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Un feliz año nuevo a la vera del camino

Por: Carlos Mercado.

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A eso de las 11:40 vimos pasar a gran velocidad a un vehículo desconocido con 4 personas a bordo. Pensamos que no nos habían visto, aunque deseábamos que sí, y ese fue nuestro peor deseo, pues esos mismos 4 borrachos fueron los causantes de una de las peores y mejores noches de nuestras vidas. Era diciembre de 2016, y el paso de la navidad es un momento que siempre se siente efímero, por todas esas lindas cosas que nos hace sentirnos en familia, y por recordar todo lo que el año anterior ha traído para nosotros y para los que queremos.

En la familia Mercado esta época es de suma importancia, ya que la lejanía que pone tierra entre ciudades nos distancia durante todo el año, pero los días de diciembre son propicios para el cálido reencuentro que esperamos con nuestros abuelos, tíos y primos. La felicidad de mi madre era indescriptible, y como la mayoría de familias colombianas estar distanciados de nuestros seres queridos es algo que tendremos en nuestro corazón, pero el momento del reencuentro es donde toda esa ausencia se va y nos causa gran alegría.


Por la tarde del 31 empezaba nuestro camino rumbo a la gran noche. Habíamos organizado maletas desde el día anterior, que iban repletas de los regalos para nuestros seres queridos. Por algunos inconvenientes no pudimos estar el mes entero en familia, de tal forma que nos conformarnos con reunirnos en vísperas del año nuevo, que para nosotros era la mejor decisión sin saber lo que a mitad del viaje nos esperaba.


A eso de las 5 de la tarde, luego de organizarnos, mi padre encendió nuestro viejo auto; después de mil reparaciones y de estreses, sentimos que era momento de darle una nueva rodada, ya que en la ciudad no lo usábamos mucho. Salimos felices de Valledupar por lo que nos esperaba, aunque acompañados por unos cuantos ruidos extraños del motor. Mi madre sonreía y nos recordaba lo afortunados que éramos por tener la posibilidad de estar cerca de toda nuestra familia un día como ese, aunque fuera a 6 horas de distancia. Cantábamos esas canciones representativas de año nuevo que al caer la noche de un 31 son más que especiales en nuestro país.


Recorríamos cada kilómetro con un doble sentimiento de felicidad y de desesperación que iban en aumento, causados por la sensación de estar muy cerca de nuestro verdadero hogar, y por los ruidos de nuestro viejo Chevrolet que cada vez eran más insistentes. Aunque la emoción nos volvía sordos, sabíamos que nuestro auto, tarde o temprano, nos ponía en apuros.

A eso de las 8 de la noche empezaron los problemas de nuestra travesía: no, no culpemos a nuestro carro todavía, se trataba del esperado trancón que sabíamos estaría ahí antes de llegar. El ambiente se puso tenso: ver una interminable fila de vehículos y estar con el corazón a mil, hacía que intuyéramos que no estaríamos a tiempo para año nuevo junto a nuestra familia.


Mientras pasaba el tiempo, las energías se iban reduciendo, nos sentíamos algo agotados y poco a poco perdíamos la esperanza de llegar antes de las 12. Alguna fuerza sobrenatural, que en ese momento llamamos Dios, nos despejó el camino y para eso de las 10 de la noche habíamos salido de allí.


Al cruzar el trancón, el tiempo seguía pasando, y mi papá aceleraba lo más que podía nuestro viejo carro, mientras que mi mamá le decía que no fuera tan rápido, conversación habitual en nuestros viajes familiares. íbamos los 4 con la felicidad intacta, pero con un toque de adrenalina pues sabíamos que nuestro carro estaba presentando síntomas de fallar en cualquier momento. Nos empeñamos en no pensar en eso, y justo pasó, como si la vida nos hubiese dicho en ese instante: feliz año nuevo a los 4. A eso de las 11:20 nuestro carrito sufrió un daño en el motor, de tal modo que nos bajamos en mitad de la carretera.

Era 31 de diciembre y estábamos a 40 minutos de año nuevo, y entretanto, ni una sola alma ocupaba los carriles de la ruta que iba directo a nuestro destino, la misma en la que hacía poco tiempo estábamos atorados por un trancón de proporciones apocalípticas. Un sentimiento de soledad y tristeza se apoderó de nosotros.
Retiro lo dicho: 4 siluetas que vimos pasar fugazmente en una camioneta a máxima velocidad, dieron vuelta hacia donde estábamos en mitad de la soledad. Vimos que se acercaban, y en completo desespero apenas pensamos que venían a ayudarnos, pero de eso nada.


La camioneta frenó en seco a nuestro lado, y el copiloto que tenía un aspecto y vestimenta extraña para ese día, se bajó enfrente de nosotros. El hombre se veía sucio y con cara seria. Sentimos el olor de su fragancia cara, y observamos que de su cuello colgaba una gran cadena de oro, lo único que tenía brillo allí. Aunque nos intimidó al instante, nos ofreció un cálido saludo, nos preguntó qué nos pasaba y mientras mi papá le contaba, veíamos que detrás de los vidrios mal polarizados de la camioneta, los ocupantes nos miraban fijamente y con cara de pocos amigos.


A mitad de la charla el hombre decidió interrumpir a mi padre y contarnos un poco cómo irían las cosas: a partir de ese momento nuestros destinos estaban en sus manos. El hombre cambió su calidez inicial por una entonación de voz soberbia, y nos dijo que no teníamos que estar en esa zona, menos un día como aquel, pero que se había percatado de que éramos buenas personas, razón por la que nos dejaría pasar. Entendimos que habíamos caído en un retén ilegal de lo que en ese momento deducimos era una pandilla, y el hombre nos dejaría pasar a cambio de 5 millones de pesos. Mi mamá pensó en dárselos y pasar este mal rato a la historia: pero no, el que tenía el dinero y para nada las ganas de regalarlo era mi padre, que con voz decidida y sin miedo le gritó en la cara a su interlocutor: “Usted es un marica: ¿una noche como hoy decide hacernos esto porque sí?” El otro, extrañado por la actitud de mi padre, a pesar de tenerlo todo en su contra, soltó una carcajada y le dio una palmada en el hombro en señal de poder. En silencio le dio una vuelta a nuestro carro y por la ventana vio un gran paquete que llevábamos.


El hombre le gritó a mi padre: “deje de llorar y abra la puerta”. Viendo sus intenciones, se dio cuenta que incluso nos podría salir más barato el abuso de estos corsarios. El asaltante se percató de que llevábamos un televisor de 43 pulgadas que se destacaba entre los paquetes. Sin decir una palabra lo agarró y lo puso en el maletero de su vehículo, mientras nosotros atemorizados veíamos cómo se llevaban el regalo que no habíamos podido darle a nuestra abuela el 24.


Una vez el hombre entró a su vehículo nos gritó: “piérdanse, y para que sepa, viejo, nosotros trabajamos hasta los festivos”. La camioneta aceleró y por fin sentimos un breve alivio al saber que nuestras vidas no estarían en peligro.
La esperanza de pasar año nuevo en familia a esa hora estaba perdida: eran las 12:30 de la madrugada, ya año nuevo. La celebración no fue en ese momento, sucedió a eso de la 1 de la mañana cuando un familiar nos recogió, al que mi mamá desde antes le había avisado que estábamos en un problema.


Empujamos nuestro carro a un lugar seguro a la vera de la carretera, y luego subimos a la camioneta de nuestro tío, que nos calmó y nos hizo sentir bien. Ahora sabíamos que nuestra familia estaría completa, y que el resto de nuestros seres queridos nos esperaban en casa con algo de temor, pero con mucha felicidad.
Ese no fue el año nuevo que esperábamos ¿O sí? Al reencontrarnos con nuestra familia se escuchó la frase de mi madre: “Dios todo lo hace perfecto”. Cuando abracé a mi abuela, ella me hizo entender que siempre nuestros planes están seguros, aunque haya obstáculos que se crucen en nuestros caminos

| Nota del editor *

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