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[Crónica] Por la cuarenta y cinco en veintidós: Recorriendo la Ruta del Sol Parte IV

Nuestros viajeros siguen su recorrido y llegan a Puerto Boyacá, municipio conocido por ser la capital antisubversiva de Colombia.

Por Diego Reyes

Miércoles 20 de diciembre

Pasamos el caserío Dos y Medio, a escasos 3 kilómetros de Puerto Boyacá, en el que al parecer nadie dormía, aunque fuera la una de la madrugada. A dos cuadras el tráiler giró bruscamente a la derecha. Una amplia bahía de gravilla alojaba decenas de vehículos de carga, containers y encarpados. Nos levantamos inmediatamente, tomamos el equipaje y nos tiramos evitando inhalar el mar de partículas que levantaban las 22 llantas del reseco suelo.

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Sobre la carretera, nos acercamos a lo que en el día parecía ser un restaurante, nos sentamos sobre dos muros que configuraban la entrada. A los alrededores, vendedores de comida rápida, bailarines amateurs a las afueras de sus casas, consumidores de alcohol y otros simples observadores conformaban un ambiente típico de las festividades dicembrinas.

El chófer que nos traía se sentó cerca de nosotros, junto a un puesto de comida. Pidió un chorizo. Cuando nos observó nos invitó a comer, él pagaba. – Estoy bien así, muchas gracias- repliqué. Mis compañeros, al contrario, no dudaron en degustar aquel exótico manjar.

Esperamos un corto tiempo allí sentados a que otra vez la suerte nos pasara por el lado. Solo buses llenos y automóviles. Cansados, decidimos amanecer en aquel paraje. Andrés fue a averiguar. No muy lejos, en el segundo piso del restaurante, quedaba un sencillo pero decente hotel familiar donde nos cobraban 14 mil pesos la noche cada uno. Tras ires y venires acordamos 12 mil pesos la noche. Baño, tv cable, internet y cama para cada uno. No eran una mala oferta. En el baño compartido, el espejo reflejaba habitantes de calle. Caras tiznadas por el mugre, brazos y manos embarradas y grasientas y ropa en iguales condiciones. Tres largas y turnadas duchas fueron lo último de una carambola de emociones en 17 horas.

A las 8 de la mañana el sonido de pájaros y motores de todas las dimensiones imposibilitaban el sueño. Sin más, jugamos unas partidas de ajedrez para matar el tiempo. Luego, aperité pan con cereal, empacamos y nos enlistamos para proseguir. Afuera, el día era radiante. Un firmamento azul al norte marcaba la Ruta del sol, que iniciaba la mañana con 32 C°.

Desde aquel caserío se percibía el clima monzónico del Río Magdalena que, a un par de Kilómetros, arrincona al reciente pero trajinado municipio de Puerto Boyacá, denominado como la capital anti subversiva de Colombia. Con apenas 61 años de existencia este municipio esta ubicado en la frontera de 5 departamentos ha sufrido la debilidad estructural del Estado colombiano en su vasto territorio.

Foto: El Espectador

Nacido en la colonización de los años 50s y 60s gracias a las actividades de la Texas Petroleum Company este pequeño puerto se ha levantado bajo una alta concentración de la tierra. Este latifundismo, como en gran parte del país, ha sido la génesis de sus conflictos. Dada la imperiosa lucha sindical contra la petrolera americana y los terratenientes ganaderos las corrientes liberales, comunistas y populares tuvieron gran acogida.

De esta forma, en la década de los 70s las Farc tenía gran influencia en este territorio. En un principio tanto la población como los ganaderos cooperaron con la guerrilla.

Con el tiempo, los cambios de mando hicieron que las vacunas y la opresión subversiva se hiciera intolerante para la población, lo que desencadenó en intervenciones militares y de civiles armados. Fue así que se formaron y llegaron los grupos paramilitares, quienes de una vez por todas desplazaron a la guerrilla del territorio, no sin antes dejar población civil en el fuego cruzado desaparecida, torturada y ejecutada.

Como aperitivo, Andrés y Jhon compraron huevos cocidos y pequeñas papas saladas que vendían frente a la residencia. A pocos metros entramos a una frutería en la que desayunamos una cargada ensalada con helado.

Preparados para asaltar nuestro próximo carguero, nos ubicamos cerca al resalto principal de la aldea. El tráfico era fluido, por lo que no debimos esperar demasiado. Un tráiler que se ajustaba a nuestros parámetros, anteriormente mencionados, transitó por el frente. Sin pensarlo dos veces, corrimos y nos montamos. De nuevo, ante el acelere del vehículo por poco y se queda Andrés con su morral XL.

Avanzamos por la plana y recta vía doble calzada. En tanto, dejábamos atrás interminables planicies de verdes degradados con monocultivos, potreros y vegetación.

No había pasado media hora cuando, como si de un bucle se tratara, el tráiler paró de nuevo en una estación de servicio al costado izquierdo. Nos bajamos rápidamente esperando pasar desapercibidos. El tripulante se bajó sin ni siquiera mirar la carga, caminó unos metros y se adentró en El Castillo, hotel para conductores.

Minutos después otro hombre descendió de la tractomula para chequear llantas y amarres. Le consultamos hacia dónde se dirigían, “para Santa Marta” respondió. Era la oportunidad perfecta para llegar de una vez por todas, rápido, y disfrutar del paraíso. Una ocasión más en la que necesitábamos el permiso del conductor. Bajo los rayos del sol esperamos su salida. Pasaron 10 minutos, 36° C marcaba la sensación térmica, el sudor nos caía a gotas. En busca de sombra, me acurruqué junto a un par de llantas, ahora me quemaba las piernas.

Desesperado, corrí varios metros hasta una tienda donde me refugié en una esquina sombreada. Andrés y Jhon me siguieron. Una hora esperando. Pedimos algo frío para tomar, entramos, nos sentamos, conversamos. Al final salió el conductor. Andrés se dirigió rápidamente hasta él con la misma retahíla. El chofer, despistado, no le prestaba atención. Insistimos, finalmente, asintió con la cabeza. Rápidamente nos montamos para continuar el viaje.

En tres horas de viaje avanzamos hasta Puerto Araujo, municipio de Cimitarra departamento de Santander. Junto a Puerto libre, Puerto triunfo, Puerto Boyacá, y Puerto Nare, es un puerto más de los aledaños al río magdalena y la Ruta 45. Pero no un Puerto menos abandonado por el Estado colombiano, acostumbrado a estar en los planos de televisión en cada temporada de lluvias. Puertos que hoy no sufren los asiduos embates paramilitares ni las masacres guerrilleras de hace unos años, pero que se les sigue dejando ahogados en las cifras de damnificados y hundidos en las aguas del olvido. 105 hirvientes kilómetros bajo el sol, amenizados por la banda australiana de rock AC/DC, cannabis y hermosos paisajes ribereños de los ríos Negro, Magdalena y Cerare. Cerca de las 3 de la tarde el vehículo aparcó en un restaurante junto al desvío que conducía a Cimitarra, Landazuri y otras poblaciones de Santander.

El Conductor y ayudante se bajaron para almorzar. Nosotros, sin comer, aprovechamos el momento. Andrés, que había usado su celular asiduamente a lo largo del recorrido, lo puso a cargar en una esquina del lugar. Mis compañeros de viaje pidieron almuerzo corriente con sendos pedazos de carne. Al contrario, preferí acabar con la provisión de pan, granola y leche de almendra. Andrés y Jhon una vez más compadecidos, me ofrecieron su ensalada, al igual que un par de papas saladas.

Terminamos de almorzar. Compramos postre, fuimos al baño, nos alistamos, todo menos una cosa. El enorme y ruidoso motor fue encendido. Ágilmente nos subimos para continuar el viaje. Volvió la música y el letargo de la siesta. Diez minutos en movimiento fueron interrumpidos por un grito de Andrés. ¡Marica el celular! Empezó a maldecir y decir cuanta grosería sabía

  • Yo me devuelvo, ustedes si quieren sigan y nos vemos en algún pueblo
  • ¿Cómo se le ocurre que lo vamos a dejar botado? todos salimos todos llegamos- Mencionó Jhon.

Inmediatamente empezó a gritar y chiflar para que el conductor se detuviera. Nadie lo escuchaba. Mientras tanto, la distancia con el restaurante se aumentaba. Sin opciones, se trepó por la carpa. Seguía gritando, silbando y hasta golpeando la mercancía. No fue sino hasta que llegó a inmediaciones de la cabina cuando logró ser escuchado. El tráiler se detuvo. Nos bajamos.

Empezamos a caminar aceleradamente por una recta con árboles e infinitos potreros a los costados. Hablamos con Andrés, el celular recién se lo habían regalado sus padres, estaba nuevo. Además, todos los días subía fotos a las redes sociales, no podía vivir sin él.

Caminamos 40 minutos y ni siquiera se divisaba el techo del restaurante. Intentamos la ayuda de vehículos motos y hasta bicicletas. Todos nos ignoraban. Agotados, paramos en un área destapada con piso de arena, chozas de palma, un par de edificaciones en el fondo y varias tractomulas parqueadas. Teníamos fe en que a cualquier momento llegaría una plataforma descarpada en la que nos pudiéramos montar. A Andrés se le notaba exhausto con su pesada carga, lo invitamos a que lo dejara, fuera corriendo hasta el restaurante y luego regresara. Aceptó. Pero antes.

  • Esperen me hecho los plones (aspiración/es de cigarrillo o pipa de marihuana) para correr más rápido
  • Muchachos no hagan más eso, miren que por andar fumando fue que se le olvidó el celular a Andrés– Les increpé.

Sacaron excusas y se rieron. Andrés prendió la pipa, aspiró un par de veces, compartió con Jhon y se fue corriendo. Media hora después regresó con una sonrisa gigante. Milagrosamente lo había encontrado.

Ahora, los sentimientos estaban encontrados, contentos de haber hallado el aparato, pero preocupados por el transporte y por dónde íbamos a pasar la noche. El sol se ocultaba. A orilla de la carretera sacábamos la mano a cualquier vehículo que pasase, ninguno nos recogía. Empezamos a preocuparnos. A las 6:30 pm ya estábamos resignados a lo que el futuro nos deparara. Ya estaba a punto de oscurecerse totalmente cuando un Chevrolet spark rojo paró frente a nosotros.

  • ¿Para dónde van muchachos? preguntó un amable hombre de más de 40 años
  • Para Santa Marta, vamos viajando en mula, pero nos dejaron por acá– respondió Andrés.

Los llevo hasta Aguachica, ahí me quedo, 40mil cada uno

No nos alcanza, mire que venimos traileando, 60 x los 3. Respondió Jhon.

30 Cada uno– contestó el extraño.

Chequeamos bolsillos, billeteras, bolsos… Reunimos 70.000. Cifra que finalmente aceptó.

Un ángel se nos había aparecido, él, un hombre evangélico de Santa Marta regresaba de dejar su familia en Villavicencio. Ahora volvía a su casa en Aguachica y justo pasaba por aquel descuidado lugar. Avanzamos 247 kilómetros cómodos, en asientos acolchados, era más de lo que esperábamos. Conversamos unos minutos con el aparecido, luego nos quedamos dormidos. Tres horas y media después estábamos en Aguachica.

| Nota del editor *

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