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La fotografía que nunca regresó a casa

Por: Luisa Fernanda Pérez Buitrago

Préstame la foto Pili. Préstamela, préstamela. Préstamela para mostrársela a la doctora Nora. No seas así”, le dijo Héctor en tono suplicante a su esposa Pilar, quien sostenía con sus manos la fotografía de sus cuatro hijas con el disfraz de la noche de brujas del 85. Ella se negaba a entregársela, pero mientras desayunaban y cansada de tanta insistencia le respondió: “¡No!” Siempre botas las fotos que te llevas”, le dijo al tiempo que cambiaba de opinión. “Jimmy, toma la foto, pero espera, espera; no todo es tan fácil, si la pierdes no intentes regresar. Mejor dicho, repite después de mí: Yo, Héctor Jaime Beltrán, juro que si pierdo la foto no regreso a casa”.

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Jimmy era el sobrenombre que Pilar le tenía de cariño a su esposo. Él, con la fotografía en el bolsillo delantero de su camisa se dispuso al juramento. Con una mano puesta en el pecho, justo en el lugar donde se encontraba el retrato, muy cerca del corazón, y con la otra levantada a la altura de su cabeza, repitió: “Yo, Héctor Jaime Beltrán, juro que si pierdo la foto no regreso a casa”. Jamás un juramento había sido tan preciso.

Presuntuoso, ese 6 de noviembre de 1985, se despidió de Pilar y de sus hijas, prometiéndoles que las llamaría alrededor de las 11 de la mañana, cuando tuviera la posibilidad en la cafetería del Palacio de Justicia donde se desempeñaba de lunes a viernes como mesero.

Para la época, vivían en un apartamento pequeño que compartían con la mamá y la hermana de Pilar en el municipio de Soacha; tenían falencias económicas y el peso de la responsabilidad derivado del cuidado de las niñas y del hogar, congeló, de alguna forma, la pasión y el deseo.

Pilar conoció a Héctor cuando tenía 13 años. Mientras ella ensayaba la interpretación del papel de Mauricio para una obra teatral llamada Toque de queda, él asomó de repente: era alto y delgado, no tenía camisa y cubría sus piernas con un pantalón camuflado; se hizo notar de inmediato.

“Oye, tú lo estás haciendo mal. No estás haciendo bien eso, mira, tienes que moverte como si te halaran, como si estuvieras molesta”, le dijo con el acento costeño que lo caracterizaba. Enseguida le mostró a la joven la forma correcta de interpretar al personaje.

Desde ese día pasaron unos cuantos piropos y algunos momentos de coquetería para que ella se animara a ser su novia sin tener en cuenta los nueve años de diferencia. Era octubre de 1970, y solo pasaron tres meses para que del amor surgiera el primer fruto.

A las once de la mañana Pilar comenzó a llamar insistentemente a Héctor al teléfono de la cafetería para contarle que había logrado matricular a su hija mayor en el colegio, pero al verificar que la línea se encontraba ocupada, consideró pertinente no molestar y esperar a que él fuera quien se comunicara. Pasadas las doce del mediodía entró al apartamento Helena, su amiga más cercana, para preguntarle si ya se había enterado de lo acontecido en el Palacio de Justicia: “¡Marica, los guerrilleros del M-19 se tomaron el Palacio de Justicia!”

Entre la angustia y la confusión prendieron el televisor. El terror aumentó cuando vieron que en vivo se transmitía el holocausto: los tanques, los gritos, los sollozos de los familiares que llegaban, la arremetida inédita del Ejército Nacional a las instalaciones, el sonido de las balas. Pilar no comprendía lo que estaba pasando. Apagó la caja negra para evitar que sus hijas la vieran y como consuelo se decía a sí misma: “a él no le va a pasar nada, a él no le puede pasar nada”.

“¿Pero ¿qué le puede pasar si no es guerrillero, ni magistrado, ni abogado, ni mucho menos policía?” Jimmy es solo un mesero”. Le confesaba atónita a Helena.

Ese día cerca de 35 guerrilleros de la compañía Iván Marino Ospina del Movimiento M-19 se tomaron por asalto las instalaciones del Palacio de Justicia en Bogotá. Lo llamaron La Operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre, para entablarle un juicio público al gobierno de Belisario Betancourt, entonces presidente de la República, y reclamarle así por el incumplimiento a la tregua establecida con la organización. 350 personas entre Magistrados, consejeros de Estado, visitantes y empleados que se encontraban en el recinto, fueron tomados como rehenes por la organización guerrillera, liderada por los comandantes Andrés Almarales, Alfonso Jocquín y Luis Otero. Ante el hecho, el Ejército Nacional y la Policía rodearon el edificio, y aunque horas más tarde lograron ingresar a las instalaciones para recuperar el control de la situación, esta incursión se convirtió en un desastre inevitable.

Gran parte del acontecimiento Pilar lo pasó con la familia de Héctor en su casa, pues fue su cuñado quien se acercó al Palacio. Pasaban las horas, los minutos, los segundos, y entre las cenizas del fuego transcurrió la noche, y al día siguiente, 7 de noviembre, comenzaron a salir los sobrevivientes.

Con el corazón en la mano y los nervios hechos trizas, Pilar se fue para el centro, en compañía de sus suegros, cuando su cuñado le aseguró que ya todo había finalizado. Él le confirmó que había entrado a la cafetería, y como no vio cadáveres o rastros de sangre, supuso que Héctor aún seguía con vida.

En un carro pequeño y viejo, Julio, el padre de Héctor, las llevaba hasta el lugar de los hechos. Subió por la carrera cuarta y desde allí bajaron corriendo hasta la séptima. Desde las ventanas de las casas les gritaban: “escóndanse, quítense, aún hay francotiradores”, a lo que hicieron caso omiso. Pilar jamás olvidará el retrato de lo ocurrido, pues una vez llegaron a la Plaza de Bolívar sintió olor a carne cocinada: vio cómo sacaban los cuerpos uno tras otro, algunos prácticamente convertidos en cenizas.

Jamás un juramento había sido tan preciso. Sin duda la fatalidad del destino ya no haría volver a Héctor con la fotografía. Desde ese día nunca más regresaría para besar a su esposa y ver crecer a sus hijas, porque él, desde ese día, se convirtió en uno de los desaparecidos del Palacio de Justicia…

Han sido años de lucha para Pilar y su familia, el aprender a vivir su realidad sin Jimmy que ya no estaría presente en los cumpleaños, en las navidades, en el nacimiento de sus nietos ni para atender las dolencias de sus viejos. También se enfrentaron a un Estado indolente y a las amenazas que día a día golpeaban a su puerta, a los señalamientos de algunos miembros del Ejército y a la indiferencia del pueblo colombiano.

Para Pilar fue complejo aliviar el dolor que la ausencia de su esposo les causaba a sus hijas, en especial, a la de mayor edad. “Lo más traumático de esta experiencia era no saber si estaba vivo o muerto, y si había sido asesinado ¿dónde estaban sus restos?, ¿cómo hacerle una despedida digna? o ¿por qué a él, sí solo era un mesero?”, asevera, sosteniendo su rostro.

Héctor no solo fue desaparecido sino asesinado. Las exequias se celebraron treinta años después, una vez se descubrió que sus restos estaban enterrados por equivocación en la tumba del magistrado auxiliar Julio César Andrade.

La fotografía de sus cuatro hijas disfrazadas adquiere mayor significado luego de pasados algunos años, pues durante su testimonio, el agente de inteligencia del Estado, Ricardo Gámez Mazuera, en el exilio, indicara que durante la arremetida vio a Héctor Jaime, que a pesar de los gritos y las golpizas que le propinaban, nunca apartó la mano del pecho.

“Repite después de mí: Yo, Héctor Jaime Beltrán, juro que si pierdo la foto no regreso a casa” … fue el juramento que por años estuvo presente en la conciencia de Pilar.

Pilar ama a Jimmy a través de su recuerdo. No le fue fácil enfrentarse a la vida sola con cuatro niñas pequeñas y a todo lo que su crianza ameritaba, pero lo logró, porque las sacó bien libradas del dolor. Ella hoy es una de las voces más reconocidas de las víctimas de crímenes de Estado en el país, es una activista de corazón y cuerpo entero. Se convirtió en actriz y encontró en el teatro una forma creativa de lucha y protesta ante tantos años de silencio.

| Nota del editor *

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