada lo convenció que debía salir inmediatamente de la ciudad. Ese mismo día emprendió su huida hacia la ciudad de las oportunidades, o al menos así pensaba: Bogotá.

Ante esta situación, David apenas podía resignarse y luchar por algo mejor en esta ciudad. Ya en Bogotá, por ser población afro y de origen rural, sufrió la exclusión en carne propia: en las calles las personas se corrían al verlo, se asustaban por su forma tan informal de vestir, y en la casa donde vivía dormía en el suelo. La ayuda del Estado no se veía, pues no estaba inscrito en ningún programa de priorización, por lo que lo incluyeron en una lista de espera.

Por muchos meses pasó por situaciones difíciles e indignantes: fue rechazado por el mundo, pero tiempo después, se encontró con personas que lo ayudaron a seguir, que lo alimentaron y le dieron dinero, hasta que ingresó en un programa de estudio del Estado, y de esta forma obtuvo un cupo en una universidad pública. Mientras estudiaba consiguió un trabajo y luego de graduarse, se hizo a una vacante para trabajar con la Alta Consejería para las Víctimas, y aunque no es un trabajo fijo, ahora David vive una vida digna, sin amenazas y sin miedo a no volver nunca más, aunque aún está lejos de casa.

-Esta es mi historia, casi nunca la recuerdo, pero no la olvido-.

El reloj marca las 3:40 de la tarde, la lluvia se ha calmado un poco y el tráfico no está tan pesado. David me comenta que se tiene que ir. Al final me dice que el panorama respecto al conflicto en el país no es alentador, pero que hay que seguir en la lucha, por las personas que han padecido lo mismo que él, así que deseándole lo mejor, se pierde en medio de la multitud.

| Nota del editor *

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