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Un hombre recordado en un lugar olvidado

Uno puede tener poco y quizás no haber logrado muchas cosas en la vida, pero siempre es necesario tener un corazón generoso y vivir humildemente dispuestos a ayudar en todo momento a quien podamos.

Por: Dubán Alfredo Sarmiento Linares 

Enrique Alirio Niño Peña fue un profesional en odontología y mecánica dental, egresado de la Universidad Javeriana de Colombia, que durante treinta años trabajó brindando servicios de salud bucal, en una pequeña comunidad ubicada a dos horas de la capital del departamento del Meta, llamada San Carlos de Guaroa, que por los años setenta no llegaba a los doscientos habitantes y a unas cuantas casas semiconstruidas. A duras penas contaban con un improvisado centro de salud que ofrecía atención primaria doce horas al día, con una ambulancia casi chatarrizada.

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A pesar de las condiciones, fue en aquel lugar donde a la edad de treinta años, Enrique decidió establecer su hogar y su familia, después de desertar junto a sus padres de su natal La Belleza en Santander, por problemas de persecución política durante los tiempos donde ser liberal o conservador significaba tener enemigos desconocidos en cualquier esquina. San Carlos de Guaroa fue donde crio y vio crecer a sus hijas adoptivas, nunca decidió casarse porque su objetivo era cuidar acérrimamente a sus padres hasta su vejez. 

Aquellos que lo conocieron, relatan acerca de lo que hizo su desinteresado corazón durante tantos años por un pueblo perdido en medio de la nada (como cosa rara abandonado por el Estado), dándoles sonrisas gratuitas a las personas necesitadas que se acercaban a su consultorio, testigos de cómo en su mesa nunca faltó un plato de comida o una palabra de aliento para quien llegara a su puerta con hambre o desesperación. 

Jaime Zuluaga, 78 años (Amigo de infancia): 

Henrito me recuerda a esas personas que uno admiraba y siempre aparecían en los periódicos o la radio, y de los que tanto hablaban por ser reconocidos ante el mundo por sus labores, aunque él era diferente a todos ellos, porque nunca buscó hacer algo para que lo vieran o lo reconocieran por hacerlo. Su corazón estaba lleno de humildad y todo lo que hacía era desinteresado, más bien lo hacía por sentirse bien consigo mismo. Hasta a mí me ayudó muchas veces: me invitaba a comer a la casa y compartíamos el almuerzo, a veces cuando yo estaba ahí sentado, llegaba el vecino o la señora que estaba de paso por el pueblo y los invitaba a sentarse a la mesa como cualquier conocido. 

La primera vez que lo vi, éramos unos muchachitos muy diferentes: él era hijo de los dueños de la finca donde trabajaba mi papá en La Belleza, y nos conocimos por esas vueltas que da la vida, por ser un pueblo pequeño y porque yo era un muchacho charlador y me gustaba “mamarle gallo” cuando me lo encontraba. Así nos volvimos amigos poco a poco, y creo que fui su mejor amigo de toda la vida ¡ojalá! porque para mí él sí lo fue, y se lo demostré muchas veces. Cuando tuvieron que irse de La Belleza por problemas, yo le dije que me iba con él a probar suerte en otro lado, y así lo acompañé y lo apoyé toda la vida, éramos como hermanos más bien, porque yo lo quería mucho. 

Lilia Esperanza Linares, 42 años (Hija adoptiva).

Henrito fue el hombre que me enseñó a ser una persona correcta y disciplinada, aunque no era mi padre biológico, fue mucho más que un padre para mí, fue mi amigo, y fue mi consejero. Cuando tenía trece años recuerdo que yo le ayudaba con las labores de la dentistería y me gustaba mucho verlo usar todos esos implementos para modelar las cajas de dientes. Él cocinaba yeso y después lo embadurnaba de un acrílico rosado para hacer las encías postizas de las cajas, y luego ordenaba los dientes también postizos, uno por uno hasta lograr la dentadura completa. Siempre fue el único odontólogo del pueblo, y toda la gente iba a hacerse sus puentes o cajas dentales en la dentistería de Don Henry, porque además de “baratero” todo lo hacía muy bien, era muy pulido con su trabajo, tanto así que una vez un señor se mandó a quitar toda la dentadura, porque prefería ponerse una de las cajas que hacía Don Henry, que tener unos dientes “feos”. Así era siempre entre la gente, a veces regresaban después de muchos años a agradecerle y le decían que gracias a él ya no eran muecos y podían comer bien. 

En una ocasión una señora que se llamaba Celia, una mujer muy pobre, fue a comer a la casa porque Henrito la invitó, él no sabía que la señora apenas tenía algunas muelas y que el resto de su dentadura estaba en mal estado, yo estaba en la mesa con ellos, y después de un rato de verla comer con dificultad, Henrito le dijo: “Celia, sumercé no tiene dientes ¿cierto?” y Celia le respondió: “Sí señor, yo tuve dientes pero se me cayeron“, él se rio y le dijo: “Ahorita que termine de comer, vamos a la dentistería y se mide unas cajas que me dejaron ahí“, obviamente lo dijo a manera de broma, y sin pensarlo dos veces fue y le fabricó una caja dental muy bonita, tardó un día completo haciéndola, pero no le cobró nada por ella, él decía que no le gustaba ver a las personas sufriendo por un acto tan básico y humano como comer, y así lo hizo con muchas más personas, yo creo que fueron más las cajas dentales que regaló, que las que le compraron.

Carmen Elisa Hernández, 60 años (Compañera sentimental):

Henry sabe que lo admiro mucho, y que todo lo que hizo por mí y por mis hijas también lo agradezco y lo admiro. Llegué a trabajar a su casa cuando era muy joven, y lo hice porque mi papá había muerto y yo me quedé sola sin tener a dónde ir, una madre soltera con dos hijas pequeñas y una situación difícil. Henry y sus papás me recibieron en su hogar como si fuera de la familia y me permitieron trabajar con ellos.  Siempre me sentí como en mi casa y a mis hijas las trataron con mucho cariño y amor, Henry las crió y cuidó como si fueran sus propias hijas, Doña Inés y Don Octavio las veían como sus nietas, y ellas también los querían mucho. Con él nunca oficializamos nada en el papel, pero podría decirse que fuimos compañeros de vida, porque yo lo acompañé hasta en los más duros momentos, y él también a mí. No fue un hombre codicioso, y aunque tuviera poco dinero en sus bolsillos, siempre se las ingeniaba para administrarlo bien, en la casa siempre hubo muchísima comida y nunca nos faltó nada, esto parecía un restaurante todos los días, la gente sabía de su generosidad y llegaban a visitarlo y a tomar algo o recibir un bocado de lo que hubiese, él nunca le negó nada a nadie, en muchas ocasiones le decían que por qué no se lanzaba de alcalde del pueblo si todos lo querían tanto, pero él decía que no le gustaba porque el poder corrompe a la gente.

Enrique murió el 21 de febrero de 2011 a las 3:00 de la tarde en la Unidad de Cuidados Intensivos de la Clínica Marta de Villavicencio a los setenta y dos años de edad y a causa de una septicemia intestinal producida por una colostomía sobreinfectada. Sus familiares y amigos lo recuerdan por su generosidad con las personas necesitadas y por ser un hombre culto, inteligente, responsable y lleno de valores. 

| Nota del editor *

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