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Memoria fugaz

En el apacible municipio de Chaparral, en el corazón del Tolima, una niña de cinco años, rebosante de energía y amor, llenaba de risas y travesuras cada rincón. Era una pequeña, introvertida, pero extremadamente cariñosa, con un toque de picardía que la hacía especial. Compartía su mundo con Mariela Marín, su madre, Helber García, su padre, y Sergio García, su hermano de ocho años, compañero de juegos y cómplice de travesuras.

Por: María Paula Bengoechea Delgado. 4.° semestre

Una trágica mañana de juegos

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Aquella mañana, el sol inundaba el paisaje de calor y brillo. Desde la distancia, Angie recuerda que veía a su abuelo, Alfonso García, domando con destreza unos caballos en el campo. Al otro lado, Sergio reía y jugueteaba con una pelota blanca y rosada, un regalo de la Navidad anterior.

Angie se acercó a su hermano, ansiosa por compartir la pelota, que se negó a cedérsela. Pero sus ganas de jugar eran tantas, que persistió en conseguirla. En un intento por distraer a su hermana, Sergio lanzó la pelota hacia los caballos que en ese momento estaban en entrenamiento.

Angie, familiarizada con los animales, se acercó confiada para recuperar su adorada pelota. Pero uno de los caballos que aún no había sido domado, la recibió con una fuerte patada en la cabeza, y la conciencia de la niña se desvaneció en un instante.

Mariela, la mamá de Angie que estaba en la cocina, escuchó un fuerte estruendo y salió corriendo al tiempo que gritaba: ¡Algo se cayó!

Memorias borrosas

Lo que siguió es un recuerdo difuso: “Desperté en brazos de mi abuela, apenas veía sus lágrimas brotando de sus ojos angustiados. El grito desesperado de mi abuelo retumbaba en mis oídos: “¡La mató, la mató!”.

Mariela, madre de Angie, recuerda que vivió momentos de desesperación por su hija. Pero trató de mantener la calma y pedirles auxilio a los vecinos para llevar a su hija al hospital: “Con la ayuda de un vecino pudimos llevarla en un carro. El trayecto al hospital fue un momento de mucha tensión y temor”.

“Mi mamá solo decía: Dios mío, Sálvala. Yo apenas sentía el viento acariciando mi rostro y una venda que mi mamá presionaba en mi cabeza para detener la hemorragia”.

El camino al hospital fue largo, mi madre y mi abuela contaban los minutos al tiempo que le pedían a nuestro vecino que condujera lo más rápido que le fuera posible: “Cada momento que pasaba era crucial para mi estado de salud”.

Angie recuerda que cuando llegaron al Hospital Departamental de Chaparral, la ingresaron a toda velocidad en una camilla y le preguntaron a su mamá que ¿qué le había sucedido?, que entre lágrimas le contó al doctor el trágico accidente y procedieron a ingresarla a una sala. “El doctor me describía el procedimiento que me iba realizando, y yo solo veía muchas luces sobre mí. El doctor inició indicándome que me lavaría la herida y luego haría una sutura sin anestesia por el tipo de herida y la zona donde estaba ubicada. Hasta ese momento no sentía ningún dolor, solo un poco de frío en mi cabeza”.

Fotografía: Istock

“Un momento después sentí un fuerte corrientazo en la cabeza que no me dejó pronunciar palabra. Empezó a salirme un raudal de lágrimas que no paraba, debido al dolor tan grande que me causaba la sutura. Recuerdo que el doctor me decía que era la niña más valiente y luego de eso me desmayé, cuando desperté mi mamá y mi abuela me acompañaban en la habitación: en sus rostros vi la fe y la esperanza de dos madres porque no habían perdido a su adorada niña. Estuve dos días en observación y ya luego me dieron salida del hospital. Recuerdo a mi mamá muy preocupada, preguntarle al doctor si no era necesaria ninguna cirugía”.

El doctor respondió que con la sutura la herida sanaría, y que, si era del caso, más adelante se podría realizar alguna cirugía reconstructiva para mejorar la cicatriz; y con respecto a las secuelas cognitivas agregó que habría que esperar el paso del tiempo para confirmarlo.

Secuelas de vida

“Ese día me llevaron a la vereda en el carro del vecino. Me sentía abrumada por la preocupación de mi familia, pero sabía que todo iría mejorando. Días después, cuando ya podía levantarme y hacer algo de actividad, le pregunté a mi abuela dónde tenían el caballo que me había ocasionado el accidente: en voz baja y apenada me dijo que mi abuelo lo había golpeado hasta matarlo. Saber esto me dejó triste, pues no podía dejar de pensar que lo sucedido había sido mi culpa”.

Días después, Angie recuerda que empezó a asistir al colegio, observando los cuidados para evitar complicaciones en su recuperación. Con lo que no contaba era con el hecho de que sus compañeros, niños como ella, la empezarían a molestar y hacerle bromas por la cicatriz que tenía en su frente, que le atravesaba la ceja en dos como una mancha indeleble.

“Al inicio no me molestaban las bromas y las risas. Mi mamá me explicaba que eran cosas que irían pasando a medida que fuéramos creciendo, así que no me dejaba abrumar por las burlas. Todo ese año tuve que asistir a terapias de lenguaje para fortalecer mi forma de hablar y mi nivel de lectura, dificultades adquiridas como consecuencia del accidente. Recuerdo que asistía de buen ánimo a mis terapias”.

“Un año después del accidente que ya recordábamos con tranquilidad, le pedía a mi mamá que me cambiara de colegio debido a que no me aguantaba más las burlas y bromas de mis compañeros. Ella, al ver mi desánimo y pocas ganas de seguir allí, tomó la decisión de hacerme mi primera cirugía reconstructiva, que me ayudó física y emocionalmente”.

Luego de 8 años del accidente, Angie recuerda que le hicieron una segunda cirugía de reconstrucción para mejorar la apariencia de su cicatriz, además de asistir dos años más a terapias de lenguaje. Hoy en día Angie es una estudiante de ingeniería de sistemas, tiene 26 años, se siente llena de salud y vida; cuando se ve la cicatriz que le quedó en mitad de su ceja izquierda, recuerda a esa niña rebosante de energía y amor, y se alegra de seguir luchando por sus sueños, y de tener una familia que la apoyará en cualquier circunstancia de su vida.

| Nota del editor *

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