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Mis padres están muertos 

Por: María Paula Rodríguez 

La travesía de un niño con una infancia marcada por el maltrato y el abandono, con heridas por sanar y una historia por contar, expresa con nostalgia lo que vivió en las calles de Bogotá desde 1974. 

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Gabriel Rodríguez nació en 1964 y vivió con sus padres María Epimenia Cruz y Rodrigo Rodríguez, así como con tres hermanos mayores y uno menor en Yacopí Cundinamarca. De familia campesina y de escasos recursos, esta familia se desmoronó cuando Gabriel apenas tenía 3 años de vida. En un inicio, Rodrigo se quedó con él y con Pedro, su hermano pequeño, mientras que María decidió llevarse a los mayores para ponerlos a trabajar. Sin embargo, el padre no aguantó la presión que significaba cuidar a los niños, así que los llevó de regreso con la madre para no verlos más. 

María y sus pequeños consiguieron vivir en una habitación en el barrio Tunjuelito, una habitación fea, como la recuerda Gabriel. Con el paso de los años los hermanos, mayores se independizaron, y al cuidado de su madre solo quedaron Gabriel y su hermanito Pedro. Por entonces María trabajaba en una casa de familia, en donde en ocasiones debía cumplir jornadas de 15 horas al día, lo que le implicaba dejar a los niños encerrados con candado para que no se fueran ni se perdieran. Para Gabriel el tiempo pasaba demasiado lento mientras esperaba a mamá.  

María tomó la decisión de no trabajar por horas para volverse independiente a fin de pasar más tiempo con los niños. Era un emprendimiento en la preparación de comidas, y con 6 años Gabriel la ayudaba moliendo maíz y haciendo los oficios del hogar. 

Para Gabriel María era una mujer luchadora, guerrera, que nunca se dio por vencida. Lo malo era que ella, con sus angustias, sus preocupaciones, incluso sus tragedias, sacaba su ira y los agredía a él y a Pedro.  Aún hoy, Gabriel, ya hecho un hombre de 58 años, se pregunta porqué María era tan agresiva con ellos, ¿qué podía haber hecho para enfadar tanto a su madre? Nunca ha sabido cómo responder esa pregunta. 

Ella lo metía constantemente en una caneca de 55 galones llena hasta el tope con la intención de ahogarlo. Para él fue traumático vivir cerca de María, pero no conocía nada ni a nadie más. Las agresiones eran el pan de cada día en casa y a medida que la salud mental de María caía, el corazón de Gabriel se endurecía para protegerse de la mujer que le había dado la vida, y que igual parecía dispuesta a quitársela en uno de sus arrebatos de ira. 

A los 8 años Gabriel empezó a trabajar vendiendo las empanadas que hacía junto con su madre. Se levantaban a las 4:30 de la madrugada, él prendía la estufa de gasolina, poco segura y muy común de la época, y también debía moler el maíz. María lo golpeaba de forma inclemente si dejaba caer el maíz o si la estufa se incendiaba, lo que pasaba seguido.  

Ponía en su canasto 30 empanadas, de las que no recuerda el precio, canasta que debía regresar vacía con el dinero completo. Ella a veces no le daba desayuno, y como la regla de venderlo todo antes de volver a casa era inamovible, llegaba a eso de las tres de la tarde, y como una que otra vez el hambre le ganaba, se comía una, o dos, o por qué no 3 empanadas. Él sabía que al volver a casa recibiría una golpiza. 

Un día normal de 1974, Gabriel que para entonces tenía 10 años, salió temprano con su canasto de empanadas y sin desayunar como de costumbre. De repente se percató de que había perdido la plata de las empanadas. En ese tiempo Gabriel ya contaba con la compañía de Pedro, a quien le enseñaba a vender. Lo que les esperaba en la casa les causaba mucho temor, así que Gabriel tomó de la mano a su hermanito y comenzaron a caminar sin rumbo fijo, con la decisión que ya no regresarían a casa. No fue nada fácil, tenían hambre, sueño, frío y se enfrentaban a un futuro incierto. 

“Yo creo que el día que me fui fue cuando nací”, rememora Gabriel, a quien se le quiebra la voz, que hace su mayor esfuerzo para contenerse y mostrar valentía y temple, Estando en la Calle 26 con Carrera 30 empezó a llover, luego caminaron hacia el norte hasta la calle 57 con 30 donde hay un caño pequeño. Subieron hacia Chapinero bordeando el caño. Encontraron una puerta angosta de metal, era una habitación pequeña pero cálida, el sector no estaba iluminado y ya se hacía de noche. Al fondo del cuarto vieron algo de maquinaria, pero no supieron de qué tipo. Cerraron la puerta, se acurrucaron ahí y durmieron plácidamente, cansados de haber caminado tanto.  

Al día siguiente el hambre los despertó. Salieron de allí y tocaron en una casa para pedir comida. La señora que abrió les preguntó dónde estaban sus padres, Gabriel, convencido de sus palabras, le contestó que estaban muertos, no era la primera vez que lo pensaba, porque en su corazón ya estaban muertos desde hacía tiempo. La señora no les hizo más preguntas, les dio desayuno, y les pidió que no se fueran de ese sector, que ella les daría almuerzo, pero no le obedecieron. Deambulaban por las calles, tocando puertas para pedir comida. Para Gabriel la mentalidad de la gente en esa época era distinta, porque si hoy en día pidiera comida en una casa, seguramente le servirían sobras.  

Luego de una semana deambulando en las calles, sus ropas ya estaban sucias. Tocaron otra puerta y la señora que abrió también los ayudó, que le pidió a Gabriel que por favor le avisara apenas la ruta escolar en la que iba su hijo se detuviera frente a su casa para recogerlo. Se quedaron un rato en el ante jardín. Andrés, el hijo de la señora, una vez llegó del colegio, sacó una pelota y como advirtió la presencia de Gabriel y a Pedro, les ofreció que jugaran juntos. Este fue un momento crucial en la vida de Pedro y Gabriel, porque se hicieron amigos de Andrés y de su vecino.  

La mamá de Andrés les preguntó por sus padres, y Gabriel le contestó que estaban muertos, que se habían ahogado, y no hubo más preguntas. 

Aunque les permitieron bañarse, el problema era que no tenían dónde dormir, pues no recordaban cómo llegar al cuarto de la puerta metálica donde durmieron en comienzo, así que dormían a la puerta de la casa donde los sorprendiera el sueño.  

La familia de Andrés y la de su vecino les daban comida y los dejaban asearse, pero como no era suficiente, la madre de Andrés decidió inscribirlos en un internado, donde una trabajadora social los visitaba y les preguntaba por sus padres para localizarlos. Gabriel insiste en que están muertos. Al parecer nadie les hizo más preguntas, y desde entonces los dieron por huérfanos. 

En el diario El Tiempo entrevistaron a Gabriel y a Pedro, les tomaron fotos y les hicieron preguntas, y luego publicaron el artículo, pero nadie reclamó por ellos. Como se trataba de 2 niños que no llevaban mucho tiempo en la calle, les buscaron un hogar.  

Por la época existía en Bogotá un programa de la ciudad para asistir a niños huérfanos que no llevaran mucho tiempo en la calle, con un cupo no mayor a 12 niños. El lugar estaba localizado en el barrio Galerías, Gabriel recuerda que quedaba cerca de la Carrera 24 con Calle 53. 

Como no sabía leer ni escribir, Gabriel empezó a estudiar desde segundo grado. Desde entonces los dos hermanos permanecieron juntos hasta el sol de hoy. La gente que los conoce sabe que este par es único, y que a pesar de todo lo malo que pudieron haber sufrido, conservan un corazón dispuesto a dar mucho amor.  

Pedro es un hombre callado, reservado, tranquilo y poco sociable. Se casó joven, adquirió varios inmuebles y tiene 2 hijos graduados con honores. No le agrada mucho que le pregunten sobre su pasado, y no lo relata a menos que esté dispuesto, eso sí, a su manera, a su tiempo.  

Gabriel a su vez es un hombre alegre y coqueto, lleno de energía y de positivismo. Aunque no está casado, tiene 4 hijos a los que cuida como su más grande tesoro, que estudian para ser profesionales, y a pesar de que no tienen terrenos ni mucho dinero en el banco, se mantienen unidos. Gabriel ama bailar, cantar, no le da miedo hablar en público y le encanta recordar lo que le pasó, pues su historia lo hizo fuerte y está orgulloso de lo que pudo lograr. Esa misma forma de ser y de pensar se la heredó a su hija de en medio, María Paula, que hoy por hoy estudia en la Universidad Minuto de Dios, que también es la autora de este testimonio de vida. 

| Nota del editor *

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