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Pablo Neruda, un poema de lucha y vida

Por: Andrés Carreño

“El sueño de tener nuestra vivienda viene del barrio Policarpa. Fue allí donde nos dieron una orientación de cómo y de qué manera se vivía en comunidad; cómo era que teníamos que compartir algunos servicios y algunas necesidades”, afirma Rogelio Montero mientras termina de sentarse plácidamente en el borde de una de las materas de la pequeña cancha principal del barrio Pablo Neruda, el mismo lugar donde hace más de cuarenta años él y otras pocas familias construyeron las primeras “ranchitas” que dieron origen al barrio.

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En 1961 un numeroso grupo de familias que carecían de vivienda, muchas de ellas víctimas del conflicto armado, ocuparon de manera ilegal un terreno a pocas calles del centro de la capital. Allí se libró una lucha entre los nuevos ocupantes y la fuerza pública que se prolongó por más de un año y que desembocó en un intento de bombardeo que fue impedido por Guillermo León Valencia, ministro de defensa de la época. De la resistencia de estas familias y su organización comunitaria surgió el barrio Policarpa.

Entre la lucha a piedra y palo contra la Policía y el deseo colectivo de tener un techo, nació Provivienda, una organización dedicada a la construcción de viviendas para familias víctimas del conflicto armado y desamparadas por el Estado colombiano. Desde esa época Provivienda se ocupó en construir barrios en diferentes lugares del país, los primeros en terrenos ocupados ilegalmente. En cuanto fue creciendo la organización incursionaron en la compra de terrenos; uno de estos fue el barrio Pablo Neruda ubicado a las afueras del Municipio de Sibaté.   

“Las primeras familias llegamos aquí el 3 de noviembre de 1972, y de inmediato nos tildaron de gitanos; para acomodarnos inicialmente, construimos cuatro o cinco ranchitas en madera y tela asfáltica; luego empezamos a lotear y a levantar los planos topográficos para entregarles los lotes a cada uno de los afiliados. Al comienzo las necesidades fueron muy duras: no contábamos con servicios básicos y tampoco nos querían los gamonales de Sibaté, que tan pronto llegamos nos mandaron al alcalde y a los dos Policías que tenía en esa época el comando”, sostiene Rogelio Montero con ironía, a quien al parecer cada recuerdo le empuja una risotada desde muy dentro de su ser, que lo obliga a interrumpir el relato y a empezar de nuevo cada historia.    

Según Montero, el señor alcalde y la escueta fuerza pública sibateña llegaron una mañana al Neruda que ya contaba con 65 “ranchitas”; de inmediato solicitaron la presencia de un representante de la comunidad. Rogelio y su compañero Pedro Reyes se acercaron y escucharon atentamente lo que decía el mandatario: “nos solicitó un sinfín de documentos: licencias, planos de alcantarillado, redes eléctricas y todos esos trámites que llevan a cabo los constructores capitalistas; además, amenazó con tumbarnos las ‘ranchitas’ si no solucionábamos por nuestra cuenta el tema de los servicios básicos”. Para la época Rogelio    trabajaba como guarda de seguridad en Provivienda, y tan pronto llegó a su lugar de empleo le informó lo sucedido a Mario Upegui, quien dirigía la organización y que tranquilizó a Rogelio diciéndole: “tranquilo compañero que les vamos a demostrar a los gamonales de Sibaté que Provivienda es una familia muy grande”.  

Pocos días después más de cincuenta buses que venían de diferentes lugares de Colombia desembarcaron a más de mil personas que tiñeron con banderas de rojo y negro la plaza principal de Sibaté, como símbolo de protesta ante la administración municipal y algunos caciques locales que también se negaban a la construcción del Pablo Neruda. Ante esto, la Alcaldía no tuvo más remedio que ceder y permitir que se siguieran llevando a cabo los trabajos de construcción en Neruda.

Además de las carcajadas de Rogelio, la conversación de vez en cuando es interrumpida por los transeúntes que se acercan a saludar a Montero, quien parece conocer a cada uno de los habitantes del barrio desde el día de su nacimiento. Pocas veces los ojos de Rogelio se tornan tristes y su relato no es antecedido por su habitual risotada, como cuando se ocupa en contar todas las necesidades que pasaron. Según él, una de las más difíciles fue la falta de agua.

Rogelio trasportaba a diario desde el Policarpa tres galones de agua para suplir a su familia; otros habitantes compraban galones o caminaban grandes distancias para conseguir el líquido. De repente, cuando parece que Rogelio está a punto de terminar este relato, de nuevo es poseído por una visceral carcajada, que se prolonga por unos minutos. Apenas puede recobrar el aire. Montero me observa y sin dejar de sonreír recuerda: “un buen día, por medio de la cervecita, conocimos a un señor que cuidaba una de las haciendas contiguas al barrio, el hombre nos dijo: ‘ustedes están sufriendo por el agua es porque quieren’, y sin chistar, nos mostró por dónde bajaba la manguera que iba hacia la hacienda; además, nos dijo que por él no había problema, que solo le avisáramos cuando haríamos el trabajo para cerrar la válvula. De inmediato conseguimos los materiales e instalamos una manguera que canalizamos a un viejo tanque que funcionaba para el ganado y que nosotros reparamos”.

Ante la demanda del recurso hídrico, tuvieron que hacer dos conexiones ilegales más, y para despistar al “preguntón” interesado en la procedencia del agua, argumentaban que el líquido venía de un viejo molino que había en el barrio, y sí, en efecto el molino existía y se encontraba sobre una veta de agua; lo que pocos sabían era que por las características de los suelos el agua del pozo no era apta para el consumo humano.  

Así como el agua fueron viniendo otros servicios como el gas propano y el transporte; también se fue abriendo la brecha entre el Neruda y el resto de los barrios de Sibaté, pues por muchos años se estigmatizó a los habitantes del Neruda como subversivos y reaccionarios. Con los años los pobladores del Neruda ganaron terreno en la administración municipal: alcanzaron representación con funcionarios públicos, deportistas y estudiantes que destacaron y representaron al municipio, lo cual trajo a su vez mejoras en las vías y la electricidad.  

“Este año vamos a completar 43 años de estar en el barrio, y no fue fácil: a mí me allanaron mi casa más de seis veces; una vez me destruyeron la mitad de la rancha con una granada, y a pesar de eso estamos aquí, aunque muchos se fueron, pero  pudimos cumplir el sueño de darles un techo digno a nuestros hijos”, asegura Montero quien a sus 85 años tiene viva la imagen de la violencia que conoció en Yacopí, su pueblo natal, donde las balas oficiales le arrebataron a su hijo, a una hermana y a un sobrino junto con su padre. Con un aire melancólico Rogelio observa a un grupo de jóvenes que juegan fútbol en la cancha frente a donde nos encontramos sentados; sin dejarlos de observar dice: “el futuro del país se encuentra dividido en dos: los intereses de los más poderosos y los sueños y esperanzas del pueblo: yo sueño con que un día muchos colombianos no tengan que entregar su vida con tal de cumplir sus sueños, por ejemplo, tener una casita”.

| Nota del editor *

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