Por: Juan Sebastián Vanegas Lemus y Daniel Hernández. 6.º semestre
En Bogotá el eco de las aulas se ha transformado en un clamor de auxilio. La violencia sexual en los colegios ha alcanzado niveles alarmantes, evidenciando las fallas estructurales que tiene el sistema público en relación con la protección de la infancia bogotana.
Según datos de la Secretaría de Educación Distrital, entre enero y agosto de 2024 se reportaron 6.039 casos de presunta violencia sexual contra menores, un aumento de 809 incidentes respecto al mismo periodo del año anterior. De estos, 3.018 ocurrieron dentro de las instituciones educativas, estableciendo un récord preocupante en los últimos cinco años.
Localidades bajo la lupa
Kennedy, Bosa y Ciudad Bolívar se han convertido en el epicentro de esta crisis, al ser las
localidades con mayor índice de casos relacionados con violencia sexual a menores de edad.
La concejal Diana Diago ha sido clara en su denuncia: los colegios públicos son los más afectados, con 2.448 casos frente a 570 en colegios privados; por eso exige un plan integral que priorice la prevención y la seguridad en los entornos escolares, sin embargo, el camino hacia la solución parece aún incierto.
En los corredores donde debiera reinar el eco del aprendizaje y la risa de los niños, un espectro oscuro se cierne. La Procuraduría General de la Nación, con un tono
más lúgubre que airado, ha encendido las alarmas al anunciar que los casos de violencia sexual en los colegios públicos y privados de Bogotá han alcanzado cifras que se despliegan como una sábana de pesadumbre sobre la ciudad.
Entre enero y marzo de este año, 1.664 niños, niñas y adolescentes, cuyas vidas apenas comienzan a tomar forma, han visto quebrantado su derecho a la inocencia. Este hecho, que debiera congelar la sangre de una sociedad acostumbrada a sus propios horrores, ha obligado a las autoridades a levantar el dedo acusador contra las instituciones educativas y, en un susurro implícito, contra la indiferencia colectiva.
La Secretaría de Educación, a quien se ha solicitado rendir cuentas, enfrenta la monumental
tarea de explicar qué medidas de protección y prevención se han desplegado en los colegios de la ciudad. Entre las preguntas más acuciantes están las relacionadas con el Sistema de Alertas Tempranas, diseñado para detectar y prevenir el acoso escolar, el ciberacoso y otras formas de violencia, pero que parece estar tan mudo como una campana sin badajo.
La Procuraduría no se ha detenido en la mera denuncia, sino que ha exigido la implementación inmediata de un protocolo eficaz para abordar este flagelo. Además, como
un escribano que desea dejar constancia de cada lágrima vertida ha solicitado un informe
mensual de los casos que se registren en adelante, como si el registro pudiera aligerar el peso de lo ocurrido.
En este desolador panorama, se exige que los colegios cumplan con las directrices ministeriales para garantizar la protección de los menores. Sin embargo, las palabras no siempre son tan efectivas como las acciones, y el eco de esta exigencia parece perderse entre los muros de las instituciones que alguna vez fueron santuarios del saber.
Bogotá, esa urbe capaz de las más grandes contradicciones, ahora enfrenta el desafío de
devolverles a sus niños la seguridad que les ha sido arrebatada. Tal vez, algún día, los corredores de sus colegios vuelvan a ser lo que siempre debieron ser: refugios de esperanza, donde la inocencia no tema ser interrumpida.
Historias que estremecen
La voz de las víctimas aporta una dimensión humana a las estadísticas. Juliana, una estudiante que vivió la violencia sexual en distintos niveles, recuerda cómo un profesor de
educación física realizaba comentarios explícitos e inapropiados sobre su vida personal. “Recuerdo que él decía cosas como: ¿qué bonita te ves?, ¿ya tienes relaciones sexuales con tu novio?”, relata. Más tarde, en su etapa universitaria, enfrentó insinuaciones aún más
perturbadoras por parte de otro profesor.
Por su parte, Alejandro Preciado, exalumno del Liceo Sebastián de Belalcázar, señala cómo
estas conductas muchas veces son normalizadas por la comunidad escolar. “Veía que, a las niñas, los mismos compañeros trataban de molestarlas, tocarlas. Creo que también ese es un tipo de agresión que se puede incrementar si no se soluciona”, compartió. Estas historias reflejan una cultura de silencio que perpetúa las agresiones y normaliza comportamientos abusivos.
La violencia sexual también se disfraza bajo la figura de autoridad. Juliana relató el caso de
un coordinador apodado “Barney”, quien utilizaba su posición para acosar a las estudiantes.
“Él les decía: ‘yo te ayudo, pero a cambio quiero algo más”, narró. Estas situaciones no solo exponen la vulnerabilidad de las alumnas, sino que también ponen en entredicho la efectividad de los protocolos escolares.
Claudia Milena Escobar, otra víctima, recuerda cómo un docente de física utilizaba el favoritismo como herramienta de acoso. “A estas chicas les pedía recoger cuadernos y entregárselos en las horas de descanso, momentos en los que ellas manifestaban sentirse
incómodas al interactuar con él”, relató.
Estas narraciones evidencian cómo el abuso de poder erosiona la confianza en el entorno educativo.
Falta de acción y prevención
Instituciones como la Defensoría del Pueblo y la Procuraduría General han señalado deficiencias en las rutas de atención y prevención. Colegios como el Venecia, en Tunjuelito,
han sido acusados de negligencia por no reportar casos en el Sistema de Alertas Tempranas (SAT) ni activar protocolos ante denuncias.
La Secretaría de Educación ha lanzado la estrategia ‘Pilas Ahí’, con el objetivo de fortalecer las rutas de atención, sensibilizar a las comunidades escolares y capacitar a los docentes en prevención. Sin embargo, los resultados son aún insuficientes frente a la magnitud del
problema.
Según la Defensoría del Pueblo, entre enero y febrero de 2024, 70 menores fueron víctimas
de abuso sexual en entornos escolares. Cada día, el Instituto de Medicina Legal realizó 43
exámenes medicolegales por presunto abuso sexual a menores. En 2020, el 70% de los casos ocurrieron en estratos 1 y 2, con un impacto significativo en localidades como Ciudad Bolívar, Kennedy y Bosa.
El impacto en la vida de los estudiantes
La violencia sexual deja huellas profundas en la salud mental de las víctimas. Según Lizet
García, psicóloga infantil especializada en contextos educativos, los niños afectados suelen desarrollar ansiedad, depresión, aislamiento y dificultad para establecer relaciones de confianza. García subraya que el enfoque debe ser preventivo, promoviendo la educación sexual integral como una herramienta clave para el cuidado personal y el respeto hacia los demás.
“La violencia sexual no solo afecta el rendimiento académico, sino también el desarrollo emocional y social de los menores. Es fundamental que las escuelas cuenten con profesionales capacitados en prevención y atención para abordar esta crisis de forma efectiva y a largo plazo”, señaló García.
El camino hacia una solución integral
El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) y el Ministerio de Educación han hecho llamados a fortalecer la educación sexual integral, priorizando la prevención y garantizando una respuesta efectiva ante las denuncias. La familia, la sociedad y el Estado son responsables de trabajar juntos para construir entornos seguros donde los niños puedan desarrollarse plenamente.
La concejal Diana Diago y otros líderes políticos han insistido en la necesidad de estrategias pedagógicas que de manera inmediata aborden las causas de fondo de la violencia sexual, incluyendo campañas de sensibilización e implementación de estrategias pedagógicas para toda la comunidad educativa.
La administración liderada por Carlos Fernando Galán enfrenta el desafío de transformar los colegios en espacios seguros. Mientras los pasillos de los colegios bogotanos aún resuenan con el eco de historias de dolor, también comienzan a llenarse de voces que exigen justicia y cambio. Las movilizaciones de estudiantes, el clamor de las víctimas y el compromiso de algunos líderes políticos dibujan un atisbo de esperanza en medio de la penumbra.
No se trata solo de cifras ni de estadísticas, sino de vidas truncadas, de infancias robadas y de sueños interrumpidos. Sin embargo, también es una oportunidad para que Bogotá, una ciudad marcada por sus contrastes, demuestre que puede redimirse y garantizar un futuro seguro para sus niños. Los colegios deben volver a ser santuarios de aprendizaje, refugios de alegría y espacios donde la inocencia pueda florecer sin miedo.
La tarea es monumental, pero no imposible. Cada nueva estrategia, cada denuncia atendida, y cada esfuerzo por educar en el respeto y la prevención puede marcar la diferencia, porque proteger a la infancia no es solo un deber moral, es la base sobre la cual se construye una sociedad justa y digna.
El desafío ahora es transformar el dolor en acción, la indignación en políticas efectivas, y el
silencio en un grito colectivo que no permita más abusos. Tal vez, algún día, las historias que se cuenten en los colegios bogotanos no sean de violencia, sino de resiliencia y esperanza; cuando eso suceda las aulas volverán a ser lo que siempre debieron ser: un lugar donde los sueños de los niños sean inquebrantables, y su risa, la banda sonora de un futuro prometedor.
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